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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Chicago

Juan Cruz

Hay tiempos en que todo parece que sucede en Chicago, y no en los años 20 de Chicago, ni en los tiempos más actuales en que ocurre Boss, la serie cuya segunda temporada arrancó este martes en Canal +. Chicago es un síntoma y un símbolo que recorre el espinazo del siglo XX, se adentra en el XXI y es un monumento oscuro en la historia de la corrupción. Boardwalk Empire, también en Canal +, ocurre en Atlantic City, la ciudad que hicieron famosa Louis Malle, Burt Lancaster y aquellos limones con los que Susan Sarandon se quitaba el olor. Pasa en Atlantic City pero también parece que sucede en Chicago. Como Boss.

Boss te agarra a la silla porque habla de este tiempo en cualquier parte. En España, en Italia, en Rusia, donde quiera que mires hay un boss como el personaje sin escrúpulos que encarna en la pantalla Kelsey Grammer. Ese alcalde perverso, capaz de vender a su hija para mejorar su imagen, es la personificación del que hace la política para beneficio propio, de su ego o del grupo mafioso al que representa. No habla de Chicago, aunque los paisajes monstruosos —eso se dice en la serie— que constituyen su escenario sean los de la ciudad de Saul Bellow. Ni habla de Estados Unidos, donde la televisión se atreve a meter el dedo en sus llagas. Habla de la corrupción como método habitual de justificar en la política las leyes a las que Maquiavelo les dio literatura.

El final de la primera parte de la serie, que vimos el último sábado, fue el crescendo de una interpretación extraordinaria, la de la sombra del alcalde, Ezra Stone, Stoney, como lo llama el boss. En esa sombra sobre la que camina, este hombre oscuro y vigilante es el que organiza, por orden del alcalde, la corrupción que ampara sus prácticas mafiosas, pero al mismo tiempo urde la conspiración contra él. Es una perversión maquiavélica que se resuelve en favores inconfesables, en dádivas tumultuosas, en aprovechamientos mutuos que no tienen otro fin que el disfrute del poder (y del poder del dinero) y el olvido del interés público, que existe solo como tapadera del infierno.

Sobrecoge ver tan de cerca, en esta simbología, todo lo que nos pasa a diario, todo lo que sucede y alcanza tantas veces la notoriedad de lo que se publica e incluso de lo que no tiene ese privilegio del conocimiento. Vean Boss, pasa cerca.

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