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PURO TEATRO

Bailando bajo las bombas

Función desigual con grandes momentos de 'Barcelona', ambientada en los bombardeos de 1938 Dirigida por Pere Riera, sobresalen los trabajos de Emma Vilarasau, Míriam Iscla y Pepa López

Marcos Ordóñez
Míriam Iscla, izquierda, y Emma Vilarasau, en una escena de Barcelona.
Míriam Iscla, izquierda, y Emma Vilarasau, en una escena de Barcelona. David Ruano

Hay días que dan mucho de sí. En Barcelona, el creciente éxito del TNC (Teatre Nacional de Catalunya) barcelonés, que transcurre durante el 17 de marzo de 1938, el dramaturgo y director Pere Riera ha conseguido mechar una crónica de la vida cotidiana bajo los bombardeos fascistas con un debate ideológico, dos protagonistas femeninas que parecen salidas de una comedia de Coward, un puñado de bailes y canciones que bordean el musical, y un rosario de peripecias que en su último tercio decantan peligrosamente la trama (o gozosamente, según se mire) hacia los desaforados senderos del melodrama mexicano.

La acción transcurre en una mansión de la zona alta saqueada por la FAI, que ya acabó con el padre de la familia, un industrial progresista. Los Vila llevan dos años de duelo y penurias, a los que ahora se suman los inesperados y salvajes ataques de la aviación italiana. Los hombres de la casa son un viejo y un niño: el abuelo Joan (humanísimo Jordi Banacolocha), animoso y comprensivo pero cada día más cansado, y el nieto, Tinet (Carlos Cuevas, un tanto envarado), que quiere alistarse para marchar al frente. En la casa manda Núria (Míriam Iscla), la endurecida e imbatible viuda, secundada por la estupenda Nati (Pepa López), que se ocupa de la intendencia. Hay una hija adolescente, Victòria (Anna Moliner, discreta), personaje de tan relativo interés como su hermano pero, a cambio, revestida de un hondo misterio: cuesta discernir cómo ha logrado enamorarse del cenicísimo Ramon (Joan Carreras), de quien luego hablaremos. Sebastià Brosa, responsable de la escenografía de La Chunga, ha hecho aquí otro brillante trabajo; también merecen aplauso el vestuario de Georgina Viñolo y la luz de David Bofarull.

Barcelona no acaba de despegar hasta la mitad del primer acto, con el regreso de la arrolladora Elena (Emma Vilarasau), amiga íntima de Núria, que viene de París, donde ha triunfado como actriz, para (al parecer) celebrar el cumpleaños de Tinet. La intendenta Nati es un personaje muy sabio, muy bien dibujado, que Pepa López interpreta con maestría, pero Elena y Núria son el rotundo motor de la función. Núria rebosa amargura por todo lo que ha perdido y vive con una permanente coraza, pero tiene un ingenio a prueba de bombas (nunca mejor dicho), y Elena es un trueno centelleante y libérrimo que electrifica lo que toca. Los diálogos de ambas, picados y sarcásticos (“Reír es otra manera de enseñar los dientes”, dice Elena) echan chispas: están formidablemente escritos y, lo mejor, nos devuelven el espíritu de la ciudad abierta y cosmopolita que Sagarra describió en Vida privada. Hay una química sensacional entre las dos actrices: Emma Vilarasau deslumbra y Míriam Iscla atrapa y no suelta el papel de su vida.

El epílogo, una bomba sentimental de gran onda expansiva, pone cada noche en pie al público del Nacional

Tenemos a dos hombres “visitantes” y, para mi gusto, excesivamente opuestos, a un paso del maniqueísmo. Pep Planas está impecable como el pintor Simó, amigo de la familia y tan colado por Núria como por Elena, pero es que así se las ponían a Fernando Séptimo: es un tipo encantador, enamoradizo, sonriente, comprometido, sin una pega, el “héroe positivo” de las funciones de antes. A Joan Carreras, actor eminente, le toca pechar, en cambio, con el muy desagradecido personaje de Ramon, que acumula negritudes como quien atesora bonos basura: resentido, derrotista, presto a pasarse al otro bando (ese bigote es muy sospechoso), con frases trilladísimas (en una obra sobre la guerra civil deberían estar prohibidas las referencias a Caín y Abel) y una ida de olla que hay que verla para creerla.

En la primera parte relumbran dos “escenas servidas”: el momentazo en que Elena se lanza a representar (en francés) un pasaje de la Fedra de Racine, salpimentado de recuerdos de su vida parisina (la Vilarasau está que se sale, pero el fragmento es un poco largo) y la clausura del acto, cuando empieza el bombardeo y la familia, liderada por el abuelo, aguanta a pie firme, cantando a coro La santa espina. Está un pelo forzada esa escena. Riera la ha calzado muy bien argumentalmente, porque viene justo después de un bonito parlamento del abuelo evocando la Barcelona de preguerra, sus aromas, sus colores, todo lo que está yéndose al infierno. La santa espina es un himno en Cataluña y emociona muchísimo (a mí me emociona hasta escuchada en un ascensor). Emociona tanto que quizás por eso hubiera quedado mejor una canción más neutra, no tan “de efecto seguro”, pero en fin: a todos nos encantan esas obras inglesas en las que cantan en grupo Keep the homefires burning durante el “blitzkrieg”. Hablando de música: hay mucha. Se baila y se canta un montón. Hay escenas en las que queda muy claro que la música les une y les ayuda a olvidar el horror, y otras en las que fatiga un poco, como cuando Victòria le canta a su hermano una canción escrita para él. La balada tiene corazón y al mismo tiempo me echa para atrás. Me parece que quintaesencia al personaje: más buena que el pan, pero marisabidilla hasta decir basta. Tampoco me convence cuando los hermanos intentan emular, sin suerte, a Josephine Baker y Jacques Pills en Ram Pam Pam. Brotan con naturalidad, en cambio, el baile de Joan y Nati que abre la obra, o el cuplé Els focs artificials, una explosión de alegría de Elena y Victòria, o el tangazo (Por una cabeza) que cierra, a lo grande, la función.

La última parte, centrada en la fiesta de cumpleaños, tiene una cumbre, el tan esperado careo entre las dos amigas, donde surge todo lo que no se habían dicho desde que la guerra las separó, y dos problemas, uno de estructura y el otro de tono. El primero es una cierta sobredosis del clásico recurso “Ahora nos vamos al jardín para que podáis hablar a solas”. Lamento no poder pormenorizar el segundo, y me agradecerán que no lo haga. Su detonante (que me limitaré a llamar “el episodio del piano caníbal”) es tan pasmoso que me quito el sombrero ante la audacia de Pere Riera, pero convierte lo que pretendía ser un colofón trágico en dramón azteca, como decía al principio, aunque me malicio que a don Luis Buñuel le habría hecho salivar, porque Joan Carreras parece el hijo perdido de Arturo de Córdova. El epílogo, una verdadera bomba sentimental de gran onda expansiva, pone cada noche en pie al público del Nacional, que también aplaude el talento del dramaturgo y la entrega de los intérpretes.

Barcelona. Escrita y dirigida por Pere Riera. Intérpretes: Emma Vilarasau, Míriam Iscla, Pepa López y Jordi Banacolocha, entre otros. Teatre Nacional de Catalunya. Barcelona. Hasta el 22 de junio.

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