Territorio resbaladizo
En este recorrido de Mosterín entre la ciencia y la filosofía se revela una constante que señala la ciencia como la manera de comprender la realidad con menos ideología añadida
Ciencia y filosofía son dos formas vecinas de conocimiento que se encuentran en territorio resbaladizo. Pocos se mueven a gusto en esta región de alto riesgo a pesar de que casi nadie duda de su interés. Es lo primero que hay que agradecer a autores como Jesús Mosterín: su vocación para cabalgar esta frontera a horcajadas con una pierna a cada lado. La filosofía tira de la ciencia con preguntas y con reflexiones críticas sobre sus métodos e interpretaciones. La filosofía pregunta con sus porqués y la ciencia responde con sus cómos. No pocas veces un porqué filosófico trae un nuevo cómo de la ciencia. Ambas formas de conocimiento tienen la esperanza de comprender la realidad por lo que la ciencia también tiene un fuerte impacto en la reflexión filosófica. ¿Cómo es posible que a estas alturas la ciencia aún esté ausente en las Facultades de filosofía y que la filosofía no se presente en las de las ciencias experimentales? Se puede acabar la licenciatura en física sin haber oído hablar nunca de Hume o de Kant, de Descartes o de Spinoza, de Heidegger o de Wittgenstein, y se puede ser filósofo con el mismo conocimiento científico de la realidad que tenían Sócrates o Platón.
Existe un hilo delicadísimo que separa una teoría científica vigente de la creencia que uno pueda destilar de ella sobre la naturaleza de la realidad. Algunos científicos cruzan la línea sin avisar de que se han dejado la ciencia atrás. Una cuestión eterna es, por ejemplo, la del determinismo del mundo. ¿Es el azar un producto de nuestra ignorancia o un derecho intrínseco de la naturaleza? Científicos y filósofos se han expresado sin complejos sobre este profundo y escurridizo dilema. Descartes, Spinoza, Einstein, Popper, Bohr, Heisenberg o Prigogine, por ejemplo, no han tenido reparos en declararse deterministas o indeterministas sin preocuparse siempre por distinguir lo determinable de lo anticipable. La entrevista de Mosterín a Popper sobre el significado profundo de la física cuántica incluida en el volumen es un documento-joya, una genuina conversación en la que las preguntas de Mosterín se disparan desde la respuesta inmediatamente anterior del filósofo. Nunca he visto, por cierto, una conversación donde se comprenda mejor (y de primera mano) la controvertida opinión de Einstein sobre la naturaleza de la física cuántica. El comentario de Popper sobre la oscuridad del lenguaje de ciertos filósofos como Hegel o Heidegger tampoco tiene desperdicio.
En el recorrido de Mosterín entre la ciencia y la filosofía se revelan algunas constantes dignas de nuestra atención. La ciencia es, por método, la manera de comprender la realidad con menos ideología añadida, menos creencias previas. Sin embargo, en esta frágil frontera se cumple el aforismo de que las grietas de la ciencia se rellenan con pasta de ideología. Existen dos tendencias omnipresentes en la historia del pensamiento humano (el científico incluido) que Mosterín documenta e ilustra con solvencia: la teleología (un propósito cósmico, más o menos explícito, conduce el mundo hacia su destino) y el antropocentrismo (el sujeto de conocimiento está en el centro de todo lo que ocurre y desde allí observa el mundo). Newton con el movimiento de los cuerpos, Darwin con la evolución de las especies y Einstein por partida doble con la relatividad especial y la relatividad general dieron un gran salto en el conocimiento humano arrancando de la misma manera: el ser humano (el humán como le gusta decir a Mosterín) no es el origen ni el fin de absolutamente nada en el universo. La Tierra no está más en el centro del cosmos que cualquier otro cuerpo celeste, la especie humana es una más entre el resto de las especies y no hay observadores de privilegio en el universo: la física es la misma se mire la realidad como se mire. El principio antrópico es una idea que se refugia en la física después de que Darwin la barriera de la biología. Se puede compactar en la siguiente sentencia: “El mundo es necesariamente como es porque en él existen seres que se preguntan por qué es así”.
Muchos creyentes encuentran consuelo existencial en el principio antrópico. Pero como precisa Mosterín ni es un principio ni tiene nada de antrópico. Muchas mentes racionales en cambio dan la espalda al presunto principio para reafirmarse en la idea de que los árboles se caen en la selva aunque no haya nadie mirando para verlos caer. Lo más turbador es que físicos brillantísimos han coqueteado en algún momento con el principio antrópico como último recurso para escapar de algún atolladero. Es el caso de John Wheeler, Stephen Hawking, Martin Rees, Steven Weinberg o Alex Vileknin. Personalidades tan relevantes como Paul Dirac, Arthur Stanley Eddington o Edward Arthur Milne habían alentado previamente la fortuna del principio valorando extrañas coincidencias numéricas.
Y en un libro sobre ciencia y filosofía no podía faltar la propia filosofía de la ciencia. ¿Qué es ciencia y qué no lo es? A lo largo de la historia reciente de esta disciplina se suceden propuestas y refutaciones, pero siempre queda más claro lo que no hay que hacer que lo que sí hay que hacer. Los dos pensadores más influyentes y más debatidos (casualmente ambos físicos además de filósofos), Popper con su falsacionismo y Kuhn con sus paradigmas, ofrecen un buen contraste para invitarnos al gran debate pendiente: ¿existe un único método que sirva como criterio de demarcación de la ciencia?
Ciencia, filosofía y racionalidad. Jesús Mosterín. Gedisa. Barcelona, 2013. 360 páginas. 27,90 euros
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