Las vanguardias que salieron de la imprenta
Relegados a la consideración de artes menores, hoy se recobran los trabajos de los grafistas para ponerlos a la altura de los grandes renovadores del arte del XX
Los artistas de las vanguardias, en su afán por romper los lazos tanto con la Academia como con el romanticismo, fueron capaces de dislocar las formas, reventar los colores, negar la narración, eludir el tema, mezclar los materiales y realizar un largo rosario de proezas que no dejarán de asombrarnos, pero algunos historiadores y conservadores de museos, desde sus libros y exposiciones, nos quieren convencer de que hay algo que no lograron superar los vanguardistas, ese algo fueron las grandes categorías: la pintura, la escultura, la arquitectura… Los historiadores nos suelen hablar de los artistas vanguardistas calificándolos de pintores, fotógrafos, arquitectos o escultores, títulos convencionales, aunque algunas de sus obras no correspondan a esas categorías. Entonces nos explican (yo mismo lo he hecho) que aquellos artistas forzaron la contaminación y las interferencias entre categorías. De este tipo de visión reduccionista del arte se extrae como consecuencia la idea de que fue necesario esperar a los años sesenta del siglo XX para que aparecieran nuevos géneros, como el happening o la performance, así como nuevas técnicas, como la “instalación” o el vídeo, que permitieran, con la inestimable ayuda del desprejuiciado amigo americano, acabar con aquellas formas del arte que nos anclaban a los atavismos de una historia de la que los europeos no sabíamos librarnos.
Obviamente esta falacia (sin duda intencionada) solo se puede sostener si lo que contemplamos en museos y exposiciones son cuadros y esculturas, si solo leemos libros de poemas rimados o si entendemos que la arquitectura son los edificios construidos, pero si empezamos a prestar atención a las muchas formas de expresión de las que se sirvieron los artistas vanguardistas para manifestarse estéticamente, nos daremos cuenta de que las vanguardias fueron más complejas e intensas de lo que muestran los cánones y de que el concepto arte estaba hace un siglo más evolucionado en Europa de lo que los historiadores timoratos o intencionados pretenden exponer en sus ensayos.
Contra esta semiocultación de unas obras que se quieren considerar “menores” o circunstanciales se construye el discurso de una potente exposición titulada La vanguardia aplicada, en la que se muestran carteles, revistas, libros, programas, anuncios, tarjetas, folletos y billetes, piezas que, desde luego, no son pinturas ni esculturas, sino diseños creados para la imprenta. Muchas de estas piezas son conocidas, han acompañado, como ilustración al margen a las grandes obras de los maestros de las vanguardias en ensayos y exposiciones, pero hasta ahora no se les había concedido el protagonismo que se merecen: la exclusividad de mostrarse autónomamente en una gran exposición.
Esta circunstancia exige plantear algunas preguntas. La primera de ellas es qué consideramos arte. Este es un tema nada baladí, ya que desde los orígenes de la teoría artística la definición de arte y la clasificación de las artes ha sido uno de los temas más importantes en el debate estético. Desde Gotthold Ephraim Lessing, en el siglo XVIII, deslindando las artes que representan lo coexistente (los cuerpos) de las que muestran lo sucesivo y lo temporal (las acciones), hasta Clement Greenberg, defendiendo la pureza de la pintura en los años centrales del siglo XX, ha existido en nuestra cultura un ramalazo canónico que ha excluido de la esfera del arte todas aquellas manifestaciones que no cumplieran con el ideal de elevarse con noble empeño por encima de la necesidad, alejando del calificativo arte a aquellas formas de arte que eran sospechosas de tener alguna posibilidad de utilidad práctica.
