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Reportaje:

Un sueño en la cabeza

Si decir de alguien que fue alcalde de su ciudad y presidente de su comunidad puede parecer mucho, en el caso de Pasqual Maragall no es nada. Habría que añadir que fue el alcalde de los Juegos Olímpicos de 1992 y el presidente del nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña. Los Juegos modificaron el rostro de Barcelona, quizá también sus huesos, además de colocarla en la lista de las ciudades más hermosas del mundo. La aprobación del Estatuto marcó un antes y un después en la historia política catalana. Piensa uno que ambas realizaciones (puras quimeras en el momento de imaginarlas) fueron el producto de un "delirio" al modo en que también lo son las conquistas artísticas. Es cierto que para que un delirio se lleve a cabo es preciso añadirle planificación, racionalidad, talento práctico, recursos humanos y económicos..., pero si no hay delirio (el delirio es el alma) todo lo demás es pura exterioridad. La torre Eiffel o el Empire State Building no podrían haberse levantado sin planos ni sin raíces cuadradas, pero tampoco sin delirio. Son dos ejemplos extrapolables a cualquier otro ámbito de la actividad humana. La diferencia entre el político "delirante" y el pragmático es la que va de Maragall a Gallardón. Aunque que el alcalde de Madrid (ejemplo de voracidad política desnuda, mera ambición sin sueño) consiguiera los Juegos de 2016, haría de ellos los más convencionales de la historia.

De Maragall habría que decir, pues, que, además de eficaz, fue un gestor insólito. Quizá fue eficaz por ser insólito. Su singularidad le salvó de caer en los desenfrenos propios de la corrección política, pero constituyó un arma que sus adversarios más mediocres utilizaron con vigor, y a veces con resultados prácticos inmediatos; a la larga, sin embargo, ninguna de las infamias con las que se intentó socavar su prestigio ha quedado en pie. Incluso el término "maragallada", inventado como sinónimo de algo sin pies ni cabeza, ha adquirido con el tiempo unas connotaciones amables. Nacido en enero de 1941, y tercero de una familia de ocho hermanos, pertenece a una saga entre cuyos miembros podemos encontrar empresarios, políticos, deportistas, pintores, escultores y escritores (es nieto del poeta Joan Maragall).

A nadie extrañó, por tanto, la repercusión de la rueda de prensa que ofreció el 20 de octubre de 2007 para informar públicamente de que padecía Alzheimer. Acompañado por Diana Garrigosa, su mujer, confirmó ante los medios el diagnóstico y anunció que dedicaría todas sus fuerzas a combatir esa enfermedad. "Hicimos los Juegos Olímpicos, hicimos aprobar y refrendar el Estatuto y ahora iremos a por el Alzheimer", aseguró.

"Ahora iremos a por el Alzheimer". Dicho así parece otro delirio, pero lo cierto es que la fundación que lleva su nombre ha puesto en marcha un proyecto enormemente ambicioso que aspira a convertirse en una referencia universal sobre la investigación de esta enfermedad neurodegenerativa. El Fondo Alzheimer Internacional de la Fundación Pasqual Maragall, que así se llama, está dirigido por el doctor Jordi Camí y pretender abordar el estudio de la enfermedad con nuevas técnicas y desde una mirada multidisciplinar. Dados las energías, el talento y la originalidad (el delirio, en suma) que Maragall y su entorno están poniendo en el proyecto, no sería raro que diera alguna sorpresa antes de lo previsto.

Fue una vez clausurada su etapa al frente de la Generalitat, y al percibir que algo no funcionaba como debía, cuando decidió ir al médico. La exploración no reveló nada anormal, por lo que los síntomas con los que acudió a consulta se atribuyeron a las presiones sufridas durante su mandato. No obstante, y como él insistiera en que no se encontraba bien, se le hizo un test de memoria que, sin ser determinante, levantó sospechas. Pasado el tiempo, y tras un viaje familiar a Argentina en cuyo transcurso se acentuaron algunos síntomas, el matrimonio Maragall decidió consultar de nuevo. Lo hicieron en un hospital de Nueva York, por miedo al revuelo que podría organizarse en España de producirse alguna filtración. Allí, en palabras de Diana, su mujer, "un polaco de dos metros, frío como el hielo", confirmó el diagnóstico temido.

