Gracias, Armiñán
Practicaba un estilizado y satírico costumbrismo, con un fabuloso oído para el lenguaje de la calle
Estoy encantado con el anuncio de la concesión del Goya de Honor a Jaime de Armiñán porque reverencio su trabajo. Nos ha dado películas estupendas, pero creo que todavía no se le ha reconocido como merece su maestrazgo televisivo: para mí es el Paddy Chayefsky español. Desde los inicios en el paseo de la Habana, Armiñán deslumbró en el dificilísimo formato de media hora el equivalente del cuento corto, del esbozo que con unos pocos trazos y una situación retrataba vidas enteras. Practicaba un costumbrismo estilizado y satírico, con un fabuloso oído para el lenguaje de la calle (y de la oficina, y de la pensión, y del saloncito con mesa camilla), a la manera de lo que harían García Hortelano o Longares en novela, y con una ventana siempre abierta a la ensoñación y lo fantástico (ahí están sus Cuentos imposibles, del 84) y un amor absoluto por los cómicos y, sobre todo, las cómicas. De casta le venía: su abuela era Carmen Cobeña, y su madre Carmita Oliver. Esa impronta se advierte en su predilección por los repartos femeninos, en series tan insólitas para la época como Cuando ellas veranean y Galería de esposas (1960) o el díptico Mujeres solas y Chicas en la ciudad (1961), donde brillaron Amparo Baró, Margot Cottens o Alicia Hermida, línea que llega hasta Tres eran tres(72/73), para Amparo Soler Leal, Julieta Serrano y Emma Cohen. (Y Lola Gaos, y Charo López… ¿quién daba más?).
Yo le descubrí en algunos episodios de la última temporada de Confidencias (1965), su primer gran éxito, y luego en Tiempo y hora (65/67), donde tuvo a su disposición lo mejor de cada casa, con Antonio Ferrandis, Bódalo y las Gutiérrez Caba a la cabeza. En 1967 ya me convierto en armiñanófilo rotundo con Las doce caras de Juan, protagonizada por un arrasador Alberto Closas, y al año siguiente caigo de rodillas ante Fábulas, que contiene un doble regalo: Armiñán “rescata” a Fernán-Gomez para televisión y lanza a las gloriosas Vainica Doble, a quienes encarga sintonía y canciones de esa serie y de su continuación, Del dicho al hecho (71/72). Me temo que tanto Fábulas como Del dicho al hecho no llegaron a editarse en vídeo: alguien se ganaría el cielo recuperándolas. Gracias a Antonio Trashorras y su añorado Álbum TV de Canal Plus, hará unos años pude ver de nuevo Suspiros de España (74/75), donde Ferrandis e Irene Gutiérrez Caba en la cima de sus talentos interpretaban cada semana a una pareja distinta, y volvió a deslumbrarme.
Concentrado en su carrera cinematográfica, Armiñán no regresa a televisión hasta mediados de los ochenta, con los ya citados Cuentos imposibles, de los que surgirá, como una rama que se convierte en árbol, el bombazo de Juncal (1989): Rabal y El Brujo estaban eminentes, pero también intérpretes hoy un tanto olvidados como Manuel Zarzo y Carmen de la Maza, liderando un reparto irrepetible.
No tuvo tanto éxito (tristemente, porque lo merecía) su despedida del medio, Una gloria nacional (1993), el más hermoso homenaje a los cómicos que, junto con El viaje a ninguna parte, de Fernán-Gómez, se ha hecho en este país: de nuevo Rabal, que en la estela picaresca de Juncal interpretaba a Mario Chacón, una vieja figura de la escena, rodeado, ahí es nada, de Analía Gadé, Rafael Alonso, Ovidi Montllor, Juan Luis Galiardo y Fernando Guillén (ah, y Asunción Balaguer en un insólito rol espectral). En mi recuerdo, Una gloria nacional se editó en vídeo, en la colección Grandes series de TVE, pero dudo mucho que hoy se encuentre. También sería muy de agradecer la reedición de La dulce España, las memorias que Armiñán publicó en 2000, en Tusquets. Gracias por todo eso, maestro.
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