Los Stones, medio siglo a tortas
Los Rolling Stones cumplen medio siglo y siguen sin resolver la airada relación entre Mick Jagger y Keith Richards. El guitarrista gana adeptos, mientras el cantante cae cada vez peor. Es hora de romper una lanza por sir Mickael.
Ocurrió en el Marquee, club del Soho londinense. Allí, el 12 de julio de 1962, se desarrolló el primer concierto de los Rollin’ Stones. Sí, falta la “g”. A un viajero del futuro le hubiera costado reconocer al grupo: el líder –quien los bautizó– era el carismático Brian Jones; Mick Jagger ni se movía, y Keith Richards, con sus orejas de soplillo, lucía intimidado. En el ritmo no estaban Bill Wyman o Charlie Watts.
Se cumplirán pronto 50 años de esa actuación y aumenta la presión. De David Cameron para abajo, todas las autoridades londinenses quieren que ofrezcan un gran concierto, aprovechando que la ciudad acoge los Juegos Olímpicos. Un amor gubernamental sarcástico: con un par de bajas, son los mismos que visitaron la cárcel en 1967 y que dejaron Inglaterra huyendo de la persecución fiscal y policial.
No son el mismo grupo. Nada queda de aquella banda de cruzados que en 1962 predicaba el blues. Tampoco se parecen a la altiva pandilla de 1967 que desafiaba a la moral y era castigada por el establishment. Y se ha desmontado el tándem fraternal que entonces guiaba a los Rolling Stones. Hoy, Mick Jagger y Keith Richards solo son socios, con intereses comunes pero enfrentados existencialmente.
Ambos compiten por el favor del público. Richards gana por goleada. En los setenta se repartieron los papeles: Keith sería el corazón de los Rolling, mientras que Mick ni siquiera quedaría como el cerebro, le quieren reducir a la máquina registradora de “la mejor banda de rock and roll del mundo”. El guitarrista es el hombre más cool del planeta, mientras que se desprecia al cantante. Se le ha adherido la caspa de los paparazis: Jagger queda reducido a un millonario de la jet-set, un playboy del Studio 54, un cínico interesado por el dinero.
Algo hay. Pero esas pinceladas no ofrecen un retrato satisfactorio. El pasado septiembre salió un libro que intenta rellenar los huecos. Jagger, de Marc Spitz, no es una biografía convencional, sino un estudio de la reputación pública de Mick, incidiendo en las encrucijadas en las que rompió ataduras. Él compuso momentos intensos como Brown sugar.
"Jagger evitó las trampas de la vanidad y o se hizo político como le propusieron Tom Driberg y otros laboristas"
Desdichadamente, Spitz no es un peso pesado del periodismo musical. Y su Jagger se enfrenta a una percepción negativa de su protagonista. Lo saben perfectamente en la prensa británica: una portada con Richards aumenta las ventas, pero lo mismo con Mick garantiza un batacazo. Jagger es veneno en taquilla: sus discos en solitario, las películas en las que participa, todo sufre esa antipatía universal.
Pero Jagger no hace mucho por contrarrestar la imagen. Se muestra evasivo y burlón. No alardea de sus credenciales hip: graba un disco de blues con el mago Rick Rubin, pero prefiere no editarlo. No coleguea con los chicos indies. Por el contrario, Keith lleva 40 años en campaña, vendiéndose como la esencia del rock. Y se muestra implacable con su antiguo compañero del alma.
En su autobiografía, Life, asegura que Mick es conocido en el seno de los Stones como Brenda (por la escritora Brenda Jagger) y que su miembro viril es diminuto. Pellizcos menores que demuestran que el viejo conflicto arde. Sin embargo, saben que no llegan lejos en solitario.
Es una historia de amor y despecho. En los primeros setenta, Jagger se sentía celoso del compadrazgo entre Richards y el genial Gram Parsons; en cuanto el estadounidense se pasó de la raya, consiguió su expulsión de Villa Nellcôte, el cuartel general en la Costa Azul. De igual forma, Keith se resintió de la irrupción de las altivas mujeres de Jagger, que le alejaban de esas noches compartiendo música y química.
Amor, despecho… e infidelidades. Jagger metió la pata al afirmar que “preferiría estar muerto que cantar Satisfaction con 45 años”. Intentó escapar de esa “maldición” y construirse una carrera como solista, aparcando a los Stones. Nunca se lo perdonaría Keith.