En julio de 2007 el matrimonio volvió a EE UU, esta vez a Boston, en busca de una segunda opinión. Tras la toma de una muestra del líquido cefalorraquídeo, y a la espera de los resultados, la pareja visitó a algunos amigos e hizo turismo. Entre tanto, y dado que albergaban pocas esperanzas acerca del diagnóstico, en Maragall fue creciendo y tomando forma la idea de colocar a Barcelona en el mapa de la investigación mundial sobre el Alzheimer. Por aquellos días, según cuenta en su libro de memorias (Oda inacabada), apareció en el periódico USA Today un artículo acerca de Richard Taylord, un psicólogo víctima del Alzheimer y autor de un libro titulado Alzheimer's: from the inside out, en el que relata su experiencia y se refiere a las virtudes de compartirla con la sociedad. "El artículo", escribe Maragall, "me impactó y me convenció definitivamente del acierto de nuestra intuición: salir del armario, declarar públicamente mi nueva condición de enemigo de una enfermedad por ahora intratable, plantarle cara, buscar ayuda para los que vendrán".

Nuestro encuentro con el exalcalde de Barcelona y expresidente de la comunidad catalana se produjo a lo largo de los días 21 y 22 de julio pasados, es decir, dos años después del viaje a Boston. Dos años, en el progreso de esta enfermedad, pueden ser mucho o poco, dependiendo de factores de toda clase, incluidos los ambientales. A lo largo de este tiempo, Maragall ha permanecido activo, dividiendo su tiempo entre la familia y sus dos despachos (el de ex presidente de la comunidad y el de la Fundación Pasqual Maragall). Ha publicado un interesante libro de memorias y está a punto de aparecer España y el federalismo, que reúne buena parte de sus escritos políticos. Tiene una agenda intensa, anotada en unas hojas pequeñas (a hoja por día de la semana), grapadas entre sí, a modo de un cuaderno, que lleva siempre en el bolsillo y que consulta con frecuencia. A petición propia, forma parte de un grupo de enfermos de Alzheimer sometidos a una terapia experimental, aunque dado que el método por el que se realiza es el denominado "doble ciego", no sabe si lo que se le administra es el preparado real o un placebo. Soporta esta ignorancia con humor e ironía, en la convicción de que si le ha tocado ser sujeto del placebo no tendrá tiempo de probar el tratamiento verdadero. El de Maragall es un caso de diagnóstico precoz y de intervención también temprana, pues su médico de cabecera, cuando los síntomas por los que acudió a consulta se atribuyeron al estrés, le administró, "por si acaso", un tratamiento que no le haría daño si no era Alzheimer, pero que de serlo aminoraría sus efectos.

Primera jornada: Los juicios previos. Nos encontramos por primera vez en un restaurante de Barcelona donde tras las presentaciones, y después de que nos liberara de darle el tratamiento de presidente, proponiendo que nos tuteáramos, comimos un arroz mientras evocábamos su trayectoria política y vital. Quince años intensos de alcalde de Barcelona y tres años turbulentos de presidente de la comunidad dan mucho de sí, de modo que el tiempo pasó volando. Al llegar a los postres, y como hubiera hecho una demostración increíble de buen juicio y de excelente memoria, me pregunté dónde estaba la enfermedad. Yo había acudido a aquel encuentro como quien viaja a un territorio fronterizo denominado Alzheimer. Esperaba encontrar en él a un individuo con un pie en el lado de acá y otro en el de allá, pues me gustaba la idea de que el recuerdo y el olvido, la memoria y la desmemoria, fueran regiones vecinas, comarcas colindantes, pero claramente diferenciadas. Y pretendía que ese hombre me contara la relación entre esos territorios, que me relatara cómo se desplazaba de uno a otro y qué ocurría en el momento de atravesar sus límites. Yo había acudido a aquel encuentro, en fin, lleno de juicios previos (de prejuicios) a los que, como se verá, no estaba dispuesto a renunciar así como así. Muchacho, no dejes que la realidad te estropee un buen reportaje.

-¿Dónde está el Alzheimer? -le pregunté entonces directamente (quizá brutalmente), sin ser capaz, creo, de reprimir un tono de decepción, de queja.

