El cómico que se ha ligado a Francia
El francés Gad Elmaleh estrena comedia junto a Sophie Marceau. Pero lo que más atrae de él últimamente es su romance con Carlota Casiraghi Nos recibe en París, y más que una entrevista nos da un recital de humor surrealista
Gad Elmaleh (Casablanca, 1971) llega a la entrevista en una moto de pequeña cilindrada. La deja a 20 metros del lugar pactado, un hotel con galones a pocos metros de la Plaçe Vendôme, en París, auténtico epítome de la grandeurdonde eso de la crisis les suena a “que viene el coco”, una historia para los niños que no se portan bien.
En el establecimiento, un clásico de una gran cadena hotelera, todo el mundo le conoce: desde el recepcionista hasta el tipo que recoge las maletas y las camareras del bar. Así que cuando se sienta y saluda al periodista nadie viene a cantarle el clásico “¿qué va a tomar?”. Al contrario: le traen un agua fría y unos bombones (que no va a tocar) y le llaman indistintamente “monsieur” o “Gad”. Además, durante la entrevista, al menos media docena de personas se acercarán al actor francés para darle regalos o decirle lo mucho que le admiran, como si todo París supiera que cuando quieran hablar con él siempre pueden encontrarle allí.
No siempre ha sido así; no es que Elmaleh no sea alguien popular en Francia, que lo es, pero es que a sus trabajos con Steven Spielberg en Tintín y con Woody Allen en Midnight in Paris se ha unido –para los amantes del papel cuché– un romance con una de las mujeres más deseadas y perseguidas del país: Carlota Casiraghi, la hija de Carolina de Mónaco. Naturalmente, el cómico de origen marroquí no ha concedido una entrevista a El País Semanal para hablar de su vida sentimental (que, a juzgar por lo que se comenta en el país vecino, siempre ha sido bastante ajetreada), sino para comentar el estreno de su última película, La felicidad nunca viene sola, una estupenda comedia de sabor clásico que protagoniza junto a la también gala Sophie Marceau y se estrena en España el próximo viernes.
Aun así, como para sacárselo de encima, Elmaleh comenta la afición que tiene últimamente cierto sector de la prensa francesa por su persona y por las compañías que frecuenta. “Ya, ya sé que no has venido aquí para preguntarme por eso, y tampoco me gusta hablar de ello, pero quiero decirte algo. A veces me esperan en los restaurantes cuando acabamos de cenar y me hacen mil fotos, pero aquí en Francia tenemos unas leyes de protección de imagen muy potentes. En cambio, aunque solo sé lo que me cuentan, creo que en España la cosa es terrible y pueden hacer lo que les venga en gana, ¿no?”. Cuando el periodista asiente con la cabeza, Elmaleh se anima a empezar su propia entrevista: “Vale, ya me has preguntado por mis relaciones y eso, ahora contéstame tú una pregunta: ¿por qué hay tan pocos monologuistas en España y tan pocos humoristas sobre las tablas?”. Cuando el plumilla rebate la afirmación, Elmaleh empieza a mover las manos como un poseso: “No estoy de acuerdo con tu respuesta. Vale, igual ahora habéis empezado con ello, pero tengo amigos que me han dicho que, a pesar de la larga tradición europea y norteafricana del stand-up, en España, el género siempre ha sido minoritario”. Y remata: “No estoy nada satisfecho con tu respuesta”, antes de carcajearse sin complejos.
A partir de aquí, Elmaleh (bien afeitado, impecablemente vestido, con la sombra más larga que el cuerpo) hace honor a su fama de hombre-orquesta: “Vamos a hacer una cosa, porque, si no, después nos arrepentiremos: si pasa alguna mujer guapa por detrás de mi silla me avisas; si una mujer guapa pasa por detrás de tu silla yo te aviso a ti. Créeme, en París estas cosas son absolutamente necesarias”. Y esta vez mira a su interlocutor con esos ojos muy azules y muy saltones, y uno se da cuenta de que es broma solo a medias, que hay que estar pendiente del asunto. Luego se saca de la chistera otro tema que le atormenta incluso más que la –presunta– falta de cómicos españoles: “Torremolinos. Tío, lo siento por la gente que vive allí. Porque aún hay gente que vive allí, ¿verdad?”. Risas. “¿Sabes que la primera vez que salí de Marruecos fue para ir a Torremolinos? Mi familia no era pobre, sino modesta, pero nunca teníamos dinero para ir de vacaciones y mucho menos para coger un avión. Eso le pasaba a todo el mundo, así que lo que hacían era coger el coche e irse por ahí. Un día, unos amigos me dijeron que se iban de viaje. Yo era muy joven y me llevaron a Torremolinos [risas] y, francamente, quedé muy impresionado…”.
