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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La verdadera marca España

Diego A. Manrique repasa la trayectoria del guitarrista, que en un momento dado de su trayectoria decidió renunciar a la plena internacionalización de su carrera

Diego A. Manrique

Hace pocos días, escuchaba un erudito podcast de la emisora neoyorquina WNYC sobre la llamada cadencia andaluza. Ya saben, esa secuencia musical que salta siglos y géneros, que fue utilizada tanto por Monteverdi como por Michael Jackson. También sonaba Paco, con los fandangos de Punta Umbría, y se le presentaba como “un guitarrista flamenco”. Me vi obligado a enviar una puntualización respetuosa: “No, es EL guitarrista flamenco”.

Y aquello me hizo reflexionar sobre lo escasamente visible que es la Marca Flamenco en el mundo. Olviden lo del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad y demás engañabobos: vayan al mercado global. Esa es la prueba que un servidor solía hacer cuando todavía se podían encontrar muchas tiendas de discos en todo el planeta: buscar si había presencia flamenca.

Lamento informar que era más fácil hallar artistas franceses (Manitas de Plata, los inevitables Gipsy Kings) que a Camarón, Morente o Paco de Lucía. En Estados Unidos, el share de mercado para guitarristas flamencos parecía estar reservado a Carlos Montoya; en Reino Unido, el hueco lo ocupaba Paco Peña.

Con todo, Paco de Lucía podía llenar cualquier teatro en los cinco continentes: le jaleaba el contingente español pero su leyenda de manos prodigiosas atraía automáticamente a todos los guitarristas en muchos kilómetros a la redonda. Músicos melenudos o con cabezas rapadas, que tal vez desconocieran lo que era una falseta o un picado, pero que salían transformados por semejante exhibición de velocidad y elocuencia.

Paco podía llenar cualquier teatro en los cinco continentes

Aunque “exhibición” no sea la palabra correcta: Paco se encogía ante la idea de que le escucharan guitarristas brasileños o jazzmen, a los que envidiaba por sus conocimientos armónicos. Sin embargo, su enfoque personal era imbatible: olvidar la técnica y dejarse llevar por el espíritu. Llámenlo alma, aunque mejor sería decir “duende”.

Y siempre con las orejas bien abiertas. De la escucha entusiasmada de Las Grecas, más específicamente del Te estoy amando locamente, derivó el sublime Entre dos aguas, bendita rumbita que hizo más por el flamenco que cualquier declaración de la Unesco. Poco a poco, Paco desarrolló un nuevo contexto para la ancestral sonanta, que así vestida pudo dialogar con otras músicas sofisticadas, con humildad pero sin complejos.

Eso le permitió salir con la cabeza alta de retos como el juntarse con pulpos de la categoría de John McLaughlin y Larry Coryell (o Al di Meola). Álbumes como Passion, grace & fire o Friday night in San Francisco sí que solían aparecer en las tiendas de medio mundo, aunque en las estanterías de jazz. Aquel trío pudo ser grande —compusieron incluso un tema contagioso titulado Tres hermanos— pero no hubo el necesario empuje promocional.

Hizo bien en no embarcarse en la incierta aventura de conquistar el mundo

En realidad, aunque grabara para la que hoy es la principal discográfica del mundo, Paco de Lucía nunca fue “lanzado”, en el antiguo sentido del término. Sólo recuerdo un fugaz intento de universalizarle en 1975, cuando Island Records —deslumbrada por el fenómeno Bob Marley, repentinamente enriquecida— abrió sus puertas a nombres exóticos y editó su Paco, junto a discos de Jorge Ben o Fania All Stars.

¿Y saben qué? Paco hizo bien en no embarcarse en la incierta aventura de conquistar el mundo. Una vez que superó las pruebas que se impuso —los recintos sacrosantos tipo el Teatro Real, el sexteto, el Concierto de Aranjuez, los hermanos guitarreros— dio prioridad a la familia, a la simple maravilla de vivir con la satisfacción del deber cumplido.

Pero, si hemos de ser egoístas, habría que concluir que también pudo tomar el otro camino. Una genuina carrera internacional le habría enfrentado con unos desafíos que, ay, no tenía ni en México ni en España. Aquí había alcanzado tal estatus de mito viviente que nadie decía ni una palabra cuando prolongaba su dolce far niente o sacaba algún disco desangelado.

Resolvió su creciente prestigio internacional por el método menos doloroso: grabando cameos al lado de estrellas del pop, prestando su música para películas, racionando sus giras. Sabiendo, eso sí, a todo lo que había renunciado. En los últimos tiempos, Paco buscaba fotos que testimoniaran su amistoso encuentro con Andy Warhol: en los años setenta, el hierático artista —escoltado por su vistosa troupe— acudió a un concierto suyo en el Spanish Institute neoyorquino.

En esa misma velada, cuentan que otro vecino de Nueva York, el tío Sabicas, se encerró con Paco en el camerino para hablar de, tal vez, la transmisión de poderes. El viejo maestro tenía serias reservas pero era consciente que aquel algecireño venía a cambiar las reglas del juego para la guitarra solista. Para siempre.

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