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OPINIÓN
Columna
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Por fin ruso

Carlos Boyero

La única vez que he tenido cerca a Gerard Depardieu se comportó como un caballero, atendió con educación y calidez a dos veinteañeros que pretendían hacerle una entrevista que ningún medio les había encargado y que no sabían si se publicaría. Ocurrió en la universidad de Nanterre en el año 76, donde Depardieu estaba interpretando en teatro una obra de Peter Handke. Nos la concedía, pero dos noches más tarde al terminar la función. No acudimos. Le dimos plantón. No creo que nos echara de menos. Nos dio vergüenza disculparnos. Nos habíamos quedado sin un franco esperando en vano día tras día una postergada cita con Truffaut. No entrevistamos a un actor que desprendía energía, fuerza, peligro y humanidad, que nos acababa de enamorar con su macarra de Les valseuses y el inolvidable Olmo Dalco de Novecento.

Por mi parte, esa admiración se prolongó hasta Cyrano de Bergerac. Y poco a poco me dejó de interesar, le encontraba pasado, previsible, cargante. Tampoco me hacía gracia, incluido su celebérrimo Obélix. Evidentemente, ese desencanto no lo han compartido el público francés. Depardieu, como antes Jean Gabin, es considerado como algo más que un actor, es uno de los intocables símbolos de Francia, un personaje al que identifican con las esencias nacionales.

Nada que objetar a los grandes capitales que pueden acumular los artistas. Se supone que no los consiguen explotando a nadie, que los genera la oferta y la demanda, que su obra supone un alimento para el alma de la gente. Pero resultaría lógico en un mundo que respetara esa utopía de que deben de pagar más impuestos los que posean mucho (hasta los niños saben que eso es mentira, que los gobiernos de cualquier signo están controlados por su poder, que todo está pactado para que ellos no pierdan jamás) que los perjudicados no sintieran que su venerada patria les ha traicionado, que el exilio de todo lo que aseguran amar sea la única solución ante la ofensa. Es curioso cómo se disipa el patriotismo cuando las enormes ganancias merman un poquito en nombre de la justicia social. Y Depardieu descubre de repente que ya no quiere ser francés, que quiere ser ruso porque adora ese país, su historia, sus hombres, sus escritores. Es de risa. También patético.

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