El sentido, mamá, te lo metes por...
Carmen Cervera y Borja Thyssen conversan por fin tras meses de enfado en esta divertida recreación del escritor y periodista
En cierta ocasión pregunté a Tita Cervera si la vida era absurda, a lo que respondió que el sentido lo poníamos nosotros. Dios te da la vida, pensé entonces, y el sentido lo pones tú, como el que pone la cama en el amor. Si es así, dadas nuestras limitaciones, el sentido de la vida está condenado a ser pequeño, un sentido como de andar por casa, una mierda de sentido, ya que un sentido trascendental solo podría aportarlo el Sumo Hacedor. Lo malo es que al Sumo Hacedor el sentido le importa un bledo, signifique lo que signifique bledo. Quiere decirse que el sentido es un asunto de las clases medias y pobres. ¿Se imaginan a Rupert Murdoch pensando en el sentido de la vida mientras se toma un gin-tonic en la cubierta de un yate atracado en Puerto Banús? ¿Se imaginan un encuentro entre Alberto de Mónaco y un príncipe saudí en el que cualquiera de los dos dijera al otro: “Venía dándole vueltas al problema del sentido de la vida”?
Pues no, francamente. Por el sentido nos preguntamos usted y yo porque usted y yo somos unos piernas y porque cuando el diablo no tiene nada que hacer con el rabo mata moscas. El diablo, por cierto, es otra víctima del sentido. Lúzbel no se rebeló contra Dios porque fuera el ángel más bello, como nos han hecho creer, sino porque la misma idea de Dios le parecía un desatino. Así las cosas, lo ideal sería que nos acostumbráramos al absurdo, incluso que nos acabara gustando. ¿Que tiene un sabor raro? De acuerdo, el absurdo tiene un sabor raro, pero tampoco nos gustaban de pequeños las acelgas, tan necesarias sin embargo en una dieta equilibrada. La realidad demuestra que una vez que uno ha dominado esa tendencia pequeño burguesa que nos empuja hacia el sentido, se vuelve un vegetariano del absurdo. Me lo dice mi mujer: si has logrado quitarte de fumar, ¿cómo no vas a ser capaz de quitarte del sentido? A ver si con la hipnosis...
Y esto es lo que le pasa a Tita, que viniendo de tiempos de penuria y desnudos en Interviú, no ha podido, pese a sus riquezas, desprenderse de la necesidad del sentido. El que ha sido pobre lo será durante toda la vida porque las existencias anteriores dejan huella y el sentido es como el bricolaje, una afición doméstica de las clases menesterosas. Hay gente que durante los fines de semana construye estanterías y gente que construye sentido, a veces la estantería en el sentido. La baronesa construye sentido no porque lo necesite en su actual situación de liquidez extrema (acaba de vender un constable), sino por nostalgia de los tiempos en los que el sentido compensaba de no tener un Rolls Royce.
Ahora me viene a la memoria nuestro diálogo completo. Yo le había preguntado si la vida tenía sentido y ella me respondió, en efecto, que se lo dábamos nosotros.
—¿Y la suya tiene sentido? —insistí.
—Sí —dijo tras un titubeo muy breve—. La vida te va guiando. Lo que hay que hacer es estar alerta para escuchar el camino que debes tomar.
Me pareció advertir en aquel titubeo y en aquella respuesta un átomo de angustia, como si llevara años esperando una revelación que no acababa de llegar. “Lo que hay que hacer es estar alerta para escuchar el camino que debes tomar”. OK, me parece bien, ¿pero qué hacer si no oyes voces, si nadie te habla para mostrarte la dirección a seguir?
Calculé entonces que, pese a sus millones, el absurdo no le gustaba tanto como intentaba demostrar en las entrevistas. Quizá no era feliz del todo con ese Rolls Royce absurdo ni con ese museo de pintura absurdo ni con su Villa Favorita absurda ni con su yate, si lo tiene, absurdo, ni con sus peleas absurdas con el absurdo Gallardón por un quítame allá este árbol absurdo. Es que estamos hablando de cantidades industriales de absurdo. Quizá elemento a elemento no, pero si los sumas sale un monto total de absurdo que ni Jean-Paul Sartre, con perdón, habría sido capaz de digerir. Me pareció que Tita se refugiaba en el sentido, o en su búsqueda, al modo en que el nuevo rico cena de vez en cuando en la cocina, con el servicio, para refocilarse en sus orígenes.
Tengo para mí que las desavenencias entre la baronesa y su hijo comenzaron cuando ella intentó convertirse para él en una proveedora de sentido en vez de en una mera máquina expendedora de billetes.
—No necesito sentido, mamá —suponemos que le diría él—, de hecho me encanta esta vida absurda que llevamos. Lo que necesito es una chequera.
Lo lógico es que uno intente dar lo mejor de sí a los hijos y lo mejor de Tita eran los restos de sentido que había conservado de su vida anterior. Pero los hijos no siempre quieren lo mejor, con frecuencia desean lo peor, sobre todo si lo peor de uno es un constable. Borja creció desde muy pequeño en un ambiente de lujo donde el sentido era una excentricidad. Tenía las cosas antes de desearlas, casi no le daba tiempo a decir quiero esto o quiero lo otro porque su madre y el barón se adelantaban a sus aspiraciones, de modo que él solo tenía que decidir a qué gimnasio iba, sobre qué músculo se hacía el tatuaje o las espinillas de qué miembro de la servidumbre deseaba patear. Cuando su madre le hablaba del sentido, él la escuchaba como el que oye llover porque no era, como ella, un rico sobrevenido. Un día, el chico se presentó en el museo con un notario para llevarse dos cuadros valorados en siete millones de euros que, según él, le pertenecían. Esto a su madre, le produjo un dolor enorme.
—Róbame el sentido —queremos suponer que le diría—, pero deja ese goya en su sitio.
—El sentido, mamá, te lo metes por el culo —le respondería Borja, que es muy mal hablado.
Total, que no se entienden porque en el fondo fondo, aunque parezca mentira, pertenecen a clases sociales diferentes. Es lo que pasa cuando te sale un hijo rico.
Próxima entrega, el sábado: Ignacio Fernández Toxo / Cándido Méndez.
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