Nombres
Anatolio ha sacado una nota media de 9,95 en selectividad. Se supone que le perseguirán las universidades privadas y las empresas que rastrean talentos precoces
Hay que poseer demasiada seguridad en uno mismo para llevar con naturalidad determinados nombres. Resulta transparente que puede marcarte. Sobre todo en el colegio, con la enorme crueldad que pueden manifestar los niños ante los defectos físicos, las carencias, los nombres exóticos. Recuerdo el afilado jolgorio que se montó en el internado de mi colegio de infancia y adolescencia cuando llegó un niño que se llamaba Napoleón. En mi caso, todavía me sonrojo cuando constato en mi carné de identidad que me llamo Carlos Alberto, nombre compuesto con inequívoco y ancestral aroma a fotonovela y a culebrón sudamericano. En las salas de espera hay veces que me pongo a silbar o miro para otro lado cuando requieren mi presencia voceando esos dos nombres. Con mi apellido nunca he tenido problemas, aunque un individuo que me repelía y que me puso una querella, llamado Jesús Gil, demostrara su elegancia mental y su sofisticada capacidad para el insulto contando sobre mi persona en la tele: “Si el apellido lo dice todo, si se llama Bollera”.
Veo la fotografía de un chaval llamado Anatolio. Tiene la mirada pícara, lleva un arito en el lóbulo, nada en su imagen puede asociarse a la imagen convencional del empollón, de aquel arquetipo que hace tiempo etiquetaban como “el repelente niño Vicente”. Aclaro que el niño más gracioso, listo y natural que conozco se llama Vicente y es mi ahijado. El tal Anatolio ha sacado una nota media de 9,95 (no sé si se le regatean el 10 por mezquindad o porque la perfección no es humana) en bachillerato y selectividad. Se supone que le perseguirán las universidades privadas y las empresas que rastrean talentos precoces. Pero este crío es el Espartaco de la enseñanza pública. “Podemos ser héroes solo por un día” cantaba Bowie. Este es el mío. Y me va a durar más de un día.
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