Maragall sonrió y continuamos hablando de política hasta la llegada del café. Entonces, confortados nuestros cuerpos por la comida, y ya entrados en confianza, sacó del bolsillo un móvil que acababan de conseguirle en el mercado de segunda mano y que era, según dijo, idéntico al que había venido usando hasta que se le estropeara. Estaba feliz con él porque se ajustaba perfectamente a sus necesidades y a sus aptitudes. Me pidió que sonriera, sonreí, y me sacó con el móvil una foto que en ese mismo instante envió por SMS al mío, donde sonó enseguida la alarma. Abrí el mensaje, vimos el resultado y no nos gustó, por lo que repetimos la operación. Ahí estaba yo, en fin, viajando de un móvil a otro, quizá también de un lado a otro del Alzheimer. Se trataba de un juego inocente con el que pasamos un buen rato, pero me pareció advertir en él (¡por fin!) un aspecto sutilmente inquietante, también un punto de desinhibición atribuible, según el gusto del consumidor, al carácter de Maragall o a su enfermedad (cada uno encuentra lo que busca). Tras esa breve excursión a lo que decidí que era el otro lado de la frontera, regresamos a éste, donde insistí en que me hablara de su relación con la enfermedad:

-Una cosa que yo he descubierto -dijo con paciencia- es que la actividad es buena. Crear nuevos proyectos, moverse. Cuando tú estás diagnosticado de algo, ¿qué hace la gente? Etiquetarlo, clasificarlo. Éste es un demente, éste es un tipo sin memoria, etcétera. Pero todos estamos un poco locos, un poco sin memoria. Esa manía clasificatoria hace que se pierda una de las cosas claves del pensamiento: la interacción. Los problemas no están aislados, se relacionan. ¿Son todos los enfermos de Alzheimer iguales? No, cada persona es cada persona. Los que tratan las enfermedades tienen que catalogarlas, homologarlas, hacer paquetes. Pero no hay dos enfermos iguales. Los especialistas, y el Alzheimer tiene muchos, ponen fronteras en su estudio. La especialización es un sistema de progreso con muchas limitaciones, porque las cosas ocurren a la vez. Yo intento que la especialización no mate el problema. A mí me gustaría que al lado de los físicos hubiera químicos, porque yo tengo, por ejemplo, sensaciones físicas de inmaterialidad, pero si le pregunto a mi médico no sabe nada de eso, ni le interesa. Con la especialización se avanza, pero se produce una pérdida.

Otra de las cuestiones que le llamaban la atención, y que no lograba explicarse, eran los ataques de "déjà vu". Precisamente, yo había copiado en mi cuaderno un párrafo de sus memorias relacionado con este asunto (y con el de las sensaciones de inmaterialidad). Lo busqué y lo leí en voz alta. Decía así: "Estos días, a veces, recuerdo la depresión que me causó regresar de Estados Unidos, un verano en Empuries, atravesando en diagonal el campo de alfalfa entre Ca L'Eugasser y Can Rubert, con una extraña sensación de estar y no estar, andando maquinalmente".

Maragall reconoció el párrafo y evocó la situación que lo había provocado, pues se trataba, dijo, del primer "déjà vu" (acompañado también de cierta sensación de inmaterialidad) del que tenía memoria. Hablamos, asimismo, de las paradojas de la memoria que señala con detalle en su libro: el hecho, por ejemplo, de que un camino conocido le sorprendiera a veces como nuevo. En ocasiones, y debido a la enorme fuerza de la memoria remota, tenía, al regresar a lugares antiguos, la sensación de regresar a la infancia. Experiencias extrañas, en fin, desconcertantes y con frecuencia incómodas, que él observaba con curiosidad. Quizá, pensé, gracias a esa curiosidad fuera capaz de obtener también algún placer de ellas.

Para el manejo de la memoria reciente había ido adquiriendo un repertorio de trucos que denominaba "anti-Alzheimer". Así, por ejemplo, para no olvidar la chaqueta, la dejaba colgada en una silla que situaba en medio del pasillo, de modo que no tenía más remedio que tropezar con ella al salir. Y consultaba cada poco el cuadernillo que contenía su agenda semanal. Para recordar los nombres de las personas, repasaba todo el abecedario, si era necesario dando más de una vuelta; en la segunda recitaba mentalmente, ab, ac, ad... En un momento dado, hablando de un cómico recientemente fallecido cuyo nombre no nos venía a ninguno de los presentes, Maragall apuntó de súbito: Rubianes.

-He repasado todo el abecedario -explicó- y no me ha venido, pero lo he rozado, de modo que al llegar a la zeta me he dado cuatro segundos de espera y, de repente, ha saltado.

Le preocupaba la idea -muy extendida- de que la pérdida de memoria fuera acompañada de una pérdida de sensibilidad. "El Alzheimer", me diría más de una vez, "borra la memoria, no los sentimientos". De ahí su interés por programas que cuidaran los aspectos emocionales del paciente.

-Ahora -me dijo hablando de la importancia de los pequeños gestos cotidianos- yo tengo una pelea, porque hay estudios según los cuales con Alzheimer no puedes conducir, y mi hijo, con ese argumento, me ha robado el Ford Escort.

