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entrevista al músico brian eno

“No siento afecto por la industria”

Al hombre que entendió las máquinas cuando todo eran guitarras, al profeta de la revolución digital, le gusta cantar en una coral

Daniel Verdú

Resulta que al hombre que mejor entendió las máquinas cuando todo eran guitarras, al gran profeta de la revolución digital, lo que más le gusta es cantar en una coral. A capela. Cuando ya había diseñado a los Roxy Music más sintéticos y se había largado a Nueva York para sentar las bases de unos renovados Talking Heads, después de trabajar con Bowie o John Cale, disfrutaba escapándose a Brooklyn a cantar en un coro de gospel donde era el único blanco. Tiene que ver con la idea de rendirse, dice, de perder el control. También con una forma de entender la unidad del sonido y formar parte de él más allá del ego artístico. La quintaesencia de la música religiosa disfrutada con el fervor del ateo. Quizá por eso, Brian Eno (Woodbridge, Suffolk, 1948), en todas sus facetas creativas —productor de estrellas como U2 o Coldplay, artista visual, diseñador de aplicaciones sonoras (además de componer la melodía de arranque de Windows)—, es uno de los grandes arquitectos de la música de los últimos 40 años.

El estudio de grabación fue la revolución musical del siglo XX”

El trato reverencial con el que el viernes fue recibido en la Red Bull Music Academy de Nueva York —evento con el que la marca de bebidas energéticas forma y promociona nuevos talentos musicales— por 31 participantes de apenas 30 años fue un destello de la modernidad que proyecta este hombre menudo y rapado al cero que se niega a hablar del pasado bajo amenaza de dejarle a uno sin entrevista. Pero el futuro, los que le escuchaban, son músicos que quemaron hace tiempo sus instrumentos en una ceremonia de unos y ceros. El productor les importa hoy un pimiento. Ellos son el productor en el reino del hazlo tú mismo. “Hoy es muy difícil ser solo músico y no productor. Es revelador el cambio de naturaleza de la música. Lo llamamos igual que a lo que se hacía 150 años atrás, pero ya no es el mismo arte. Cuando empezaron las películas, enseguida vieron que no era teatro y lo llamaron cine. Era otra forma artística. Lamentablemente, como la música recibe el mismo nombre, pensamos que es lo mismo”, explica con cortante precisión en una entrevista milimetrada.

Hitos biográficos

Brian Peter George Eno nació en Suffolk en 1948.

Miembro fundador de Roxy Music, militó en la banda entre 1971 y 1973 y figura en los dos primeros discos.

En 1973 comenzó su carrera en solitario, que derivó hacia un estilo de electrónica bautizado con el término ambient music.

Entre 1975 y 1977 es parte fundamental en la Trilogía de Berlín de David Bowie, (Low, Heroes y Lodger).

Con la ayuda del ingeniero Daniel Lanois produce en 1984 The unforgettable fire, de U2, el disco que propulsa a los irlandeses al estrellato.

En los últimos años ha combinado el arte sonoro con la música y la producción.

Eno, un alarde de genio y sarcasmo británico, sitúa el punto de inflexión todavía no asumido en la irrupción de la música grabada. “La revolución tecnológica en el siglo XVIII fue la orquesta. La del siglo XX fue el estudio. Transformó la música en otra forma artística. Se convirtió en algo como la pintura: podías trabajar cada día un poco en ello. Sustrajo la música de su apartado temporal y la dejó sola en el espacio. Y la figura capaz de entender todo eso fue la del productor”. Una pieza clave de la industria musical, cuya democratización ilustra perfectamente la defunción del modelo discográfico tradicional. “Eso espero. No siento ningún afecto por ella ni me importa cómo termine”.

Internet ha consumado el crimen perfecto que ansiaba. O que no le disgusta. Sin embargo, la música actual, la de los ordenadores, adquiere a veces tics propios de un instrumento pensado originalmente como procesador de textos. Al final, se trata de la música de las máquinas de escribir y la evolución de sus comandos. A él le encanta reflexionar sobre este asunto. “Es algo muy serio. La facilidad del corta y pega, por ejemplo, ha hecho música como esa arquitectura de ahí [señala un edificio que se ve desde la ventana]. Haces un piso y luego el resto son iguales. El problema de esta tecnología es que terminas decantándote por la opción más fácil. En la época de las limitaciones, no podías hacer Control-Z [la función de deshacer], no había vuelta atrás. Eso aporta consciencia de lo que haces. Es bueno recordar lo bueno de la tecnología que se extingue”.

Y cómo hacer un buen disco? “Primero que sea algo nuevo, sin esa pátina de acabado y autotune [afinador digital] que envuelve todo el nuevo r’n’b. Luego necesitas un presupuesto bajo y una fecha de entrega. Un contexto. Hasta entonces, todo es un experimento”. Como las 2.809 piezas que permanecen inéditas en su disco duro.

No me gusta el mundo del arte y creo que tampoco yo le gusto a él”

Toda su teoría musical está suspendida de un análisis casi político. Como su desprecio por el free jazz. La improvisación le parece un acomodo inconsciente de los miembros del cuerpo que hacen sonar el instrumento en las posiciones físicamente más fáciles. Pura vagancia convertida en método musical. La música requiere normas. Lo mismo que el sonido de un bajo obtenido por ordenador proporciona una velocidad mayor, también resulta más artificial que unos dedos deslizándose por las pesadas cuerdas del instrumento. “Evidentemente no reniego de la tecnología. Solo digo que conviene recordar lo bueno que tenía aquello que dejamos atrás”. Todo grises. Como la demolición tan suya de la frontera entre alta cultura y cultura popular. Su trabajo va de Coldplay al museo. “No me gusta el mundo del arte. Tampoco creo que yo le guste a él. Creen que si algo le gusta a demasiada gente no es bueno. Una obra puede ser popular y magnífica”.

Le obsesiona la contingencia (especialmente la teoría al respecto del filósofo Richard Rorty) y la azarosa circunstancia por la cual las experiencias, artísticas y biográficas, adquieren valor. Como los precios del arte. O como 77 million paintings, la instalación que ayer mostró en Nueva York. Una variación audiovisual del modelo tradicional de música aleatoria encumbrado por John Cage. Una pieza que, como el nombre indica, proyecta esa cantidad de combinaciones posibles entre música e imagen. Una carambola, para entendernos. Como la que le hizo toparse en el metro de Londres a los 23 años con Andy Mackay, un antiguo compañero de la universidad de Reading que tocaba el saxofón y le introdujo en Roxy Music. La banda de la que ya no quiere oír hablar. El origen de su leyenda.

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Sobre la firma

Daniel Verdú
Nació en Barcelona pero aprendió el oficio en la sección de Madrid de EL PAÍS. Pasó por Cultura y Reportajes, cubrió atentados islamistas en Francia y la catástrofe de Fukushima. Fue corresponsal siete años en Italia y el Vaticano, donde vio caer cinco gobiernos y convivir a dos papas. Corresponsal en París. Los martes firma una columna en Deportes

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