Emergencias (el sentido de las pequeñas galerías)
Espacios reducidos y originales se esfuerzan por sorprender con propuestas fomentadas en valores y alejadas de inversiones institucionales
Posiblemente la gran trampa de la oligarquía digital sea hoy en día la prioridad de solo dos de los sentidos: el oído y, muy por encima, la vista. Sin embargo, tocar, sentir, probar, degustar, oler, percibir una atmósfera -es decir, la no linealidad, la inmediatez, lo experiencial-, es una vivencia mucho más completa a la que la gente (por genética, millones de años en este viejo mundo), no va a renunciar. Ahí se encuadra el éxito de las artes escénicas -teatro, musicales, conciertos de pop/rock- y ahí también encuentran su caldo de cultivo las galerías de arte, eso sí, en su expresión cada vez menos pomposa, menos sacralizada, más democrática, más accesible. Como en el epitafio de Man Ray, “despreocupados pero no indiferentes”.
Son espacios pequeños, originales, focos de irradiación fuera de los circuitos convencionales, volcados en servir de plataforma a los artistas, con formatos sencillos pero capaces de sorprender -desde la Galería Minúscula, de Logroño, a La Pieza o Espacio Menosuno, ambas en el barrio madrileño de Malasaña-.
Ellos articulan los nuevos escenarios de la creación, más allá de las grandes inversiones institucionales y los grandes coleccionistas -exhibidores y exhibicionistas de una forma de comprender el mundo cada vez menos incisiva-. Espacios propulsores de cambio que se sirven de facebook y twitter para convocar y mantener un grupo de adeptos, que conciben el arte como algo complejo y versátil –arte en rebelión contra el formato, que subraya una actitud, la de trascender la convención, la rutina y la inercia, para la discusión, para que los artistas no se repitan-.
Espacios que no entienden la creatividad como armarios, cajas acorazadas, cámaras secretas, urnas blindadas…, sino que tienen la intención de influir en la sociedad, estar dentro de ella, participar a ras de gente; mejor un no a los pedestales, un no al artista convertido en cucurucho de palomitas de maíz, según la feliz expresión de Richard Serra.
Estos espacios formativos, ajenos al delirio comercial y a los coleccionistas que compran con el dinero de los bonos basura, tratan de articular un mundo sobre valores que no sean la codicia y la ostentación, sino sobre todo la poesía, la belleza, el sentido crítico, sereno y reflexivo de la existencia y de sus cambios, más allá de la programación cronometrada o contrarreloj.
A esa crisis de la llegada masiva de los circuitos cibernéticos a nuestra vida hay que unir ahora la otra crisis -crisis en el sentido de caída, de hecatombe-, la financiera. Claro que resulta difícil, cansado y estresante, por la excesiva competitividad y recepción de mensajes, vivir en una aldea global de 7.000 millones de personas, y más cuando esquemas productivos y de consumo se han derrumbado, pero el punto de inflexión de esos pequeños goznes sensoriales, abundantes en ciudades como Nueva York o las capitales nórdicas, es necesario para una ciudadanía cada vez más informada pero también con riesgo de estandarización globalizada.
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