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Lo de Dani Rovira ha sido, literalmente, llegar y besar el santo. Cómico de largo recorrido en el circuito de monologuistas, eso no garantizaba su capacidad para inmortalizar un personaje carismático y perdurable en el cine. Tampoco estaba escrito en ninguna parte que de un tópico regional –el andaluz gracioso, de pelo engominado y jersey anudado a la cintura, muy señorito, pero, en el fondo, más humilde que un flamenquín- pudiese emerger una figura de carne y hueso, entrañable, contradictoria y con más capacidad para capear chascos sentimentales y contrariedades que un galán cómico de screwball comedy. “Ocho apellidos vascos” ha tenido la virtud de llegar en el momento oportuno y de gustar a espectadores situados en los más enfrentados sectores generacionales. Incluso quien pueda sostener que la película tiene menos gracia de lo que parece tendrá que reconocer que Rafa, el personaje encarnado por Rovira, es el verdadero corazón de la propuesta.
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