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Veredicto a medianoche

'El crítico', de Juan Mayorga, devuelve a la escena a Juanjo Puigcorbé enfrentado a Pere Ponce, ambos en plenitud de facultades. Poderoso teatro de ideas sobre el maestrazgo y la necesidad del arte

Marcos Ordóñez
Juanjo Puigcorbé (a la derecha) y Pere Ponce, en 'El crítico'.
Juanjo Puigcorbé (a la derecha) y Pere Ponce, en 'El crítico'.Kiko Huesca / Efe

El crítico, de Juan Mayorga, en el Marquina, bien podría ser una pieza francesa de la vieja escuela, a caballo entre Sacha Guitry y Eric-Emmanuel Schmitt. Y Volodia, el personaje del título, un trasunto del misantrópico y aristocrático (“aristócrata del espíritu”) Paul Léautaud, que firmó cientos de memorables críticas teatrales en el Mercure y en la Nouvelle Revue Française con el nombre de guerra, nunca mejor dicho, de Maurice Boissard: hay en el decorado, incluso, un retrato de Stendhal, su gran pasión, y a ratos creí escuchar los ladridos y maullidos imaginarios de las decenas de perros y gatos que habitaban con él en la casa del 24 de la Rue Guérard, en Fontenay-aux-Roses. Resuena otro eco, más próximo y no sé si deliberado: Juanjo Puigcorbé, que vuelve a escena tras veintitantos años de ausencia, hace pensar (grandón, el cabello rubio peinado hacia atrás, la elegancia, los andares lentos) en Eduardo Haro Tecglen.

Quizás el principal escollo de todo ese pasaje sea su duración: no vendría mal un tajo o una condensación.

Una noche, tras el estreno de su nueva comedia, el autor Scarpa (Pere Ponce) irrumpe en el estudio de Volodia. Tiene el público a sus pies pero necesita la aprobación de ese crítico que ha sido el espejo de su teatro desde que, en una primera, lejana reseña, “fue feroz conmigo, pero vio en la obra lo que nadie, ni yo, había visto”. Y le pide asistir a su propia representación: ser espectador único de la escritura de su veredicto.

Como era de esperar, Juan Mayorga escapa de los clichés previsibles. Ni Volodia es un crítico taimado y venenoso a lo Addison de Witt, ni Scarpa es el tópico autor de éxito, ensoberbecido y filisteo. Los dos son inteligentes, apasionados, enamorados de su oficio, ardorosamente románticos. Volodia se la sigue jugando a cada escrito, porque sabe que “un crítico se mide por sus apuestas”, y vive como un sacerdocio su voluntad de detectar lo inauténtico. “Del teatro espero la verdad”, afirma, y postula “un teatro para el hombre y su misterio, un teatro que nos proteja del vacío y de los dioses, un teatro que nos ayude a resistir”. Hijo de una taquillera y un acomodador, guarda como un talismán, hermosa imagen, un fragmento del telón rojo del Metropol, el lugar donde le fue inoculado el virus. Es certero en sus apreciaciones (“el signo de nuestro tiempo es sentimentalismo sin compasión”, un mot d’esprit que Anouilh hubiera firmado), y no menos certero es Scarpa cuando defiende su propia obra o cuando declara: “El dolor tiene un prestigio inmerecido. Yo nunca me alistaré en el Ejército de Artistas para Extender el Asco hacia el Mundo. La desesperación no es más bella ni más inteligente que la esperanza”.

Como era de esperar, Juan Mayorga escapa de los clichés previsibles.

