Él era basura blanca
Como el monstruo del Lago Ness, resucita regularmente. Me refiero a la acusación de que Elvis era un racista redomado. El bulo suele repuntar cuando erupciona la música negra más peleona. Por ejemplo, con Living Colour y su reivindicación de la negritud del rock. O en los arrebatos de Chuck D (Public Enemy), hombre inteligente, pero dado a la demagogia.
La persistencia del rumor explica que la diva Mary J. Blige se sintiera incómoda cuando el canal VH-1 le pidió que interpretara un tema identificado con Elvis, Blue suede shoes. En 2002, Blige explicaba que “tuve que rezar ya que Elvis era un racista. Pero se trataba solo de una canción, yo no ondeaba la bandera de Elvis aquel día”.
Ahora, con la revalorización de la black music, se vuelve al tópico. El año pasado, la revista Enlace Funk publicaba una estupenda crónica del viaje de unos aficionados españoles a Memphis y alrededores. En un momento, se empeñaban en jurar que no se acercaron a los lugares relacionados con el Rey. Imagino que no es su caso pero se está implantado entre nosotros una mitología curiosa. Y un poco tóxica. Todos los cantantes de soul se transforman ahora en bravos luchadores por los derechos civiles de la minoría, una medalla que algunos no se merecen y otros no necesitan (¿qué otra cosa podían hacer? ¿Militar en el Ku Klux Klan?). Aparte, se simplifica la enrevesada historia de la música estadounidense al reducirla a un saqueo continuado del arte negro.
Y el Atila es Elvis. Curiosamente, hasta medios respetables le recibieron en 1956 con hostilidad, por moverse y cantar como un negro. Y algo de negro había, no solo por sus manierismos bajo los focos. En el sur de Estados Unidos funcionan las castas; en Tupelo o en Memphis todavía te cuentan que los Presley pertenecían a la white trash.
La basura blanca estaba en la base de la pirámide, unos centímetros por encima de los negros. Se les distinguía por vivir de alquiler, recurrir a los servicios sociales, no contar con empleo estable y, ay, el estigma de la cárcel: el padre, Vernon Presley, había pasado ocho meses en una terrible institución penitenciaria a raíz de falsificar un talón por la fastuosa suma de... cuatro dólares.
En los cincuenta, circuló por los barrios negros que Elvis era un típico good ol’ boy sureño, tirando a racista. Esa difamación no colaba en Memphis, donde se sabía que un despreocupado Presley violaba reglas de la segregación, al acudir —por ejemplo— al parque de atracciones local en fechas reservadas para “gente de color”.
Elvis escuchaba a artistas de rhythm and blues y lo contaba ante periodistas que ni reconocían los nombres: citaba como inspiradores a Fats Domino, Arthur Crudup, Bill Kenny. La prensa negra de Memphis celebraba que apareciera para saludar en los conciertos anuales de WDIA, la emisora para la comunidad afroamericana. Allí daba las gracias “por las enseñanzas” a B.B. King o Ray Charles. Un detalle: entre las jóvenes de color allí presentes, Elvis producía más fervor que sus propias estrellas. Chuck D y demás críticos tendrían dificultades para asumir ese entusiasmo de sus ancestros; Elvis funcionó brevemente como una fuerza unificadora en lo social.
Tampoco conviene convertirlo en el Gran Emancipador, nuevo Abraham Lincoln de los cincuenta. Simplemente, al popularizar lo que se convino en etiquetar rock and roll, legitimó lo que anteriormente se llamaba rhythm and blues y se comercializaba exclusivamente entre los negros. Pero no era su único palo: en su caldera cabía el country & western de Hank Williams, el pop de Dean Martin, los spirituals de las iglesias blancas y negras.
Elvis no hablaba públicamente de política y no se significó en las batallas contra el racismo institucionalizado. Pertenecía a ese sector de los sureños blancos que convivían, que aceptaban una discriminación que posiblemente creían impresentable. Por su parte, él traspasaba las barreras del color cuando acudía a Beale Street, corazón del Memphis negro, para comprar ropa chillona o escuchar actuaciones.
Y en 1968, grabó una canción que podría aplaudir cualquier liberal: In the ghetto, situada en Chicago, lamentaba el círculo vicioso de familia rota-pobreza-delito-muerte que caracteriza algunas zonas negras. Asombrosos años sesenta: hasta la encarnación del sueño americano se transformó, brevemente, en un dolorido cantante de denuncia.
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