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El futuro del piano está en sus manos

El joven talento busca plataformas en concursos como el Paloma O’Shea ante la dictadura del marketing, el empuje del poder asiático y una industria en declive

Jesús Ruiz Mantilla
De derecha a izquierda, Tamar Beraia, Daniele Rinaldo, Ah Ruem Ahn, János Palojtay, Benedek Horvath y Samson Tsoy, semifinalistas del concurso Paloma O’Shea.
De derecha a izquierda, Tamar Beraia, Daniele Rinaldo, Ah Ruem Ahn, János Palojtay, Benedek Horvath y Samson Tsoy, semifinalistas del concurso Paloma O’Shea.PABLO HOJAS

El campo de batalla del piano queda hoy difuminado por una espesa neblina global. En la dictadura impuesta por la mezcolanza de estilos, por el batiburrillo de escuelas, asoma por el horizonte asiático el empuje de millones de estudiantes que cuestionan a los grandes maestros rusos y europeos. La creación de iconos planetarios como el chino Lang Lang —un prodigio formado a base de rigor con el repertorio, enganche a las nuevas tecnologías y destreza tanto en las teclas como en las redes sociales— se impone como la fórmula ansiada por las discográficas, que en mitad de la hemorragia imparable de ventas de música clásica, juegan, nadie les culpa por ello, sobre seguro.

¿Toda La Galia está ocupada por los romanos? ¿Toda? No. Un puñado de concursos internacionales destinados a descubrir nuevos talentos ofrecen plataformas de corte clásico a los jóvenes instrumentistas en estos tiempos en que nadie tiene demasiada paciencia para los descubrimientos.

Uno de los más importantes es el Paloma O’Shea, que entra, con cuarenta años a sus espaldas, en su fase final en Santander. Si los nervios no acaban con ellos y si atinan con las notas, tres de los seis participantes en la semifinal que se celebrará entre hoy y mañana alcanzarán la final del próximo lunes. La competición queda entre dos húngaros —Benedek Horvath y János Palojtay—, un par de coreanos —Samson Tsoy y Ah Ruem Ahn—, la georgiana Tamar Beraia y el italiano Daniele Rinaldo. Toda una paleta de universalidad desprejuiciada y de indudable riqueza. ¿El premio? 30.000 euros y, lo que es más importante, una gira internacional auspiciada por la organización.

Nacidos entre los años 80 y 90, se debaten entre los viejos retos del piano y sus actuales exigencias. Cada vez es más difícil seducir en un mundo en el que escasean los iconos capaces de conquistar a nuevas generaciones de oyentes. Los aspirantes a estrellas tienen ante sí máyores retos y menores oportunidades de reconocimiento. Tendrán suerte si pueden vivir del instrumento, aunque sea como profesores. Pero aun así, no flaquea el ánimo entre los concursantes de la cita santanderina.

Que gane el mejor... instrumentista

  • Un concurso de piano puede servir tanto para catapultar una carrera como para hundirla. Los 40 años del Paloma O'Shea han visto forjar trayectorias importantes, como la de Josep Colom, Eldar Nebolsin o Alberto Nosè, y ver cómo otros talentos en ciernes no acababan de confirmarse.
  • Si hay que citar dos concursos internacionales de referencia, no hay duda: son Chopin, en Varsovia, y Chaikovski, en Moscú. Este último también se dedica al violín y al chelo. Lo han ganado figuras como Grigori Sokolov, Val Cliburn (que triunfó en su primera edición de 1958) y Vladimir Ashkenazy.
  • Pero la cumbre es el certamen dedicado al compositor polaco, consagrado exclusivamente a su obra. Lo ganes o no, si pasas por él, puede ser el comienzo de una carrera meteórica.
  • Fue el caso de Ivo Pogorelich, que al quedar fuera de juego, la argentina Martha Argerich, del jurado, montó un escándalo tal que lo consagró como una de las figuras fundamentales de su generación. Si hubiese ganado, quizá su carrera le podría haber conducido al culmen que lograron en tiempos más heroicos Maurizio Pollini y Krystian Zimerman.

