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EL HOMBRE QUE FUE JUEVES
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Un viaje a Capri

Marcos Ordóñez

Se llamaba Joan Camprubí, en arte Capri. Yo adoraba a Capri. Lo adoraba yo y lo adoraba media Cataluña, por no decir Cataluña entera. En los primeros sesenta ya era una gran estrella. Se hizo famoso muy rápidamente. En una comedia llamada Camarada Cupido tenía un monólogo no demasiado brillante. La noche del estreno decidió improvisar, darle otro ritmo. Trajo una naranja y un cuchillo y la peló lenta, parsimoniosamente, mientras lo interpretaba. Aquello volvió locos a los críticos, que hablaron de un nuevo naturalismo, de una ruptura de formas. Al poco tiempo (uno, dos años) las colas para ver sus espectáculos en el Romea (Gloria y Amadeo, sociedad limitada; Romeo de 5 a 9; Mosén Ventura) daban la vuelta a la manzana. Porque eran sus espectáculos, daba igual quien los escribiera: cualquier comediógrafo sabía que Capri era el centro absoluto, el motor, y que tenían que escribir a su medida y en su tono; todo lo demás daba igual. Luego llegaron los monólogos grabados, grandes cotas del surrealismo catalán, junto a las historietas de Coll, las canciones de Sisa y los exordios de Francesc Pujols. Aquellos discos se vendían por miles; se agotaban al mes, se volvían a editar.

Como casi todo el mundo, Capri tenía dos caras. Tenía un lado angélico, cabello rubio y despeinado, ojos azul claro, nariz arremangada, el Capri que entraba en Vespa en el escenario del Romea y se hacía cien piscinas en el Club Natación Barcelona. Era uno de esos cómicos sin edad, como Totó o Pepe Isbert. Es decir, que siempre parecían tener la misma. Los actores de los que no se conservan fotos infantiles suelen ser los que mejor saben jugar en escena, porque en escena viven su infancia esfumada. Capri se especializó en solterones, perezosos, estrafalarios; hombres humildes, escépticos y sentimentales. Un inventor fracasado, un oficinista del Crédito Agrícola, un pequeño funcionario de una ciudad de provincias, siempre con un paraguas mojado al brazo, con las varillas rotas, varillas que ya no se cambiarán jamás. Luego estaba el tipo alunado, mezquino, imprecatorio, que perfiló en los monólogos, el náufrago que se comía los monos de la isla. Un humor de tradición judía: el hombre que se queja de todo, que hace reír contando sus desgracias y sus aprensiones, que observa lo que sucede a su alrededor y todo se le convierte en un circo de pulgas del que sabe que forma parte. El gran Enric González escribió: “Roma produjo a Alberto Sordi. Barcelona segregó la perla Capri”.

Aquellos monólogos acabaron trazando la radiografía de los vicios y astucias del pequeño burgués catalán, reaccionario y cargado de prejuicios pero con un humor verbal demoledor, con una extraña vena de locura destructiva hecha de represiones, ollas tapadas, vidas pequeñas y claustrofóbicas. Los monólogos le hicieron rico y agrandaron su lado oscuro, todas las anécdotas que iban de boca en boca. Cuando un actor se convierte en mito se multiplican las historias. Capri rapaz, Capri obsesivo, Capri depresivo; Capri entrando en la taquilla durante el intermedio para comprobar la caja y exigir que le pagaran en el acto o no continuaba la función; Capri denunciando a su mujer porque le había robado cien pesetas que él había dejado debajo del frutero; Capri encerrado en su enorme piso de la calle Fernando con las cortinas tapiando la menor brecha de luz exterior. La próxima semana les contaré mi fastuoso primer encuentro con Capri, que fue la primera entrevista de mi vida. Y la más corta.

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