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El blues de la mudanza

Diego A. Manrique

Otra vez de mudanzas. Los profanos tienden a maravillarse ante los coleccionistas de discos, creyendo que chapoteamos en un Edén de placeres inagotables. En realidad, nada que envidiar: una colección de soportes físicos te hipoteca la vida. Imaginen un pulso entre el monstruo que crece imparable y la necesidad de mantener un lebensraum. Una lucha perdida que te obliga a dividir la colección y, sí, a mudarte cada equis años.

Cuando aterricé en Madrid, conseguí una vivienda del siglo XIX que lucía inmensa, donde hasta se rodaron videos (Autosuficiencia, de Parálisis Permanente). Pasado un lustro, caramba, ya no quedaba espacio ni para moverse. Se impuso trasladar todo el acopio (entonces, puro vinilo, mucha casete y algo de pizarra) a otro piso menor. Un espacio razonable, aunque se achicó cuando se clavaron estanterías en todas las paredes posibles, incluyendo altillos.

 No obstante, la bestia siguió expandiéndose. Se suponía que el CD pesaba (y ocupaba) menos pero planteaba enojosos inconvenientes para su almacenamiento. Inevitablemente, los disquitos plateados expulsaron a toneladas de libros y revistas musicales, que terminaron en un sótano.

 El pasado año, una vecina del piso-almacén dio la alarma. A 250 gramos por elepé, las estanterías repletas estaban provocando grietas en el piso de abajo. El arquitecto aseguraba que estas casas centenarias aguantan todo pero nadie desea arriesgarse. Fue un buen momento para meditar sobre lo absurdo de este afán.

 Urgía acondicionar el desaprovechado sótano, para evitar posibles inundaciones y aumentar la seguridad. Meses de obras frustrantes, nunca acabadas, siempre con detalles imperfectos. Hasta que hubo que desistir y dejarlo más o menos aceptable. Urgía el traslado.

 Y en esas estamos. El desplazamiento de discos es asunto delicado. Requiere introducir elepés y singles en cajas adecuadas, cuidadosamente numeradas (ninguna colección está perfectamente ordenada pero conviene conservar la distribución original). A continuación, desmontar las estanterías, que han demostrado su solidez durante décadas; los presupuestos para fabricar nuevas son vertiginosos.

 Mucho sufrimiento el introducir esos muebles por la diminuta puerta del sótano, que fue necesario desmontar. Una vez reconstruidos, se invierte el proceso: vaciar las cajas y colocar los discos en sus anteriores huecos. Compruebo que los encargados de las mudanzas parecen habituados a toda la gama de humanas excentricidades y aceptan las particularidades del presente cliente. No es pequeña cosa: en los ochenta, debí soportar a un portero con alma de delator que me denunció ante la Policía Municipal, asegurando que tenía una tienda clandestina.

 Y no: el coleccionismo de discos es incompatible con el menudeo. Deshacerse del conjunto tampoco resulta una opción: el vinilo puede estar de moda pero los que compran al por mayor pagan cantidades ínfimas. De todas formas, no podría renunciar a nada. Fuera de los promocionales, cada disco oculta una historia.

 Me encuentro con docenas de elepés del rock que se hacía en la antigua Yugoslavia: me llegaron a través de la valiente productora de TVE que acompañó a Arturo Pérez-Reverte durante el periplo por Bosnia que inspiró Territorio comanche. Aparecen vinilos piratas de Siniestro Total, comprados en el Tianguis del Chopo, en México DF, tal vez el mayor mercadillo rockero del mundo. El responsable del pirateo mostraba humor: los publicaba como Discos Chorizo y despistaba con una dirección de Madrid. Localizo algunos de los centenares de singles que pillé en Tower Records, cuando la tienda neoyorquina pasaba al CD y liquidaba su stock de 45 rpm a ¡un centavo por ejemplar!

 Ahora vendrá la parte dulce. Comprobar que la clasificación conserva los caprichos personales. Así, los elepés en solitario de Nicky Hopkins están junto a los infinitos discos de The Kinks. Un honor: Nicky colaboró con todo el mundo, de Beatles a Quicksilver, pero se supone que Ray Davies le dedicó el tema Session man. Un hallazgo reciente, Duane Eddy does Dylan, de 1965, se instala en la balda de Bob Dylan, donde convive su discografía oficial y pirata con docenas de homenajes a su cancionero. Un manitas probaría a confeccionar mashups (injertos) de Duane twangueando detrás de Dylan…

Al final, patologías aparte, una colección de discos quizás no sea más que un intento de rescribir la historia oficial. Y la voluntad de hacerse un autorretrato, siempre incompleto, esencialmente inútil. En esas faenas gastamos nuestra existencia. Con gusto, con fatiga.

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