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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Existir junto al Sena

Una ciudad puede ser un fermento de actividad intelectual. Sobre todo cuando confluyen vectores ideológicos llegados de distintas latitudes

Fernando Savater

En Revuelta y resignación (Pretextos), el libro potente pero terrible de Jean Améry sobre la vejez y la muerte, se encuentra la reseña inolvidablemente cruel de una conferencia de Jean-Paul Sartre. El filósofo que fue árbitro y estímulo de la juventud veinte años atrás es visto por los hijos de aquellos admiradores con una curiosidad casi arqueológica, empeorada por la incomprensión y cierto aburrimiento. En vano se esfuerza por volver a seducir, el antiguo encanto ya no funciona. Es la eterna maldición de quien ha estado clamorosamente de moda: envejecer de modo irremediable y no menos clamoroso…

Sin embargo, sería no solo injusto sino erróneo quedarnos con la impresión de que Sartre fue nada más que una fugaz moda parisina o el desenfocado compañero de viaje de estalinistas y maoístas. Porque fue esas cosas perecederas y rechazables, pero también un espíritu vigoroso de búsquedas audaces y hallazgos torrenciales, implicado hasta el escándalo en los retos históricos de su tiempo, y de vez en cuando un escritor admirable, casi genial. Pero sobre todo representó como nadie una época que concedía a los intelectuales una relevancia política y social —yo diría que una especie de magistratura moral— que después nunca recuperaron, aunque hoy se multipliquen los congresos y los seminarios internacionales, bien surtidos de canapés. Para ser justos, digamos que tan comprometedora influencia no siempre fue provechosa para el género humano…

A mediados del siglo pasado, en París, bullía una efervescencia cultural que abarcaba desde la metafísica hasta la chanson y cuyo centro indiscutible era Jean-Paul Sartre. Nadie se limitaba a vivir, todos querían existir y disfrutar de un gozo angustiado que paladeaba el absurdo como ayer se entregaba a la absenta. Junto a Sartre, pero en modo alguno anulada por él, tejía su obra Simone de Beauvoir: más centrada en cuestiones concretas que él como pensadora —decisiva en la teorización del feminismo— y probablemente mejor como novelista. Y también Albert Camus, valeroso y vulnerable, cuya instintiva honradez le dotó de un talento profético de un alcance que hoy es por fin reconocido aunque en su día le granjeó múltiples sinsabores. Sin duda el paso del tiempo, demoledor y caprichoso, ha sido más clemente con él que con sus compañeros de generación: el año que viene es su centenario y podremos comprobarlo. Todos ellos y otros más secretos —¡Cioran!— fueron amigos y adversarios, cómplices y rivales, pero se complementaron y fecundaron unos a otros, incluso cuando más se detestaron. Sobre todo estimularon la reflexión inconformista de quienes vinimos después que ellos y por eso tenemos que estarles fundamentalmente agradecidos.

Sería erróneo quedarnos con la impresión de que Sartre fue nada más que una fugaz moda parisiense

A veces, una ciudad puede ser en sí misma un fermento de actividad intelectual. Sobre todo cuando en ella confluyen y se amalgaman vectores ideológicos llegados de distintas latitudes: de esa confrontación nace un mestizaje enriquecedor. Es lo que ocurrió en Paris inmediatamente después de la segunda guerra mundial. En el crisol vecino al Sena hirvieron juntas las ideas de Marx y las de Freud, las de Husserl y Heidegger con las de Bergson y Kierkegaard, las de Bakunin y las del Marqués de Sade con los estilos narrativos de Faulkner y Dos Passos o los dramáticos de Ibsen y Strinberg, el solipsismo de Max Stirner con el pesimismo de Leopardi y las aporías de Kafka… Todo ello al ritmo del jazz y con el nervio fílmico de John Ford o Jean Renoir. El resultado no fue solamente una nueva forma de pensar sino también una actitud vital frente a la política, el sexo, el arte… y los retos de un mundo dividido, convaleciente de una guerra atroz y enfermo ya de otra guerra, fría en este caso aunque no menos cruel ni decisiva.

Sólo se hallaron soluciones transitorias y dudosas, pero se plantearon los problemas que de verdad importaban. Quizá en ningún momento ni en ningún lugar se pueda pedir nada más…

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