Se refería a un viejo automóvil que le ha acompañado a lo largo de media vida y al que profesa un apego casi cómico. Al hablarme de él en los términos en los que lo hizo, tuve por un momento la sensación de que en esos instantes se dirigía a mí desde el otro lado de la frontera, sobre todo porque propuso que yo telefoneara a su hijo a fin de averiguar con cualquier excusa dónde se encontraba el Ford Escort, para ir a buscarlo. Me reí por la propuesta, y él conmigo, pues incluso cuando se manifestaba el Alzheimer (si se trataba del Alzheimer) lo hacía en un registro maragalliano, pleno de ironía, de humor.

En cualquier caso, me pareció que el asunto del coche tenía un significado especial, en la medida en que conducir simbolizaba la capacidad de conducirse. Un coche propio proporciona autonomía personal; no había nada raro, pues, en que alguien cuyo horizonte era la dependencia acumulara, mientras le fuera posible, las herramientas de independencia que aún era capaz de controlar. Y aunque afirmaba de sí mismo que era un enfermo atípico porque tenía un entorno muy sólido, ya que todo el mundo lo conocía e iba con escolta a todas partes, admitía también que en esas ventajas había algo de prisión. De ahí, pensaba uno, su empeño en conducir, en recuperar su mítico Ford Escort y también en escapar de la vigilancia de los escoltas, pues se pasaba el día haciendo planes de fuga que indefectiblemente fracasaban. Me relataba estos planes con ironía, como si se trataran de un ejercicio retórico más que de un propósito real, pero no dejaba de hacerlos.

Hubo otro aspecto que también me llamó la atención en esta primera jornada. Me refiero a ciertas "ausencias" que se daban cuando alguna reunión o alguna situación se prolongaban demasiado. Entonces tenía uno la impresión de que había en el interior de la cabeza de Maragall una puerta que comunicaba la parte de delante con la de detrás (la tienda -podríamos decir- con la trastienda), de modo que, a ratos, sin dejar de estar contigo, notabas que había cruzado esa puerta, refugiándose en la parte de atrás. Cuando se encontraba en ese lado aparecía en su rostro una especie de vacío, un punto de tristeza. No logré averiguar lo que pasaba en la trastienda, pero sí que el cambio de actividad le hacía regresar de allí con bríos renovados, dispuesto a cualquier cosa.

Segunda jornada: "Este hombre es muy nervioso". La jornada empezó a las nueve de la mañana en el servicio de rehabilitación del hospital de La Esperanza, adonde Maragall acude tres veces por semana a que le den un masaje que forma parte de su tratamiento anti-Alzheimer. Habíamos quedado allí porque quería presentarnos a la masajista, Loli Díaz, de modo que los acompañé durante un rato en la estrecha cabina de masaje, donde apenas cabíamos los tres. Sin dejar de amasar el cuerpo del paciente, tumbado sobre una camilla, Loli me explicó que Maragall había llegado al servicio de rehabilitación fatigado y tenso. Le hacía, entre otros, unos estiramientos cervicales beneficiosos para la actividad mental. Maragall, por su parte, y pese a las dificultades que tenía para hablar debido a su postura (boca abajo, con el rostro introducido en un orificio de la camilla desde el que sólo veía el suelo), logró resumirme la historia del barrio en el que nos encontrábamos y me habló de una casa de okupas cercana en cuya fachada había pintadas de contenido anarquista que le hacían gracia.

Al abandonar el hospital decidió que iríamos andando hasta su casa, donde habíamos quedado con Diana para desayunar. El calor aún no era excesivo, y Maragall, estimulado por el reciente masaje, se encontraba pletórico (aún no nos habíamos dado cuenta de que ése era su estado natural), de modo que comenzamos a caminar en la creencia ingenua, por nuestra parte, de que haríamos el recorrido de un modo lineal y en un tiempo razonable. Pero andar con Maragall por las calles de Barcelona es una aventura, no ya porque todo el mundo se acerca a hablar con él como si se tratara de un amigo, sino porque él mismo puede detenerse frente a una anciana y reconvenirla cariñosamente por ir tan cargada, ofreciéndose a echarle una mano con las bolsas de la compra. Daba la impresión de que se sentía responsable de cuanto ocurría cerca de él. Según íbamos calle abajo, por ejemplo, apareció una furgoneta montada sobre la acera que estorbaba el paso a los peatones. Al llegar a su altura, Maragall introdujo la cabeza por una de las ventanillas y, dirigiéndose al conductor, que permanecía al volante, exclamó cargado de razón: "¡Hombre!". El hombre miró a Maragall como si fuera un aparecido y soltó un "Hostias" contrito al tiempo que ponía la furgoneta en marcha.