Demuestran el temor justo por el futuro y una sana competitividad en las sobremesas. “Menos de nuestra visión de la música que hemos elegido para competir, hablamos de todo”, comenta János Palojtay, exquisito heredero de la escuela húngara en cuya sombra planea Liszt. Lo corrobora el italiano Daniele Rinaldo, que poco después se quejaba de un silbido ronroneante que le desconcertó en su interpretación de la enrevesada Sonata número 6 de Prokofiev.

Ambos disputan las semifinales este fin de semana. Y ambos contemplan el mundo del piano y su presente como una tecla tan ardua de pulsar como incierta. Los dos han mostrado en sus fases eliminatorias previas algo más que un exhaustivo dominio de la técnica. De tal cosa andan sobrados miles de aspirantes de todo el mundo. Lo confirma el presidente del jurado, Antoni Ros Marbà: “Ganará quien demuestre estar más allá del virtuosismo: en la musicalidad”. Pero, mucho se teme, aparte de esas dos huidizas virtudes, para triunfar hoy en ese mundo también se necesitan otras aptitudes: “Funcionar como un fenómeno del marketing y andar sobrado de suerte”.

Cierto es que la destreza apabulla. Que los ejercicios, la pericia y el control lo tienen todos. Que el nivel técnico sube enteros por el empuje, entre otras cosas, de máquinas insaciables: niños de ocho años capaces de ensayar ocho horas diarias metidos en cubículos. Pero lo que debe prevalecer en el perfil de los ganadores de estos concursos, según el jurado, no es la máquina, sino el artista.

Puede que haya uno tras la tierna juventud del chino Zihui Song. Con 16 años, acaba de mudarse a Los Ángeles para seguir con su formación. Song se quedó a las puertas de las semifinales, pero promete. Y eso que no había tocado en un gran piano de cola hasta octubre del pasado año. “Me costó controlar el sonido”, confiesa. “Ahora, lo disfruto muchísimo. En China hay muchos estudiantes, pero muy pocos medios”.

Song ruge con la marabunta de jóvenes chinos —30 millones, según cálculos del icónico Lang Lang—, que estudian piano en su país. Uno de esos 30 millones que aterran a los rusos, los europeos, los estadounidenses. “Yo no soy capaz de entregarme así, como se entregan. Lo que he visto en Shanghai es impactante”, asegura el italiano Rinaldo.

Desde luego, el avance del piano asiático inquieta en los cenáculos de la vieja guardia occidental. Sobre todo, cuando se comprueba en ellos su asombrosa capacidad para comprender y desmenuzar la universalidad del buen repertorio, como si fueran primos hermanos de Chopin, Mozart o Beethoven. Incluso de Bach y Scarlatti. “A mí, lo que me gusta es el barroco”, confiesa Song con el desparpajo reservado a los debutantes.

Quizá sea porque en un concurso de estas características sobran los titubeos. Aquí se rifan los contratos. “Está lleno de cazatalentos”, explica Ros Marbà, “así que necesitan una cabeza poderosa para labrar su carrera”. También ayuda la fuerza y la sensibilidad para adentrarse en los territorios más profundos de lo que se traen entre manos, la inasible musicalidad, el tesoro de los que poseen la capacidad de trascender al virtuosismo.

¿Queda entonces en una cita como esta tiempo para la diversión? Sí, afirman concursantes como el ruso Vladislav Kozhukhin o la española Marta Liébana. “La competición en sí, tocar música de cámara con el Cuarteto Casals, que las semifinales estén dedicadas a Mozart. Todo eso entra dentro de mi concepto de lo divertido”.

Ninguno de los dos podrá disfrutar hoy o mañana con Mozart, ya que quedaron fuera de las semifinales. Los seis conciertos que sonarán del salzburgués servirán para que tres elegidos pasen a la final el día seis. Por el camino habrán quedado horas de falta de sueño, el disfrute de la música en solitario o en conjunto y la prueba de haber tocado ante un público fiel que se ha tragado maratones de hasta seis horas. La música, ya se sabe, se crea para inundar el aire y ser compartida.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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