El libro del imputado
Madame Bovary somos todos. Nos lo reveló de modo brillante René Girard, cuando afirmaba que los deseos del personaje de Flaubert son los de las heroínas románticas que amueblan su imaginación de aburrida burguesa provinciana. En Mentira romántica y verdad novelesca (1961) argumentaba que nuestro deseo es imitación del deseo de otro, que nadie desea autónomamente, y que sólo los grandes novelistas consiguen deshacer el malentendido, colocando al mediador (es decir al modelo) en el lugar del objeto deseado. Porque, en realidad, nuestro impulso hacia el objeto desenmascara nuestra atracción hacia quien lo posee, con quien queremos identificarnos. El fundamento de toda la publicidad basada en el aval de un famoso es de índole fetichista: en el fondo, no está muy lejos de la creencia que alienta en el antropófago que espera adquirir las cualidades del enemigo devorando su corazón. Deseamos lo que ha deseado (y ya tiene) alguien a quien atribuimos prestigio o autoridad, y a quien queremos parecernos. Por eso Nadal vende calzoncillos de Armani; Clooney, café encapsulado, Kate Moss y Penélope Cruz, fragancias de lujo.
También sucede con los libros. El manual sobre el cuidado del bebé que le regalaron a la princesa Letizia en su primer embarazo, o el libro de Yourcenar que dijo estar leyendo el presidente González en aquella lejana luna de miel de los españoles con el partido socialista recibieron un imprevisto espaldarazo. Oprah Winfrey, la mujer más admirada de América, convertía los libros que leía en inmediatos best sellers, consiguiendo que los editores cruzaran los dedos antes de cada programa. Claro que en el sector del libro hay poco dinero para la publicidad, por lo que los ejemplos tienen el valor añadido de la "espontaneidad" y resultan más verosímiles como reclamo. Si uno ve una foto -permítanme la fantasía- de Leo Messi leyendo una novela de Paul Auster, es difícil imaginar que Jorge Herralde, su editor español, haya pagado el anuncio.
Todo lo anterior viene sugerido por la foto que publicaba ayer este diario y en la que podía verse al señor Camps leyendo "ostensiblemente" durante su juicio La ruta antigua de los hombres perversos (1985; Anagrama), un libro de René Girard construido en torno (pero no solo) a la figura de Job. Dejando aparte la exhibicionista autoidentificación del todavía bien trajeado ex president con el desgraciado patriarca de Uz, a quien Yahvé castigó tan gratuita como caprichosamente (para eso es Dios), me ha llamado la atención la elección del libro, en definitiva una interpretación antropológica del hermoso poema filosófico (véase la versión de Trebolle y Pottecher en Trotta). Me pregunto quién se lo recomendaría. Quizás sus amigos -los Elifaz, Bildad o Zofar de turno- le comentaran el rol del inocente siervo de Dios como chivo expiatorio de su comunidad (como también lo fue el culpable Edipo, según Girard). Tal vez cree el señor Camps que su caso se ajusta al patrón de ídolo miméticamente deseado y encumbrado (por sucesivas mayorías absolutas), y luego injustamente derribado por intrigas, envidias o fatalidades. Como Job, Camps protesta de su inocencia, incluso de ese modo infantil que consiste en exhibir en el juicio, tras la panoplia de aspavientos, el libro que está leyendo. Podríamos sugerirle otros: el ascenso y caída de los poderosos es uno de los grandes temas de la literatura. Claro que también podría jugar al desconcierto de quienes le observan (sobre todo de los periodistas, que a todo le buscan las vueltas) y promocionar, por ejemplo, Arroz y tartana. Una de las primeras responsabilidades de las celebridades es elegir bien el libro con el que podrían ser fotografiadas, como hizo Marilyn cuando posó con el Ulises. Imagínense el quilombo interpretativo si, por ejemplo, el heredero don Felipe se retratara absorto en la lectura de Ubu, rey, de Jarry. Un famoso tiene que saber que el libro que elige será elegido por otros. Y, más tarde, esperar el agradecimiento del editor.
Un famoso tiene que saber que la obra que elige será elegida por otros. Y, más tarde, esperar el agradecimiento del editor
Babelia
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