Aunque la evidencia rompe los estereotipos. Si Richards es el espíritu del rock, ¿cómo explicar su reticencia a las aventuras creativas? Keith toca y canta con sus héroes –Toots and the Maytals, George Jones, Tom Waits–, pero tiene pocos discos bajo su nombre. Carece del empuje, por no hablar de la organización, de Mick. Igual que en el cine. Richards hace de tópico padre de Johnny Depp en una de las entregas de Piratas del Caribe. Por su parte, Jagger tiene una filmografía respetable, incluyendo papeles nada favorecedores como el de Greta –un transformista en el Berlín nazi– en Bent (1997) o el proxeneta Luther en The man from Elysian Fields (2002). No se asombren si no han oído hablar de esas películas: Jagger acepta trabajar fuera del radar de los medios si el proyecto tiene méritos artísticos.
Nunca se lo reconocerán. De algún modo, Jagger es el dios del rock al que nos gusta odiar. Otras figuras despiertan envidia por su capacidad para la conquista; Jagger cosecha reconvenciones. Aparentemente, hay algo intolerable en el hecho de que un caballero cincuentón (o sesentón) vaya detrás de mujeres jóvenes… con éxito. Cuando le otorgaron el título de Caballero del Imperio Británico, alguna voz aristocrática disparó con perdigones gruesos: “Debería implicarse en alguna asociación caritativa. ¿Qué tal ayudar a las madres solteras?”.
Tiro equivocado. Quizá no haya sido un padre ejemplar, pero ha mantenido a sus siete hijos, que ha engendrado con cuatro mujeres. Que se sepa, no ha conducido a su hijo por carreteras europeas dando cabezadas (“¡papá, despierta!”) como cuenta Richards en Life.
En Jagger, Spitz sitúa el germen del conflicto en la filmación de Performance: Mick tuvo sexo real con la enamorada de Keith, Anita Pallenberg, mientras este se reconcomía y esperaba a que terminara el rodaje. Un desliz imperdonable, aunque debemos relativizarlo. Ni Mick ni Keith pueden dar lecciones: ellos sedujeron a sucesivas novias del desdichado Brian Jones.
Esa cuña les distanció aún más cuando Richards se aficionó a la heroína. Como camarada, Jagger probó los opiáceos y decidió que no eran compatibles con sus compromisos sociales y laborales. Hijo de un profesor de gimnasia, Mick había interiorizado la disciplina y el liderazgo. Experimentó con muchas drogas, pero a distancia: se dejaba invitar, no compraba. Precavido, tenía un plan B: cuando los Stones empezaron a despegar, abandonó la London School of Economics, no sin antes hablar con sus profesores y asegurarse de que le acogerían si fracasaba con la música.
Su programa personal pasaba por paladear los placeres de la vida compatibles con su oficio. Centrado y consciente de sus limitaciones, Jagger evitó las trampas de la vanidad: rechazó hacer carrera política como le propusieron Tom Driberg y otros laboristas. Tampoco le interesaba ponerse al frente de la “revolución” juvenil de 1968: acudió a la manifestación ante la Embajada de EE UU en Grosvenor Square, salió indemne y escribió su carta de dimisión ante el movimiento, Street fighting man.
A Jagger le resultaban más interesantes los millonarios, los nobles bon vivants, los artistas establecidos (Cecil Beaton fue un confidente) que los revolucionarios profesionales o los campeones del sex and drugs and rock & roll. Encontraba su compañía más estimulante que la cohorte de yonquis y delincuentes que arropaban a Keith. Sus grandes amores –Marianne Faithfull, Bianca, Jerry Hall– le facilitaron la entrada en esos círculos, donde encajó como un guante. Su genuino interés por la historia, la política y la economía explican que aparezca en la cumbre de Davos sin asustar a nadie.
Puede ejercer de productor audiovisual (Jagged Films) o invertir en Internet, pero no descuida el negocio principal. Los Rolling Stones fueron despojados ignominiosamente por su mánager estadounidense, Allen Klein. Aprendieron la lección. Desde 1971, son dueños de sus masters y controlan minuciosamente las giras, su principal cantera de ingresos. Los Stones nunca tendrán que actuar por necesidad como el 90% de artistas.
Esa prosperidad es obra de Jagger y de los asesores de los que se rodeó, como el príncipe Rupert de Lowenstein. Cuando negociaban con los banqueros suizos, también acudía Richards, pero no hablaba: prefería grabar sus iniciales en la mesa con su cuchillo de caza. No impresionó a los anfitriones: estaban habituados a los bandidos. Mientras los mayores resolvían sus asuntos, el niño hacía de las suyas. Ha sido así durante los 50 años de existencia del grupo.
Babelia
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