Lola Mateo, la sonrisa de los herederos del teatro independiente
Fue actriz fetiche de los directores José Carlos Plaza, Guillermo Heras y Francisco Vidal
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La actriz Lola Mateo, nacida en Puertollano (Ciudad Real) en 1951, fue encontrada muerta en su casa de Madrid hace unos días. Emergió en la primera generación de jóvenes actores de la transición, aunque ella se formó en el teatro independiente español del tardofranquismo, nada menos que en el TEI (Teatro Experimental Independiente) de William Layton, Miguel Narros y José Carlos Plaza.
Durante dos décadas, la de los ochenta y la de los noventa del pasado siglo, esta mujer transitó por personajes muy dispares, siendo capaz de brillar con luz propia en dramas, tragedias y comedia, participando en propuestas nada convencionales y muy arriesgadas, desde el punto de vista escénico, pero con las que se involucraba y se comprometía como el maestro Layton enseñaba a sus discípulos.
Su primera aparición profesional fue en 1974 en Terror y miserias del Tercer Reich, de Bertolt Brecht, dirigida por José Carlos Plaza, con quien trabajó en numerosas ocasiones y quien dijo al conocer la noticia de su muerte: “Lola fue parte imprescindible del TEI con su alegría, su enorme emotividad y su dedicación. Con ella recorrimos España en un momento donde los fascistas ponían bombas en las representaciones y amenazas constantes, en esos momentos, su fe en nuestro trabajo y su profunda humanidad, nos acompañaron y nos acompañarán siempre”
Tras pasar por el TEI participó en Lo frío y lo caliente de Pacho O’Donnell, dirigida por Charlie Levi Leroy y compartiendo escenario con Cristina Rota. Fue en 1982 y el recordado crítico teatral Eduardo Haro Tecglen, alabó su trabajo en este montaje. Después empezó a participar en grandes producciones de los teatros públicos: La Dorotea, de Lope de Vega, dirigida por Antonio Larreta, en el Centro Dramático Nacional, donde haría al año siguiente Eloisa está debajo de un almendro de Jardiel Poncela, con Plaza; Geografía, de Alvaro del Amo, dirigida por Guillermo Heras; El jardín de los cerezos, de Chejov- Plaza; Motor, de del Amo-Heras, Luz de oscura llama, de Clara Janés y Eduardo Pérez Maseda, dirigida por Juanjo Granda; La emoción, de del Amo; tres montajes más de Heras: Como los griegos, de Steven Berkoff, Nosferatu, de Francisco Nieva, y Caricias de Sergi Belbel. Dos años después Yonquis y yanquis, de Alonso de Santos, dirigida por Francisco Vidal. Otras producciones privadas fueron Entrando en calor, escrita y dirigida por Jesús Campos, Traición, de Harold Pinter, por Francisco Vidal y La importancia de llamarse Ernesto, de Oscar Wilde, dirigida por Pedro Miguel Martínez.
transitó por personajes muy dispares, siendo capaz de brillar con luz propia en dramas, tragedias y comedia
“Fue una actriz llena de sensibilidad, técnica e intuición. Exquisita”, señala Francisco Vidal, “no tuvo lo que merecía, como tantas personas en este mundo y sobre todo en esta profesión. Pero ella brilló hasta el final”, concluye el director.
Campos destaca que era sobria y exacta: “Sabía hacer fácil lo difícil. Sin concesión alguna a la galería, transmitía verdad en cada gesto, en cada palabra. Construía con rigor el personaje que defendía ennobleciendo el oficio”.
Su último trabajo como actriz fue Mujeres, de Mercé Rodoreda, la primera dirección de Mercedes Lezcano: “Era una actriz sensible, sutil, elegante y con una enorme capacidad dramática”.
En los últimos años de actividad, participó en varias lecturas dramatizadas de autores como Campos, Marcelo Bertuccio y José Ramón Fernández, cuya obra La tierra, fue en la última que participó. “Soy incapaz de recordar un momento en que no la viera sonriendo, repartiendo dulzura”, señala Fernández.
Entre los años noventa y la primera década del siglo XXI participó en varias series de televisión, Raquel busca su sitio, Compañeros, Hospital central, Eva y Adán, agencia matrimonial, Miguel Servet, la sangre y la ceniza… Entre sus trabajos en el cine cabe destacar, Jarrapallejos, El caso Almería, Apaga y vámonos, Aquí no paga nadie, Aurora, y Entre tinieblas, con Pedro Almodóvar.
Oficio y sensibilidad escénica
Siempre queda una sensación frustrante cuando se escribe para recordar a una persona querida que ya no está entre nosotros. Cuando, además, la noticia te llega de golpe, sin presentir que eso realmente ha ocurrido. Mucho más en el caso de Lola a la que tengo muy presente en la etapa donde tantas veces, trabajó conmigo. Cada vez que pensaba que podía encarar una posible puesta en escena, siempre me aparecía Lola como una posibilidad real, sólida y convincente para que encarnara ese personaje tal y como yo lo soñaba. No dejo de pensar en la gran cantidad de actrices y actores con que España tiene el privilegio de contar para el desarrollo de un teatro como signo de arte, calidad, rigor y bien cultural.
Ahora y aquí, también podríamos afirmar que, sin embargo, a muchos de esas grandes personas de la escena quizás no se les ha hecho justicia con grandes personajes que acompañaran su carrera. Me refiero, por supuesto, a esos personajes míticos que toda actriz quisiera llegar a encarnar.
Pero Lola Mateo siempre fue un prodigio de entrega, sensibilidad y dulzura a la hora de acercarse a la construcción de los personajes que se le encomendaban, unido a un contundente manejo del oficio que vivía de una manera natural y sin un ápice de pedantería.
Tranquilamente podríamos decir ahora que ya se mereció con todo su trabajo ser considerada como las grandes y llamarla La Mateo. Trabajó con textos diferentes, planteamientos distintos de las puestas en escena, pero siempre Lola, atenta, disciplinada, creativa a la hora de sacar adelante las propuestas. Actores/ creadores, capaces de ir más allá de la literatura de los textos y construir un imaginario propio, una personalidad específica desde su cuerpo y su alma para dar vida a ese o esa otra que constituye el misterio del propio género teatral.
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