Visita a Rafael antes de su viaje a Madrid
Recorrido en Roma por el legado del pintor, protagonista de la muestra de la temporada en el Prado
Giorgio Vasari, pintor y arquitecto del Cinquecento que sin embargó quedó para la posteridad como el primer historiador del arte, disfrutaba con un buen chisme biográfico. En su clásico de 1550 Las vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos desde Cimbabue a nuestros tiempos (Cátedra) consignó célebremente las causas de la muerte de Rafael: “Y así, extralimitándose en sus placeres amorosos, sucedió que una de las veces cometió más excesos de lo habitual y volvió a casa con mucha fiebre. Los médicos creyeron que había sufrido una insolación (…) imprudentemente, le extrajeron sangre”.
En efecto, la fogosidad acabó en 1520 a los 37 años, un viernes santo, “el mismo día que había nacido”, con el gran pintor del Renacimiento italiano, quien tenía serias dificultades para decir que no en la cama de su amante, la "insaciable" Fornarina. Y no solo entre aquellas sábanas. La incontenible propensión a aceptar encargos artísticos es uno de los temas centrales de la exposición El último Rafael, cuya inauguración prevé el Museo del Prado (en colaboración con el Louvre y la Fundación AXA) para el 12 de junio. La muestra reunirá 70 piezas (entre dibujos y pinturas, suyos y de sus discípulos) y se centrará en sus tradicionalmente denostados años de esplendor romano, entre 1513 y 1520.
“Una época en la que decía a todo que sí, como arquitecto, arqueólogo y pintor, y luego ya veía cómo cumplía. Con su propia mano, en el caso de retratos importantes o de seres queridos, como el de Baltasar Castiglione, los ojos azules más impresionantes de la historia, y si no, con la ayuda de su taller, que llegó a contar con 50 empleados”, aseguró el martes en la Logia de Rafael Miguel Falomir, jefe de departamento de pintura italiana de la pinacoteca madrileña. Sus explicaciones eran seguidas por Arnold Nesselrath, responsable de conservación desde hace 35 años de los Museos Vaticanos, y por la silenciosa mirada de un guardia suizo cuya presencia marcaba los límites entre la contemplación artística y los asuntos de estado de Benedicto XVI.
La exposición se centra en los años finales del artista del Renacimiento
Asomada a la milenaria Roma y decorada al fresco por el pintor y los suyos entre 1518 y 1519, la terraza del apartamento del papa León X es hoy es uno de esos lugares repletos de tesoros que rara vez abren su puerta (por lo demás angosta y casi inadvertida en una esquina de la Estancia de Constantino) al público del Vaticano. También resultaba para Falomir un inmejorable ejemplo de cómo funcionaban las cosas en la factoría Rafael en los tiempos que pretende acotar la muestra del Prado (comisariada bajo su coordinación y la del conservador del Louvre Vincent Deleuvin por los ingleses Paul Joannides y Tom Henry): la idea y las correcciones (siempre que la pronta evaporación de los frescos las permitieran) eran del genio de Urbino, que si se decidía firmar estampaba un Raphael Urbinas; el estuco a la antigua corría a cargo de Giovanni da Udine; y la confianza pictórica se depositaba en Giulio Romano o en Giovanni Penni.
La explicación a cómo un joven artista recién llegado a Roma y de escasa experiencia se convirtió en el favorito de dos papas y en “el pintor más influyente de todos los tiempos” hay que buscarla a pocos metros de aquí, en la Signatura, primera de las célebres estancias pintadas por Rafael. Cuando Julio II se hizo con el poder celestial en 1507, vio claro el modo de marcar diferencias con su antecesor, Alejandro VI, “un apóstata y un judío sin circuncidar”, que encargó la decoración de sus dominios a Pinturicchio. Julio II hizo venir a algunos de los mejores pintores de Italia y les confió el embellecimiento de su biblioteca, pero al ver el trabajo de Rafael, que llegaba recomendado por Bramante, pariente lejano, ya no tuvo ojos para otro artista.
En el Vaticano, Rafael y su taller pintarían cuatro estancias (la de la Signatura, la de Heliodoro, la del Incendio del Borgo y la de Constantino), además de la logia de León X, una logietta y una stufetta (un baño) para el cardenal. En la estancia de Signatura, lugar de la famosa Escuela de Atenas, donde él mismo parece contemplarnos desde dos lugares distintos, ya se encuentran las claves de un estilo basado en un vastísimo repertorio tanto de composiciones (que van creciendo en virtuosismo y capacidad de fascinación y cuentan con cumbres como la primera pintura a oscuras de la historia), como de personajes: su pincel era capaz de todos los tipos humanos.
