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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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Leer, remedio para el estreñimiento

Una encuesta refleja que el 45% de los españoles son lectores "frecuentes" (leen un libro al mes), y el 9,6% de la población no lee absolutamente nada

Manuel Rodríguez Rivero
Ilustración de Max.
Ilustración de Max.

Encuentro una tira de Charlie Brown de hace cuatro décadas (Lo mejor de Carlitos y Snoopy, DeBolsillo) en la que Snoopy, sentado en el tejado de su caseta perruna está leyendo en un libro la palabra “príncipe”; aparece la malcontenta Lucy, enfadada como siempre, y le espeta: “¿Estás leyendo Guerra y Paz y solo lees una palabra al día? ¡Siempre supe que estabas chalado!”; Snoopy se da la vuelta para no verla y piensa: “¿A qué tanto escándalo? Ya voy por la tercera palabra…”; y termina, ya como único protagonista, con una reflexión: “Voy más deprisa de lo que pensaba”. La tira podría ilustrar perfectamente esa patética categoría de lectores “ocasionales” de libros (aquellos que los leen “alguna vez al trimestre” en su tiempo libre) que la encuesta de hábitos de lectura publicada por la Federación de Gremios de Editores se empeña en introducir cada año con la probable intención de que las cifras totales de lectores engorden un poco y nos quedemos todos encantados de habernos conocido. A ese ritmo, Snoopy, que de ser español pertenecería a ese 12,8% de lectores ocasionales (frente al 45,1% de “frecuentes” que leen libros “al menos mensualmente”), tardaría varias vidas de perro en llegar a la última página del novelón de Tolstói, pero eso no parece importarles a los muñidores de la investigación. No es su único despropósito panglosiano. La encuesta deja claro, de entrada, que el 90,4% de la población española mayor de 14 años “afirma leer en cualquier tipo de material, formato y soporte con una frecuencia al menos trimestral”. Repito: dice “cualquier tipo de material”, de modo que debemos incluir en este concepto, por ejemplo, los folletos de instrucciones de los electrodomésticos, los encendidos SMS de la amante, los vitriólicos anónimos del vecino neurótico o los prospectos de la medicina para el estreñimiento que nos han recetado (por ahora) en el centro de salud. Todo vale. Y, del mismo modo, debemos inferir que el de españoles no lee nada de nada, ni siquiera los prospectos. Ahora comprendo, mis queridos improbables, por qué quedan todavía compatriotas que dan por hecho que los supositorios son para comérselos.

Cosecha

De repente, como una generosa e imprevista cosecha, se publican tres memorables novelas-novelas (sin determinativos de género) de escritores pertenecientes a la generación (empleo el término solo en su acepción de “grupo de edad”) que ya hace tiempo disputa con brío la hegemonía del mercado a la de la llamada “nueva narrativa”. Cuarentones (o cincuentones recién estrenados) comenzaron a publicar cuando Franco y la censura eran solo un mal recuerdo que alimentaban sus padres o sus hermanos mayores (los de la “nueva narrativa”), algo que se percibe a poco que se repase su obra. Marta Sanz (1967), la más joven de los tres, vuelve a mostrar en Un buen detective no se casa jamás (Anagrama) su dominio del lenguaje (y de sus juegos) y del registro satírico (de la novela de detectives, de la novela romántica), con una estupenda narración que tiene mucho de comentario social contemporáneo. Andrés Ibáñez (1961), lejos ya del universo ensimismado de El mundo en la era de Varick (Siruela, 1999), logra con La lluvia de los inocentes (Galaxia Gutenberg), una novela marcadamente generacional (y a menudo irónica y oblicuamente autocrítica) sobre quienes llegaron a la adultez cuando este país y sus gentes aparentaban haberse dado la vuelta, enfrentados a un porvenir que se anunciaba radiante. Luisgé Martín (1962) desciende (y nos conduce) una vez más a los abismos del amor y del sexo (y de la congoja y la humillación, y de la ternura y la perversión) en La mujer de sombra (Anagrama), una narración hipnótica, brutal y desasosegante, que me trae a la memoria algunas de Tanizaki, y que, en mi opinión, habría sido (aún) mejor con algunas páginas menos y más contención en el empleo de ciertos recursos expresivos, como el de la repetición manierista (¿de raigambre juangoytisoliana?) de una tríada de sustantivos yuxtapuestos tras los dos puntos. Si el presupuesto asignado para la compra mensual de novelas no les llega para adquirir las tres, busquen el modo de ampliarlo: empeñen la ropa vintage y las primeras ediciones de Umbral que heredaron de sus padres, renuncien durante un mes al café y la barrita con tomate, soliciten adelanto a cuenta de su (ya) demediado sueldo (suponiendo que aún), vendan su cuerpo aunque solo sea por una noche. Si todo les falla, apalánquense a la puerta de las editoriales con una pancarta hasta que salgan Herralde o Tarrida y se las regalen a cambio de que se larguen y dejen expedita la entrada. Pero no dejen de leerlas. De nada.

RDL

En el sitio web de la Fundación Caja Madrid todavía no han suprimido la referencia a la Revista de Libros, calificada con desarmante prosa corporativa como “uno de los proyectos de difusión cultural más relevantes llevados a cabo” por la institución. El próximo lunes, dos meses después de la ducha de agua helada que supuso la lamentable retirada de apoyo económico de la FCM a la RDL, un grupo de colaboradores y amigos se reunirán en el Círculo de Bellas Artes en homenaje a la revista y a sus responsables directos: Álvaro Delgado-Gal, director; Amalia Iglesias, redactora jefe, y Guillermo Solana y Luis Gago, sucesivos encargados de la edición de los textos. Ya se sabe que, cuando desean mostrar voluntad ahorradora, las instituciones “con proyección cultural” suelen desprenderse en primer lugar, y de modo perfunctorio, de lo que en términos económicos no les supone mucho más que el chocolate del loro (y, para ciertos directivos, un adorno minoritario y poco rentable en términos de repercusión mediática). Y eso es, simplificando, lo que le ha sucedido a la que ha sido una de las publicaciones culturales de referencia del ámbito hispánico, algo de lo que tal vez los responsables de su estrangulamiento no fueran del todo conscientes. A lo largo de su existencia RDL —que no disimulaba ni en su concepción ni en su puesta en página su proximidad a revistas como Times Literary Supplement o London Review of Books— basó su fórmula en dos principios que no por elementales están siempre garantizados: rigor en los planteamientos y solvencia en las opiniones, expresadas sin apresuramientos y con la extensión necesaria. Si en los tiempos que corren, esas dos cualidades no nos parecen un auténtico milagro en el campo del procesamiento de la cultura escrita, más vale que vayamos pensando en cambiar de religión.

Zar

Ahí lo tienen: triunfador y articulado, pero siempre oscuro. Y dispuesto a presidir los destinos de Rusia durante los próximos años, apoyado en su retórica populista, en la amplia red clientelista y corrupta que ha sabido aprovechar y en un exhaustivo control de los medios de comunicación. Si quieren hacerse una idea cabal de Vladímir Putin no se pierdan El hombre sin rostro (Debate), de la periodista Masha Gessen, un apabullante reportaje que a veces parece un relato de horror.

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