“Los viejos demonios que destruyeron Europa no han desaparecido”
Erwin Mortier repasa en 'Cuando los dioses duermen' la Gran Guerra en Bélgica y el adiós de una época y sus ecos en el siglo XX
“Así fue como la guerra devolvió a muchos: previa retención de un porcentaje arbitrario de carne. Esa carne debería poder contar con sus propios camposantos, hileras de losas dedicadas a brazos, piernas, pies, dedos, o paredes con urnas cinerarias tras cuyas placas descansaran, por ejemplo, los testículos y el miembro, a la espera de ser reunificados con el resto de su dueño”.
Desgajados, rotos en pedazos, de esta manera recuerda Helena, la narradora de Cuando mueren los dioses (Acantilado), a los hombres, la carne de la Gran Guerra. Y quizá podríamos extender la descripción a una Europa que empezó su camino por los horrores del siglo pasado, ya que esta novela del escritor belga Erwin Mortier (Nevele, 1965) funde la historia personal de una mujer de la alta burguesía flamenca con la caída de una clase, una época y todo un mundo.
Sentí la necesidad de recuperar el fin de la belle époque belga, porque la Primera Guerra Mundial fue como un apocalipsis para el país
“Sentí la necesidad de recuperar el fin de la belle époque belga, porque la Primera Guerra Mundial fue como un apocalipsis para el país”, apunta el autor, quien, consciente de que la temática ha dado varios títulos de ficción recientemente, los de Gonçalo Tavares o Giani Stuparich por mencionar algunos, considera que era necesario “llenar ese vacío” en la literatura belga. “Después de la guerra, el objetivo era sobrevivir y los escritores se habían exiliado, poco después la Segunda Guerra Mundial eclipsó a la primera y se olvidó todo”.
Helena, ya vencida por la edad, recuerda y escribe su infancia y madurez en el universo de la opulencia, pero también la apariencia de la burguesía belga, inflada por las riquezas de un país que “era uno de los tres más industrializados del mundo” y que la guerra cortó de raíz. Mortier escoge una protagonista heterodoxa, que quiere liberarse de las ataduras y los roles impuestos a las mujeres de la belle époque. Destinadas a ser esposas y madres, eran consideradas como “una estatua de María, impoluta y preciosa. A través de la escritura podían conseguir la independencia intelectual y la libertad de vivir su vida”.
La paradoja es que es en la guerra donde consigue su libertad. Un conflicto que tal como relata el escritor por las conversaciones con su abuela, que fue testimonio directo, tuvo un impacto tan grande en las clases bajas que “la ocupación nazi de años después pasó casi desapercibida”. El horror causó “un trauma psicológico” que impide a algunos supervivientes recordar aun hoy, a apenas dos años de que se cumpla el centenario.
La ruptura también se dio en el lenguaje. En las cartas sobre la guerra que le sirvieron de documentación, Mortier encontró la conciencia de la catástrofe de la lengua. Una de ellas decía que “ya no quedan hombres enteros, sólo trozos de caras, de manos, de piernas, de testículos”. El escritor lo describe como la destrucción de “la unión mística entre palabra y carne”, que se encuentra para él en las grandes novelas de principios de siglo de las que se considera aprendiz.
No creo que haya una lengua mejor o peor para la escritura, a mÍ me interesa más cómo cambian, cómo habla hoy en día la gente que escribe mensajes de texto o la que está creciendo en ciudades como Bruselas, en la que se hablan más de ochenta idiomas
La influencia de Proust, Márai o Zweig es clara en una prosa en la que abunda la descripción poética, que sigue los cauces de la memoria y que el autor decidió utilizar no sin cierto miedo. “Cuando comencé a escribir esta novela pensé que me estaba arriesgando porque el libro se relacionaba muy intensamente con esas tradiciones. Incluso pensé que podría perder lectores. Pero como artista tienes que hacer lo que tienes que hacer, no pensar en estas cosas”, sentencia.
En tiempos en los que se habla de que la digitalización puede suponer el fin de la literatura culta y el auge de un lenguaje de consumo a imagen y semejanza del cine y la televisión, Erwin Mortier prefiere ceñirse a los datos: Cuando los dioses duermen ha vendido más de 150.000 ejemplares en papel en territorio holandés. “También he vendido 66 e-books”, bromea, para luego añadir que no es “uno de los pesimistas de la digitalización, porque creo que los jóvenes de hoy en día escriben más que nunca y es muy interesante imaginar qué universos literarios resultarán de este proceso”.
En el mismo sentido se expresa en relación a su lengua natal. Ganador del Premio AKO en 2009, el galardón más prestigioso de las letras neerlandesas, ha sido considerado el heredero de Hugo Claus, referente en la lengua flamenca, pero para Mortier se trata sólo de un canal. “No creo que haya una lengua mejor o peor para la escritura, a mÍ me interesa más cómo cambian, cómo habla hoy en día la gente que escribe mensajes de texto o la que está creciendo en ciudades como Bruselas, en la que se hablan más de ochenta idiomas”.
Defensor de la multiculturalidad y de la nueva sociedad que surge de la mezcla, el escritor belga reflexiona sobre el posible fin de la Europa en qué vivimos, un siglo después de la destrucción que él narra. “Los viejos demonios no han desaparecido, hemos hecho una unión pero no hemos acabado de construirla políticamente, la economía por si sola no nos mantendrá unidos”. En un panorama tan falto de buenos presagios, Mortier cree ver la luz para obras como la suya: “quizá los lectores quieren leer cosas de otro tiempo para olvidarse de lo que está pasando”.
* Cuando los dioses duermen. Erwin Mortier. Traducción de Goedele de Sterbck. (Acantilado)
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