El actor abandonó su Casablanca natal (en un viaje mucho más fructífero que el de Torremolinos) en 1988 para buscarse la vida en Quebec, ese pedazo de Canadá con acento francés. Su carácter dicharachero ya había colisionado con un explosivo sentido del humor, y la ciudad se le había quedado corta. Su padre, un mimo muy reputado, no dijo ni pío (“¿qué querías que me dijera? Era un mimo”, suelta Elmaleh con una tonelada de recochineo), pero a su madre, la aventura artística del hijo no le hacía ni pizca de gracia: “Es normal, en aquellos momentos no sabían que me iría bien. ¿Si cambiaron de opinión? Sí, claro, en cuanto empecé a llenar la caja fuerte pensaron que había tenido una idea magnífica [risas]”. Sus padres viven ahora con él en París, donde pueden ver cómo su hijo llena teatros y vende entradas como churros, “y encantados de la vida”.
Además, por si fuera poco, el comediante ha borrado la imagen que tenía de ser un hombre que solo encajaba en papeles donde pudiera explotar su vena humorística. Quizá La felicidad nunca viene sola sea una de las últimas veces en las que se le pueda ver en un personaje cien por cien cómico, pero, eso sí, con un matiz físico (marca de la casa) que a los fans del cine mudo les recordará a Buster Keaton, Harold Lloyd o al mismísimo Chaplin. No es que Elmaleh sea como ellos (“por favor, pon muy claro en lo que escribas que ya me gustaría a mí ser como ellos”), pero su apuesta por una actitud física ante la comedia, más allá de los diálogos, tiene mucho que ver con una manera de ver el cine que parece extinguida. “Creo que el cuerpo, todo el cuerpo, puede utilizarse para transmitir cosas, y me gusta explotar esa parte de mí. También creo que en Francia seguimos cultivando ese cine, como en The artist, donde transmitimos más cosas de las que se pueden percibir en los diálogos. Por ejemplo, en La felicidad nunca viene sola tengo muchos momentos de comedia puramente física [se levanta y hace una demostración reproduciendo diversas escenas del filme, con todo el hotel mirándole], y eso es lo que más me gustó de la historia, poder conectar con ese personaje a un nivel físico. ¿No vas a preguntarme en qué me parezco a mi personaje? Bueno, los dos tocamos el piano. Pregúntame más, vamos. Sí, los dos somos increíblemente atractivos”. Cuando Elmaleh se dispara ya no hay vuelta atrás: “Te he visto mirar por encima de mi hombro. ¿Ha pasado alguna mujer atractiva y no me has dicho nada?”.
El francés mira el reloj y señala a dos tipos en la mesa de al lado: “¿Ves a esos tíos de ahí? Me están haciendo mi página web. He quedado con ellos en un rato”. Después, se gira hacia otra mesa, donde se sienta un señor barbudo: “También tengo que hablar con él lo antes posible”. Finalmente dice: “Pero tú, tranquilo, ¿eh?”. Más risas, un comentario sobre lo patética que fue la selección francesa en su duelo con España en la Eurocopa [la selección acababa de eliminar a Francia con un 2-0] y un apunte mientras se levanta para irse a la mesa de enfrente: “Tengo cuatro películas a punto de estrenar, una detrás de otra, pero quiero decirte que lo que más me gusta es el directo: ahora me voy a Lyon y allí es donde realmente me siento vivo. Nada iguala esa conexión con el público, ninguna película, nada”. ¿Tienes Twitter? Esta noche te voy a poner a parir con mis 200.000 seguidores. Sí, ya sé que tú tienes muchos menos, no pasa nada”.
Babelia
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