Una tarde para el dolor
Los toros de La Palmosilla derrocharon nobleza y se dejaron torear Lo que parecía un éxito seguro se convirtió en un pestiñazo
No se asusten. No ocurrió nada irreparable. Fue, eso sí, una tarde para el dolor, pero para el dolor de riñones, de espalda, de trasero; para el dolor del alma, porque no cabe mayor sufrimiento en dos horas de un espectáculo irrespirable. Menos mal que las corridas de toros no son así, porque no habría santo varón que aguantara semejante atentado a la sensibilidad. No tiene nombre; es que fue algo tan aburrido que hay que darse prisa en escribir porque el cerebro necesita resetear el disco duro de la mente para olvidar cuanto antes lo vivido. Es que ya no queda nada en el recuerdo. ¿Pero hubo corrida? Habíamos quedado en que no hubo tal cosa, porque, de lo contrario, habría desaparecido hace años.
Pero a ver quién nos quita ahora este dolor que nos martiriza, sin que nadie, ni los toreros ni la empresa, nos reconozcan los méritos de caídos por la fiesta. Porque hubo desmayos, seguro que los habría, pero no por el calor, sino por el hartazgo.
Y todo ello, además, envuelto en la incógnita. Si un ser humano cualquiera, el más convencional del mundo, es un misterio, qué no será un señor que se viste de luces, se presenta ante la cátedra más exigente, y se pone delante de dos toracos con el único fin de hacer méritos como artista, triunfar y erigirse en figura. Aunque parezca mentira, hay un misterio mayor: que tres toreros hechos y derechos hagan el paseíllo, se enfrenten a una corrida noble y sosona y pasen por Madrid como almas en pena, con una espantosa frialdad, como si aquella historia no fuera con ellos.
Porque hay más tomate: la ganadería de La Palmosilla es de altísima alcurnia. Fue creada con vacas y sementales de Juan Pedro Domecq y Núñez del Cuvillo, que es algo así como si se casa una marquesa guapa con un apuesto joven de familia más que bien. Y los niños, tan guapos como la noble madre y tan apuestos como el rico padre, vienen a este mundo como los toros, salvando las distancias, claro está: de bonita estampa, cuerpo gentil, andares de artista y comportamiento tan delicado como soso.
Dicho de otro modo, los toreros vinieron a Madrid con una ganga, de esas con las que todo el escalafón sueña en muchas noches en vela. Y lo que parecía un éxito seguro se tornó, mire usted por dónde, en uno de los pestiñazos más sonados de la temporada. Suerte tienen los tres; la suerte de que el olvido es el mejor medicamento contra el aburrimiento.
La corrida se dejó torear, no hizo un mal gesto y obedecía a los cites; cumplió en los caballos, acudió en banderillas y embistió una y otra vez en la muleta. Pero no ocurrió nada.
Será, quién sabe, el misterio de la torería. A las siete de la tarde, ni Curro Díaz, ni El Fandi ni David Galván estaban inspirados, lo cual es una faena, porque acaban de echar tierra abundante sobre sus carreras; o, al menos, sobre su prestigio.
Curro Díaz es torero de clase contrastada, y de ello dejó constancia al comienzo de la faena de muleta a su primero dejando volar el engaño al son de su sensibilidad. Pero ese fue el inicio y el final. Quiso acompañar el viaje del toro, se empeñó en ponerse bonito, fuera cacho, sin cruzarse nunca y su toreo se volvió mudo. El animal seguía embistiendo con nobleza, y sus muñecas quedaron paralizadas. Quiso apuntar alto en el otro, de menos calidad, y no consiguió más que aburrir. ¿Si un torero artista como Curro no triunfa con un toro como ese primero, cuándo piensa triunfar? Misterio.
¿Y David Galván, un chaval joven que vino a confirmar su alternativa y a buscar como loco contratos para su incipiente carrera? ¿Qué le pasó para que se le pusiera cara de jubilado y durmiera al respetable? Tiene buen porte el muchacho, pero solo con eso no se come en el toreo. Le pudo la frialdad, no manejó con inteligencia los tiempos y se mostró cansino. Algunos naturales de calidad dibujó en su primero, que lo volteó sin consecuencias y ya no fue capaz de enderezar la faena. Mucho menos dijo ante el sexto, de aparatosa cornamenta y soso comportamiento. Tras un pinchazo se derrumbó el animal y aquello ya fue el desastre.
Y El Fandi puso banderillas con desigual fortuna y dicen que dio capotazos y muletazos, pero este que lo es ya nos los recuerda.
Por cierto, cuatro turistas del sur de Brasil se disponían, muy simpáticas ellas, a ver su primera corrida de toros. Cuando el primer torero de la tarde montó la espada, se volvieron con caras de incredulidad y preguntaron: ¿Pero matan a los touros? Y volaron escaleras abajo escandalizadas. Esta vez, el acomodador no estuvo atento. O sí, solo que no sabría brasileiro. Fue, en verdad, lo único divertido de la insoportable tarde.
Babelia
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