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PURO TEATRO
Columna
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Una gracia irresistible

Rafael Álvarez 'El Brujo' está en plenísima forma y lo demuestra en 'Mujeres de Shakespeare'. Hay bajones de tensión, pero predominan los altos vuelos, los puentes sorprendentes

Marcos Ordóñez
Rafael Álvarez 'El Brujo', en el montaje 'Mujeres de Shakespeare'.
Rafael Álvarez 'El Brujo', en el montaje 'Mujeres de Shakespeare'.

He visto a un bufón en el bosque, como el maravillado Jaques al toparse con el multicolor Piedradetoque en Como gustéis. El bosque tiene cuatro candelabros y dos atriles a guisa de árboles y se llama Cofidis pero antes se llamó Alcázar, y para mí será siempre el teatro de Los huerfanitos, de Santiago Lorenzo (¿aún no han leído Los huerfanitos?), pero el bufón, al que conocen de sobra y atiende por El Brujo, aunque dentro de nada será Don Rafael, una gloria nacional, se pierde y se reencuentra gozosamente en su propio bosque, que limita al sur con su Lucena natal y al norte, este y oeste por donde le lleve su imaginación. Dicho de otra manera: en el centro hay un espacio teatral a la antigua, con sus candilejas, y a los lados, aquí, allá, en todas partes, saliéndose siempre, El Brujo. En el lateral izquierdo está Javier Alejano, un formidable violinista, que muy sutilmente subraya (o impulsa) los vuelos, las ascensiones del bufón.

Sabemos también que El Brujo va de lo más alto a lo más chocarrero, de lo inmemorial a lo actualísimo, del Cinco Jotas a la morcilla con carne para la fiera, cocida al minuto, vuelta y vuelta, y es capaz de enlazar a Julieta con Rajoy (“ese enigma cuántico”), porque al público le encanta que entre y que salga y que salte sin tropiezo. El espectáculo se llama Mujeres de Shakespeare y en lo alto está su amor por el teatro y por esas damas cuya voz es “una conciencia que nos habla y nos sacude”. La frase es de Harold Bloom: El Brujo deja de lado la arrogancia y la arbitrariedad del dómine, el frecuente “porque lo digo yo” y todas las veces que lleva el agua a su molino académico, y se queda (que no es poco) con su inmensa pasión por Shakespeare, con su generosidad a la hora de abrir ventanas.

En el espectáculo se habla de cuatro mujeres. O de ocho, si bien se mira, porque con Rosalinda El Brujo liga póquer de reinas: está, apunta, la invisible novia anterior de Romeo, y la Rosalinda-borrador de Trabajos de amor perdidos, y la cuajadísima protagonista de Como gustéis y, subterránea, la Dama Oscura de los Sonetos, de similar dibujo físico y pareja disposición a la hora de poner a los hombres boca abajo. No están, concomitantes, ni Viola ni Beatrice, qué le vamos a hacer, pero es que la función no es una conferencia erudita ni exhaustiva sino, ya se ha dicho, un paseo por el bosque, y en el bosque manda el revoloteo, y El Brujo es a ratos mariposa (con perdón) que se acerca a una flor o un fruto, olisquea, saca un poco de miel, se aburre y pasa a otra, y a ratos abejorro zumbón. Habla luego de Kate, la presunta fierecilla domada (¿hasta qué punto, nos dice, con Bloom, es su monólogo final una rendición o una máscara?), y en el último tercio se asoma, como se verá, al balcón de Julieta.

La función es un paseo por el bosque, y en el bosque manda el revoloteo, y El Brujo es a ratos mariposa y a ratos abejorro zumbón

Hay cientos de moscas hilarantes atadas por el rabo, como la que enlaza la pasión de los ingleses por las colas (con perdón), un tópico que hemos escuchado mil veces pero nunca tan bien contado, y la imagen del rey Juan Carlos durmiéndose en el teatro (“aquí nos quitan a los reyes y nos deprimimos porque no podemos hacer chistes”), imitaciones inesperadas (soberbia la de Fernán- Gómez), que remata con una frase colocada a huevo: “Era en la época en que en los teatros había ratones (pausa). Y volverán”. Lo que importa, siempre, es el estilo, el fraseo, el no dejar caer nunca la cometa. La digresión permanente: “Hacemos un prólogo largo por si alguien llega tarde”. Cuenta, en definitiva, la gracia, el estado de gracia, y este señor, vaya descubrimiento, la tiene por arrobas. Lo importante de la gracia, también, es conservarla al correr del tiempo, que no se vuelva agria y rutinaria. Tiene gracia hasta en los detalles aparentemente triviales, como cuando, por ejemplo, se descojona de risa y queda bien, no parece ni por asomo que está vendiendo el chiste: esa es una suerte de mucho empeño y mucho riesgo de la que solo he visto salir airosos a don Rafael, a Faemino y Cansado, y al difunto Pepe Rubianes.

Hay un chiste que me sobra porque no parece un chiste (o porque me hace poca gracia). “La Royal Shakespeare Company va al Español, están tres días, solo acuden los del Ayuntamiento y sus mujeres, nadie entiende nada porque lo hacen en inglés y les pagan cien mil euros”. Algo así dijo la otra noche y me pareció falso e injusto. Para la RSC, para el Español y para el público que desbordó y se apasionó con esas funciones. E inoportuno en estos tiempos que corren, cuando nos preguntamos si volveremos a ver aquí alguna vez a la RSC y a tantos visitantes enriquecedores. No le hacen falta a usted estos descensos, don Rafael.

Volvamos a los vuelos. Hay uno que me dejó titilando. El mejor bosque de la función: el que, en la imaginación de El Brujo, acogió a Shakespeare en sus “años perdidos”. No se lo puedo contar, tienen que verlo. En ese bosque vamos a encontrarnos con los “bufones contemplativos”, con los directores que se duermen durante los ensayos, con los galanes galiardescos (y goliardescos) que seducen a las damas de la primera, la segunda y la duodécima fila y, atentos ahora, los gitanos, los gitanos iniciáticos, los gitanos ingleses que exportaron las fiestas de Mayo (si non e vero…) y se inventaron el Rocío, y digo yo que ahí le falta un dato, un puente, don Rafael: la Dama Oscura tenía que ser gitana, por narices, por la gloria de su madre. En el tercio final hay una Julieta andaluza, el primer amor de El Brujo. Bueno, el segundo, porque la primera fue Olivia Hussey (“teníamos la misma edad —pausa—. Y ahora también”), pero se reencarnó en una cordobesa, y ahí vemos al aprendiz de bufón presentándose en calzoncillos a la hora de la siesta (¡toma transgresión!) para impresionar a la moza y a su familia, y vaya si les impresionó. Eso es grande, precioso, perfecto. Lástima que luego nos atice un “descontratiempo”, como dice su tocayo Rafael Amador, porque tras hablar de “la epifanía de la religión del amor”, el recitado del diálogo entre Romeo y Julieta en la alborada se quede en la parodia innecesaria, en un tono menor que desluce la belleza del original. Puntos negros, descensos que molestan porque empañan la redondez del acabado, pero el botín final es grande: enorme artista, gracia grande, irresistible, ideal para ventilar este calor que no nos deja.

Mujeres de Shakespeare. Teatro Cofidis Alcázar. Madrid. Hasta el 23 de septiembre. www.elbrujo.es. www.teatrocofidis.com.

Bulevares periféricos

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