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IDA Y VUELTA

Caras de viaje

El autor recorre con prisa entusiasta los callejones, las terrazas y algunos subsuelos de Jerusalén

Antonio Muñoz Molina
Judíos ortodoxos rezan ante el Muro en Jerusalén.
Judíos ortodoxos rezan ante el Muro en Jerusalén. Marko Djurica/ Reuters

En el vuelo larguísimo hacia Jerusalén viajo rodeado por ultraortodoxos. Cuando se apagan las luces en esas noches inducidas y eternas del avión en las que yo nunca puedo dormirme algunos encienden las luces pequeñas de lectura y murmuran rezos no sé si en hebreo o en yiddish pasando las páginas de libracos tan arcaicos como sus barbazas de patriarcas o como esos chales blancos y negros con los que cuando se levanten para las oraciones del amanecer se cubrirán las cabezas. Alguno de ellos, en vez de un libro encuadernado en cuero y muy manoseado, usa un iPad para las lecturas y los rezos. En la oscuridad de la cabina, con un fondo de ronquidos y de cuerpos que se revuelven en la incomodidad de los asientos, uno de estos patriarcas insomnes se inclina estudiosamente sobre la pantalla del iPad. Su claridad le ilumina desde abajo la cara barbuda y parece uno de esos viejos profetas judíos en un retrato tenebrista de Rembrandt.

Entro al restaurante donde nos hemos citado y veo la cara sonriente de Aharon Appelfeld. Appelfeld es uno de esos viejos menudos de cara redonda a los que la edad les acentúa los rasgos infantiles que nunca llegaron a perder. Cuando se quita la gorra de visera azul su calva es más completa que hace diez años, pero las gafas grandes son las mismas, y la mirada lúcida y cordial. Nos conocimos en Nápoles en 2003 y nos hicimos instantáneamente amigos. Ahora echamos las cuentas de todo el tiempo que ha pasado y nos parece mentira que se fuera tan rápido, y que hayamos tardado tanto en encontrarnos de nuevo. Con un gesto discreto me pasa el sobre en el que me ha traído su última novela publicada en español, Flores de sombra, que ha traducido Raquel García Lozano, y que edita Galaxia Gutenberg. En las novelas de Aharon Appelfeld el tiempo tiene muchas veces una cualidad estática más propia de la poesía que de la narrativa; no porque sean lentas, ni premiosas, sino porque suelen situarse en la temporalidad edénica de la infancia, en el presente de un niño invocado por un hombre mayor que sin embargo no ha perdido la intuición de esa vida en suspenso, sin porvenir ni pasado, que dura hasta los siete o los ocho años. Toda la obra narrativa y memorial de Appelfeld viene de esa niñez y de su quiebro trágico con la llegada de la guerra. Pero hasta la guerra, la desgracia, el desamparo del niño despojado de sus padres, quedan envueltos en una luz intemporal de cuento: el niño perdido en el bosque, salvado por la misericordia de los animales y de los bandidos.

Bárbara me guía con una prisa entusiasta por los callejones, las terrazas, algunos subsuelos de Jerusalén. Bárbara es arqueóloga especializada en la Edad del Bronce y al mismo tiempo que cuenta sus excavaciones de ciudades borradas en el desierto revela una propensión arqueológica y novelesca por los pasadizos, las zanjas que revelan losas enormes de calzadas romanas, las escaleras que nadie más que ella parece conocer y que descienden por peldaños de piedra cada vez más húmedos y resbaladizos a cavernas encantadas. Bárbara es enjuta, afilada, enérgica, muy morena de pelo y de piel, con todo el sol de la intemperie polvorienta de sus excavaciones, con unas botas como de montañera con las que trepa velozmente por calles empedradas y por escaleras estrechas que arrancan de una verja en un portal a oscuras y terminan en una inesperada cafetería austrohúngara o en una terraza desde la que se ve desde muy cerca el oro deslumbrante de la Cúpula de la Roca, y más lejos, entre la niebla de polvo de cal, un paisaje de colina interrumpido por la larga cicatriz ominosa del Muro. En la imaginación de Bárbara y en sus relatos las épocas remotas de sus excavaciones suceden con la misma urgencia que los hechos políticos y militares del presente. En un paisaje como éste, con su vegetación austera y sus barrancos de piedra ósea, una diferencia de varios miles de años es un detalle secundario. El muro cruento de hormigón con sus torres de vigilancia seguirá siendo una ruina indeleble al cabo de milenios. En la ciudad que ha estado excavando, Bárbara vio un ara de basalto resquebrajada por el calor de un incendio que probablemente provocaron los saqueadores de un ejército invasor. De una masacre de hace cinco o seis mil años queda un estrato de ánforas despedazadas y una viga enorme que no llegó a carbonizarse del todo y que perteneció a una techumbre derrumbada durante el incendio de un almacén o un palacio.

Zeruya Shalev tiene una cara a la vez seria y amable, el pelo largo y lacio a los lados. Su calma es el reverso de la prisa de Bárbara. Son amigas porque el hijo de una y la hija de la otra, de alrededor de cinco años, se conocieron en los columpios y se enamoraron a primera vista, y ya se han jurado que vivirán siempre juntos. Hace nueve años, Zeruya Shalev volvía una mañana de dejar en la escuela infantil a su hijo mayor y el autobús que hacía el trayecto de su calle reventó de una explosión muy cerca de ella. Abrió los ojos tirada en la acera y descubrió que no podía moverse y que la calle soleada y familiar de unos segundos antes era una devastación de cristales rotos, metales retorcidos y cuerpos humanos despedazados. El café cercano donde me cuenta estas cosas con detalles precisos y amortiguada pesadumbre, con el asombro duradero de los que han sobrevivido, también fue destruido por la bomba que llevaba escondida bajo la ropa un terrorista suicida. Zeruya Shalev es novelista, pero en todos estos años el atentado no había aparecido en las cosas que escribía. No porque se propusiera no mencionarlo, ni porque lo intentara y no supiera cómo. Hace muy poco empezó a escribir algo, a tantear una historia, y de manera inesperada la mañana de la explosión se abrió paso en ella. La experiencia puede tardar mucho tiempo en convertirse en relato, y no se sabe por qué caminos inconscientes se va filtrando hasta surgir transformada, no de golpe, al principio, sino como un goteo, como se filtra el agua en esa cisterna horadada en la roca calcárea que Bárbara me llevó a conocer la otra tarde, en una de nuestras subidas y bajadas entre los tejados y el subsuelo de Jerusalén.

Las caras del viaje: caras humanas desconocidas o reconocidas y caras en el sentido de facetas. Hacen falta guías adecuados que le muestren a uno las otras caras de las cosas. Hubiera querido tener tiempo para ir con Bárbara a esa escuela en la que se educan juntos niños judíos y palestinos o para acompañarla a ella o alguno de los periodistas o los diplomáticos que se ofrecieron a guiarme por los territorios ocupados. Me acuerdo de la gran cisterna natural, la laguna abovedada bajo la capilla de los monjes etíopes, el silencio de pozo después de la bulla de los callejones turísticos, la resonancia cóncava de las gotas de agua.

www.antoniomuñozmolina.es

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