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SILLÓN DE OREJAS

Crónica de la nada (hecha a retazos)

Las bibliotecas se encuentran amenazadas en muchos lugares por la falta de apoyo

Manuel Rodríguez Rivero
Ilustración de Max.

Escuché a doña Dolores de Cospedal, alias señora “de-ninguna-manera”, proclamar dramáticamente que “el PP o la nada” y al principio me quedé anonadado, pero enseguida me puse a considerar que tal vez el nihilismo se haya convertido en la opción política más razonable. La nada a la que se refería la secretaria general del más importante (por ahora) partido de la derecha es una Nada con mayúscula, una nada —si se me permite el oxímoron— ontológica, de esas que invitan a replantearse (como Leibniz, como Heidegger) por qué hay algo y no más bien nada. Y es que la nada anonada (o nadea) desde que Parménides nos dejó dicho que solo el ser es y el no-ser no es. Claro que quizás la secretaria general estaba actuando en la convención del PP como aquel camarero sartreano de El ser y la nada (1943) que interpretaba concienzudamente el papel de camarero —empeñándose con sospechoso ahínco en los gestos y tareas propias de su trabajo— con el fin de realizar su condición y cerrarle el paso a la angustia inherente al ser-para-sí, o, en el caso de la dama que me ocupa, a la ansiedad que provocan en su partido las pulsiones centrífugas que no cesan de manifestarse. Así que la secretaria general se limitó a interpretar eficazmente el papel de secretaria general y bla, bla, bla, aquí no pasa nada (“de-ninguna-manera”). Sea como fuere, el caso es que me da a mí que la señora de Cospedal poco tiene que ver con aquellas espléndidas y esforzadas liberales que quedan muy bien retratadas en Amazonas de la libertad (Marcial Pons), un ensayo de Juan Francisco Fuentes y Pilar Garí que se ocupa de una parte aún poco estudiada de la historia de las mujeres españolas: la que da cuenta de su resistencia y combate contra la monarquía absoluta, de su papel en las conspiraciones contra Fernando VII, y de las que Mariana Pineda constituye el más conocido ejemplo. Mujeres todas ellas luchadoras y valientes que frecuentaron la prisión y el exilio, y cuya azarosa existencia nos muestra que —parafraseando a Virginia Woolf— no quisieron actuar como meros espejos “que poseían el poder mágico y delicioso de reflejar la figura del hombre al doble de su tamaño natural”, sino que supieron tomar en sus manos las riendas de su destino. Por eso mismo quiero imaginar que hoy se estarían manifestando contra el engendro legislativo del señor Gallardón. Por lo demás, es obligado reconocer que he tomado prestado (modificándolo) el título de este anonadado Sillón de Orejas a Juan Cruz Ruiz, cuya Crónica de la nada hecha pedazosfue publicada en 1973.

Bibliotecas

Paso una tarde casi  paradisiaca repantigado en mi sillón de orejas y salivando de placer mientras hojeo The Library: A World History (Chicago University Press, 75 dólares), un bellísimo monumento a las bibliotecas a cargo del arquitecto (e historiador) James Campbell y del fotógrafo Will Pryce. Se trata, simplificando, de una historia ilustrada de la evolución arquitectónica y técnica de los repositorios de libros y de las sucesivas adaptaciones que fueron experimentando para adaptarse a los nuevos soportes y necesidades. Campbell y Pryce se han fijado especialmente en el contexto bibliotecario anglófono, pero en cualquier caso su libro es una auténtica fiesta para los amantes de esas instituciones que hoy se encuentran amenazadas en muchos lugares por la falta de apoyo, la ignorancia del poder y otras enfermedades culturales contemporáneas: de ahí que los autores exploten la veta nostálgica, como de cosa en peligro de desaparecer. Y no es extraño: el libro me llega mientras continúa en Reino Unido la movilización de los bibliotecarios, que utilizan antiguos carteles (búsquese en Google “library poster flickr”) para protestar contra la precarización de sus centros y la peregrina idea, cada vez más extendida entre los conservadores, de que son los propios ciudadanos los que deberían asegurar los servicios públicos. Y también me entero de la inauguración (con bombo y platillo mediático) de la Bexar County Digital Library en San Antonio (Texas), una pequeña biblioteca tan diáfana como una tienda Apple que presume de no albergar ni un solo libro de papel y cuyos bibliotecarios parecen haber adoptado el mismo relajado código de vestimenta que los empleados de Steve Jobs, esa especie de uniformado antiuniforme que tiene tanto predicamento entre los empleados de las empresas tecnológicas. No sé: quizás sea un poco antiguo, pero a mí, como a Martin Eden, todavía me gustan las bibliotecas con libros reales (aunque no solo) y, sobre todo, profesionales reales, aunque reconozco que una de mis bibliotecarias favoritas sigue siendo Batgirl, la estupenda superheroína del cómic homónimo que trabaja durante el día como encargada de la biblioteca de Gotham City. Y me sigue pareciendo que los auténticos bibliotecarios son imprescindibles y utilísimos. Nada que ver los de ahora con aquellos viejos estereotipos que los convertían en seres alejados del mundo y de la realidad: ellos a menudo afeminados y tímidos —cuando no perversos asesinos—; ellas puritanas, solteronas o vírgenes avinagradas y siempre dispuestas a la censura, como esa inefable Irma Pince tan celosa de los libros que se guardan en la biblioteca de Hogwarts y que en la saga de Harry Potter —que tanto se ha leído, por cierto, en bibliotecas públicas— es comparada con un “buitre desnutrido”. A todos esos bibliotecarios les debemos siempre nuestro homenaje. Y que se vistan como les venga en gana, por Dios.

‘Delirium’

A pesar de mi mala memoria, conservo en un rincón de mi cerebro un montón de imágenes dispersas de la estupenda película de Billy Wilder Días sin huella (The Lost Weekend, 1945). La más terrorífica es la del delirium tremens del escritor dipsómano Don Birnam (Ray Milland), con el repugnante ratón que surge de una grieta en la pared y su ulterior combate con el murciélago que revolotea por el cuarto, todo ello subrayado por el inquietante y metálico sonido del theremín (escúchese en YouTube) empleado por la banda sonora de Miklós Rósza para reforzar los momentos críticos del filme. La película se ceñía bastante a la novela homónima de Charles (Reginald) Jackson (1903-1968) un viejo best seller de culto (otro oxímoron) que acaba de reeditar Alianza en su colección 13/20 con la misma traducción con que la había publicado Argos Vergara hace tres décadas. Leída hoy, sigue mostrando un pulso narrativo y una ambición literaria que va mucho más allá de su habitual consideración como muestra de esa especie de subgénero literario muy estadounidense en torno a los horrores de la thirsty muse (musa sedienta); y, de hecho, Don Birnam, un escritor cada vez más bloqueado por su adicción, es ese tipo de alcohólico para el que, en sus propias palabras, un trago es demasiado y cien demasiado poco. En todo caso, la novela se distancia de la película de Wilder en que, por más que en ambas tenga su papel la novia paciente y “salvadora”, en la primera queda bastante clara la homosexualidad latente del protagonista, otro trasunto autobiográfico (además del alcoholismo) de la del propio Jackson.

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