¿Teatro “de ideas”? Pues sí. Una expresión “antigua”, que hace arrugar más de una ceja: el teatro, nos dicen, no se hace con ideas sino con situaciones, con acción dramática. Paradójicamente (o tal vez no), la verdadera acción dramática de la obra parece estar justamente en el debate, porque son ideas poderosas e inflamadas, y cuando el debate da paso a “lo argumental” (la exposición de la obra dentro de la obra y, sobre todo, el giro de su último tercio) resulta mucho menos interesante. La estampa boxística de la función de Scarpa tiene algo de sopa recalentada, y su metáfora (el pugilato entre ambos) es redundante. Resulta, a mis ojos, infinitamente más sugestiva la discusión que sobre ella se organiza: de nuevo, pues, teatro de ideas. Aunque quizás el principal escollo de todo ese pasaje sea su duración: no vendría mal un tajo o una condensación.

En la pieza del entrenador y su pupilo hay una mujer. “Ojalá esa mujer nunca hubiera entrado en escena”, dice Volodia. No me cuesta darle la razón a mi colega, aunque no toda. El monólogo de la mujer, interpretado por Scarpa, es bello y poético: parece escrito por Bulgákov. El problema es la mujer “real”, y me permitirán que no me explaye al respecto: huele a carta sacada de la manga (tanto por Scarpa como por Mayorga), a pirueta inorgánica; tiene un lirismo un tanto forzado, que roza la cursilería y la inverosimilitud. También contribuye a esa sensación algún toque relamido de la puesta, como el cielo abierto y la lluvia de papelitos de la escena final, una de las escasas pegas de la minuciosa dirección que firma Juan José Afonso.

Los dos personajes son inteligentes, apasionados, enamorados de su oficio, ardorosamente románticos

Puigcorbé y Ponce vuelan a gran altura. Un Puigcorbé pletórico, de nítida elocución, instantáneamente persuasivo, que coloca de maravilla, que se adueña del escenario desde que lo pisa, que se hace escuchar y, aún más difícil, escucha con toda su atención, aunque el personaje afecte desinterés; un Puigcorbé que a ratos me recordaba a Pablo Sanz, en lo bueno y en lo menos bueno, en el lado soñador, de ojos febriles y palabra encendida, y en la impostación de ciertos momentos: le sobran algunas poses declamatorias, de barbilla erguida y mirada al horizonte, quizás porque en el texto de Mayorga hay, de igual modo, caídas en la pomposidad, avisos de sentencia importante. No me convenció Ponce al principio. Parece, en su entrada y durante un rato, un loco peligroso, un loco de película, hablando de honra y de muerte y tirando de tizona: cuesta un poco creer que Volodia le haya franqueado el paso, como se hace con los vampiros, y no me tomaría yo una copa de esa botella ni aquejado de extrema privación alcohólica. Por suerte, la agitación se reserva luego para el debate, cuando Scarpa le muestra a Volodia lo que cree que debería haber visto en su obra. Ponce narra formidablemente el combate: lo actúa con todo su cuerpo, lo revive en escena. Y todavía queda un momento muy arriesgado, muy valiente y muy bien resuelto: Ponce da voz a la mujer de la obra y su único “signo de encarnación”, para decirlo a la moderna, es descalzarse, como hace el personaje. Puigcorbé está conmovedor cuando evoca, casi tartamudeando por la emoción, su papel de Svengali, de “modelador” de la carrera de Scarpa. Ahí, de nuevo, el mano a mano entre los dos actores tiene mucha verdad y mucho voltaje. Lástima que, en ese último tercio, como decía, nos veamos obligados a comulgar con la rueda de molino de una obsesión que roza la psicopatía y que más parece una “idea de guion” que una verdad humana convincente. Pese a los peros citados, El crítico es la obra de un autor que, como sus personajes, adora el teatro y a él rinde servicio. Una obra sobre la necesidad de los maestros (faceta “enemigos íntimos”) pero, por encima de todo, sobre la necesidad del arte. Una obra de la que nos acabamos llevando a casa su mucha verdad y su mucho corazón.

El crítico. De Juan Mayorga. Dirección de Juan José Afonso. Intérpretes: Juanjo Puigcorbé y Pere Ponce. Teatro Marquina. Madrid. Hasta el 13 de marzo.

blogs.elpais.com/bulevares-perifericos/

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