Esto le convirtió durante siglos en el mejor espejo donde los aprendices de pintor podían mirarse, pero también acarreó, según Falomir, el malentendido de ser confundido con un artista académico. Su enorme influencia alcanzó su paroxismo en el XIX cuando movimientos academicistas en Italia y Alemania, así como los prerrafaelitas (en eso también resulta excepcional; es el único artista que ha dado nombre a una escuela) reivindicaron su producción temprana y despreciaron la que llenará las salas del Prado.
También se hizo patente desde muy temprano su obsesión por evitar la obsolescencia, rasgo definitorio de su personalidad, según Gabriele Finaldi. El director adjunto del Prado lo había explicado esa mañana rabiosamente primaveral en la solemne majestuosidad del Panteón y ante la tumba de Rafael, que lucía una corona de flores depositada por los alumnos de la Accademia Raffaello Urbino.
Llegó a dar trabajo en su taller a 50 empleados
Miguel Falomir
Es tan célebre su rivalidad con Miguel Ángel, que trabajaba en los frescos de la Capilla Sixtina al mismo tiempo que él en las estancias, como el episodio que cuenta que nada volvió a ser igual en su concepción del arte desde el día en que Bramante le permitió ver a hurtadillas parte del trabajo de su enemigo antes de su conclusión. Al menos, le quedó el consuelo de diseñar la serie de tapices destinados a acompañar la obra magna de Miguel Ángel y que desaparecieron (solo para ser recobrados en parte) en el Saco de Roma de 1527 a manos de los mismos soldados que decoraron porciones de las estancias con grafittis del Renacimiento aun visibles.
No fue Miguel Ángel el único artista contra el que pintó Rafael. Para asegurar que priorizaría su encargo de La transfiguración (1517-1520), propiedad de la Pinacoteca Vaticana, Julio de Médicis pidió para la misma iglesia de Narbona una pieza (La resurrección de Lázaro, hoy en la National Gallery) a su archicontricante Sebastiano del Piombo, discípulo de Miguel Ángel. Rafael no terminó la colosal tabla (que acabó presidiendo su funeral), pero se empleó a fondo en ella. Tanto, que para Falomir, sirve de compendio de la pintura de Rafael, así como de invitación a pensar que, de no haber fallecido tan joven, “el arte se habría ahorrado cien años”.
La transfiguración, impedida para viajar, estará presente en la muestra del Prado gracias a la copia del museo hecha por el taller de Romano y Penni, que continuaron su vida de artistas sin el príncipe Rafael, que al parecer fue también un buen jefe y un tipo con gran don de gentes. La tabla se acompañará de obras relacionadas en una sala aparte.
El resto de la exposición se centra en la producción realizada por el genio fuera de los muros vaticanos y muy a menudo en el resbaladizo terreno de la autoría compartida. Entre las estrellas figurarán las ocho obras maestras, ocho tablas transferidas a lienzo (caprichos de la era napoleónica) que posee el Prado y que llegaron, como en el caso de El Pasmo de Sicilia, que se restaura estos días en los talleres de la pinacoteca madrileña, desde los dominios españoles del sur de Italia. Con el conjunto, Falomir se propone fijar este periodo como “el más influyente de Rafael”.
Para todo lo demás, siempre quedará una visita a la capital italiana, la gran inspiración del artista. Lejos de las intrigas vaticanas, el genio ejerció de jefe de antigüedades de la ciudad (“buscó Roma en Roma, y la encontró”, escribió el poeta Celio Calcagnini), proyectó la Villa Madama a las afueras, y pintó entre 1515 y 1517 los frescos de la Loggia de la Psiche en la deliciosa Villa Farnesina, un oasis en el bullicioso Trastevere. Capricho del banquero sienés Agostino Chigi, resulta otro buen ejemplo de las dificultades para decir que no de Rafael, de nuevo consignadas por Vasari: “No podía atender bien este encargo, debido al amor que le tenía a una mujer”. Chigi, desesperado, instaló una cama en el lugar. “Logró que ella estuviera con él continuamente (…), gracias a lo cual se pudo terminar el trabajo”.
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