El escándalo de la cultura
Mi primer encuentro con La imposibilidad física de la muerte en la mente de un ser vivo, la archifamosa pieza de Damien Hirst que preside como máxima estrella icónica la retrospectiva de su obra que hoy se inaugura en la Tate Modern (entradas a 14 libras), fue en el verano de 1992 en la antigua Saatchi Gallery de St. Johns Wood, no muy lejos del célebre paso cebra inmortalizado en la carátula del álbum de los Beatles, Abbey Road.
Aún recuerdo la incómoda sensación de desconcierto que me causó la visión de aquel tiburón-tigre de cuatro metros ominosamente suspendido en una enorme urna de formol, como si se tratara de una ilustración incontrovertible del enunciado de su título. La impresión fue tanto mayor cuanto que, hasta el “descubrimiento” y entusiasta apadrinamiento de lo que pronto adoptaría el marbete de Young British Artists, la galería de Charles Saatchi se había caracterizado por exponer “valores seguros” de la vanguardia artística de los ochenta, desde Schnabel a Kiefer, pasando por Freud, Guston o Katz. Poco que ver, por tanto, con esa irrupción de agresivo descaro conceptual que caracterizaría el arte británico hegemónico en los noventa, especialmente a partir de que la “escandalosa” muestra Sensation (1997), arropada por la Royal Academy of Arts, diera el espaldarazo oficial a Hirst y sus colegas, y se institucionalizaran las colas para ver sus obras.
Mucho han cambiado las cosas desde entonces. También en lo que llamamos “cultura”, desde luego, y en los valores y consensos que sustentaban su antiguo prestigio. En cuanto a aquellos Jóvenes Artistas Británicos, lo que a muchos nos parecieron expresiones de rebeldía contra el arte más conspicuo del posmodernismo hoy se nos revelan como otros tantos ejemplos de lo que Vargas Llosa califica de “banalización lúdica de la cultura imperante” en su nuevo, brillante, crepuscular y marcadamente pesimista ensayo La civilización del espectáculo (Alfaguara; en librerías la próxima semana). Por eso no resulta extraño que la retrospectiva de Hirst, el artista vivo más acaudalado del planeta, se haya convertido en uno de los platos fuertes del faraónico programa “cultural” que acompaña al gigantesco show político-deportivo de los Juegos Olímpicos. Resulta particularmente coherente que en la Sala de Turbinas de la Tate Modern —donde en la última década se han exhibido instalaciones fundamentales de importantes artistas contemporáneos— pueda admirarse gratuitamente y en solitario una de esas calaveras incrustadas de diamantes (¿una opulenta neutralización de las vanitas de Valdés Leal?) que tanto han contribuido al prestigio mediático de su autor; el resto del gigantesco espacio servirá como sala de espera para las interminables colas de gente atraída por la rentable marca Hirst.
La cultura —vaciada de sus antiguos significados y convertida en mero combustible de la industria del entretenimiento— impregna toda la vida social, hasta el punto de que la gente se siente a menudo más cómoda identificándose por sus elecciones culturales que por su clase. Hoy prima lo divertido, lo ingenioso, lo hegemónicamente correcto, lo ligero e inocuo. El libro de Vargas Llosa —que en su título parafrasea conscientemente el del célebre ensayo de Debord— es un valiente (y a menudo polémico) intento de entender cómo y por qué lo que llamamos cultura ha evolucionado hasta tener muy poco que ver con la idea que de ella se tenía hace unas décadas. Todo ello desde el punto de vista de un intelectual lúcido, riguroso y enormemente preocupado por la marcha del mundo, a pesar de que en algún momento deslice provocativamente que tiene “poca curiosidad por el futuro”. Vargas es un conservador que no enmascara su pensamiento, pero nunca un maniqueo: uno puede discrepar de sus ideas (por ejemplo, de la de que casi todo lo malo arrancó de mayo de 1968, “una revolución de niños bien”, o de su crítica al papel de los teóricos post estructuralistas), sin dejar por ello de estar (aunque sea a regañadientes) de acuerdo con su diagnóstico. Y les aseguro que es desolador.
Babelia
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