Los vanguardistas, por el contrario, pretendieron acercar el arte a las masas y transformar con él la vida cotidiana, generando una nueva sensibilidad, para ello se sirvieron de técnicas y procedimientos ajenos al “gran arte”, como las revistas, libros, carteles y fotografías a los que añadieron el cine y la radiodifusión. Pero, nada de esto hubiera sido posible si en el último tercio del siglo XIX no se hubieran producido las polémicas entre las Bellas Artes y el arte popular, entre el trabajo industrial y el trabajo creador, entre las artes y los oficios, acompañados por iniciativas como las de William Morris con sus talleres de Arts and Crafts en Inglaterra, la Werkbund en Alemania, los Wiener Werkstätte en Austria y otras iniciativas que tendrán su punto álgido en la Bauhaus.
Muchos de los creadores de los diseños, los textos, las palabras y las imágenes que se muestran en la exposición fueron artistas muy conocidos: Peter Behrens, Oskar Kokoschka, Apollinaire, Marinetti, Giacomo Balla, Tristan Tzara, Kurt Schwitters, Moholy-Nagy, Herbert Bayer, Mies van der Rohe, Robert Delaunay, Natalia Goncharova, Rodchenko, El Lissitzky, Man Ray, Francis Picabia, Yves Tanguy, Max Bill, pero otros no han tenido la oportunidad de alcanzar fama fuera del reducido campo de la edición o del diseño gráfico, sin embargo, un empeño común, un mismo hálito de experimentación formal y de sentido de la innovación aúna a los grandes maestros y a los “profesionales” del diseño que trabajaron con el mismo empeño para producir las principales revistas de vanguardia, los carteles dadaístas, los fotomontajes constructivistas, las palabras en libertad futuristas, los textos de la Bauhaus y cajas, como las de Marcel Duchamp, que conforman el conjunto heterogéneo de piezas que se ven en esta exposición.
Frente a la “finalidad sin fin” que Kant atribuía a la obra de arte, los experimentos y diseños de portadas de libros, carteles publicitarios, gráficos informativos y programas de mano, buscan una eficacia visual y una funcionalidad comunicativa en las que apoyar su poética. La reproductibilidad técnica, así como el carácter seriado y mecánico de su producción en la imprenta no restan atractivo ni valor plástico a las piezas que se presentan en la exposición. Precisamente su carácter funcional y su consiguiente consumo perecedero han hecho que no se conserven hoy muchos ejemplares de algunos de estos trabajos, siendo escasos los que se pueden encontrar aún, de ahí el interés que poseen las dos colecciones que se muestran, la del norteamericano Merrill C. Berman y la del montañés José María Lafuente, quienes están recuperando con paciencia y tesón un legado iconográfico que empezaba a ser endémico.
Sin duda, uno de los riesgos de esta exposición ha sido el ofrecer al público estos “materiales” perecederos prescindiendo de lo que podríamos denominar las obras del “gran arte”, pero no menos arriesgada y compleja ha sido la forma en que esto se podría hacer, es decir, las decisiones museográficas que han permitido mostrar cerca de 700 piezas de unos 300 autores y, sobre todo, el establecer criterios y categorías que permitan dotar de coherencia y legibilidad a una constelación de piezas muy heterogéneas que anteriormente no habían sido tratadas como obras de arte sino como mero material complementario de archivo.
En este sentido hay que destacar dos aspectos: la elección de un “tema” o argumento en torno al cual aglutinar y vertebrar las piezas, que ha sido la tipografía, y la búsqueda de unos criterios historiográficos válidos para presentar ordenada y rigurosamente ese tema. Para ello se han combinado los aspectos cronológicos, colgados en la pared, con los temáticos y estilísticos, desarrollados en vitrinas. El éxito de los resultados ha sido posible gracias a un trabajo coral de colaboración entre teóricos, productores, diseñadores, técnicos y coleccionistas que han desarrollado sus labores como se suele hacer en una realización cinematográfica, en la que actores, directores, productores, escenógrafos, músicos y técnicos comparten un mismo espíritu, lo que ha generado las sinergias necesarias para construir una nueva obra de arte aplicado: la exposición. O
La vanguardia aplicada (1890-1950). Fundación Juan March. Castelló, 77. Madrid. Hasta el 1 de julio.
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