Un ‘indie’ bolchevique
Se trata de la más asombrosa serie de discos editados por una figura mayor. Entre 1980 y 1981, Robert Wyatt publicó cuatro singles muy marcianos en la independiente Rough Trade, más tarde reunidos en el elepé Nothing can stop us. El primero, cantado en español, combinaba a Violeta Parra (Arauco) con Carlos Puebla (Caimanera). Otro yuxtaponía un tema del grupo Chic (At last I am free) con la famosa denuncia de los linchamientos sureños (Strange fruit). Es el tercero el que nos interesa: el llamado disco estalinista.
Estos singles bordeaban la legalidad. En 1973, Wyatt sufrió una caída en una fiesta alcohólica y quedó reducido a una silla de ruedas, destino brutal para quien había sido baterista de Soft Machine y Matching Mole (y gran juerguista). Al año siguiente, fichaba para la emergente Virgin Records. Fue una relación paternalista: Virgin pagaba una cantidad fija (40 libras semanales) al músico y le permitía libertad expresiva. Hasta que, en 1977, Virgin contrató a los Sex Pistols y se quitó el disfraz de benévola compañía jipi. Como tantos, Wyatt descubrió que el compromiso esencial de Richard Branson era con el negocio, no con la música.
Wyatt quería romper pero en Virgin recordaron que todavía les debía unos álbumes. En conversación con Geoff Travis, el visionario de Rough Trade, apostó por grabar singles, formato que parecía no estar cubierto por el contrato de Branson. Había incertidumbre por parte de Wyatt: como otros músicos de su generación, creía estar estigmatizado por la quinta del punk: “Después de 10 años de pelos largos y solos largos, venía la era de los pelos cortos y los solos cortos”.
Pero había caído en una empresa única. Rough Trade funcionaba como una cooperativa y todos, de Travis al último chico del almacén, cobraban lo mismo. Muy políticamente correctos, se la cogían con papel de fumar: fieles al boicot cultural del régimen del apartheid, se negaron a distribuir las recopilaciones del sello Earthworks, que mostraban la explosiva creatividad de los townships sudafricanos (curiosamente, los discos terminaron en Virgin e hicieron lo suyo por acercarnos a la realidad de Soweto).
No se registró tanta polémica cuando Wyatt grabó solo, doblando voces, su versión de un tema olvidado de 1943. Ese año, para contribuir al esfuerzo bélico de los aliados, el grupo Golden Gate Jubilee Quartet lanzó Stalin wasn’t stallin’. Usando referentes propios de los spirituals —Dios, el Diablo, Adán— se nos explicaba que Stalin no se andaba con rodeos. Que el Oso Ruso peleaba sin cuartel con el Führer.
En una típica pirueta, Wyatt decidió además que el disco no incluiría instrumentación: la cara B es el poeta Peter Blackman leyendo a palo seco Stanlingrad, retrato de la admiración mundial ante la titánica lucha a muerte del Ejército Rojo contra la Wehrmacht en las orillas del Volga.
Hubo gruñidos de descontento. Del contingente trotskista y de críticos liberales como Greil Marcus: ¿cómo era posible que compañía tan modélica como Rough Trade exaltara la memoria del (posiblemente) mayor asesino del siglo XX? Wyatt se escudó en la historia militar: según la cultura popular occidental, fueron británicos y estadounidenses los que acabaron con el nazismo. En realidad, el Tercer Reich fue aniquilado en el Este de Europa. Citaba al historiador A. J. P. Taylor: “Desde el momento en que los rusos entraron en guerra, tuvieron que luchar la mayor parte del tiempo con las cuatro quintas partes del Ejército alemán”.
No hace falta recordar el comportamiento monstruoso de Stalin antes, durante y después de la II Guerra Mundial. En el fragor del conflicto, tal vez tenía sentido propagandístico focalizar en su figura la resistencia al nazismo, pero el disco salió en 1981. Cierto que Wyatt era miembro del Partido Comunista de la Gran Bretaña y que se alineaba con la vieja guardia, enfrentada a los eurocomunistas.
Rough Trade y Wyatt mantuvieron una relación productiva. Aunque Travis rechazó su versión de La internacional, sí editó su The red flag, el himno extroficial del Partido Laborista. Wyatt se ha convertido en el fetiche del movimiento indie británico más concienciado, con discos en Hannibal o —en la actualidad— Domino. Y no es el único nostálgico del estalinismo, como se puede comprobar en la Red.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.