Un poco más abajo se detuvo junto a nosotros un automóvil conducido por una señora que bajó la ventanilla y gritó:

-¡Presidente!, ¿cómo se encuentra?

-Muy bien -dijo Maragall-, vengo del hospital, de darme un masaje.

-Pues yo acabo de dejar allí a mi marido -dijo la señora.

-¿Podemos subir? -preguntó Maragall.

-Cómo no -dijo la señora.

De modo que subimos al coche. Maragall ocupó el asiento del copiloto, y Jordi Socías (el fotógrafo), uno de los escoltas y un servidor de ustedes, el de atrás. Le dijimos hacia dónde nos dirigíamos y la señora dijo hasta dónde nos podía acercar. Como nos pareciera bien a todos, se puso en marcha, y durante el trayecto averiguamos que se llamaba Lolet y que era de Mataró. Dos o tres días a la semana traía a su marido al hospital para un tratamiento ambulatorio. Era simpatiquísima y muy habladora. Maragall se interesó por su vida poniendo en la escucha una tensión singular, como si sus problemas le afectaran de un modo inexplicable. Al llegar a nuestro destino nos bajamos todos del coche y nos hicimos fotos mutuamente felicitándonos por aquel encuentro que presagiaba una mañana feliz. Pero no habíamos dado más de siete pasos cuando en un semáforo se nos acercó una muchacha filipina que quería que Maragall le firmara un autógrafo para sus padres. Era muy simpática también, de modo que nos sentamos en las sillas de la terraza de un bar y nos contó su vida. Se llamaba Evangelina.

Como ya he señalado que yo iba detrás del Alzheimer como un cazador tras su presa, inmediatamente atribuí esta sociabilidad extrema a la enfermedad. Qué peligro, pensé más tarde, tiene la mirada del observador, incluso la del observador informado. Todos vemos lo que esperamos ver, de modo que si uno busca en otro el Alzheimer, encontrará el Alzheimer (pero sólo el Alzheimer). He ahí los riesgos de etiquetar a los que se había referido Maragall el día anterior. Si te dicen que este señor está loco, sólo verás en él su locura; si que tiene cáncer, sólo su tumor; si que está ciego, sólo su ceguera... La sociabilidad de Maragall constituía un rasgo de carácter que la enfermedad, por fortuna, no había aminorado. Recordé que el día anterior, un taxista al que habíamos solicitado su opinión sobre el ex presidente nos dijo que en Barcelona se le sentía muy cercano.

-Tengo un primo -añadió- que es mosso d'esquadra y que perteneció a la escolta de Maragall cuando era presidente. Siempre dice que aquélla fue la época más feliz de su vida porque cada día era distinto. Nunca sabían lo que iban a hacer, ya que Maragall no respetaba las agendas.

Siendo alcalde de Barcelona, Maragall inició una práctica inusual para conocer de cerca los problemas de determinados barrios: de vez en cuando hacía las maletas y se iba a vivir unos días, junto a Diana, a la casa de uno de los vecinos de la zona. Se lo recuerdo mientras troto a su lado (lleva una velocidad endiablada), pues intento entender frente a qué clase de talento estoy, y me responde que si eres nieto de un poeta catalán y de un zapatero valenciano, ese tipo de iniciativas carecen de mérito. Cuando le voy a dar la réplica, porque el asunto me interesa en la medida en que guarda alguna relación con los procesos creativos, se acerca alguien de nuevo para preguntarle cómo está. Y es que la enfermedad de Maragall se vivía en la calle como un asunto comunitario. Muchas de las personas con las que hablábamos tenían también un familiar que padecía Alzheimer y nos contaban su caso, estableciendo comparaciones entre el proceso de su padre o su abuelo con el de Maragall, que escuchaba a todos sin paternalismos de usar y tirar, incluso, sin paternalismos a secas. Sus expresiones eran siempre de solidaridad, de apoyo, también de optimismo.

-Es increíble -dije- el cariño que te tiene la gente.

-Tú -respondió con un escepticismo en el que no había amargura- me coges en un momento de mi vida en el que soy un ex. Ser ex es cojonudo. Si estás en ejercicio, la gente te odia, te ama o te teme. Si eres ex, eres adorable porque no tienes poder. Además, en mi caso, yo recuerdo a muchas personas su juventud, sus mejores momentos, que coincidieron con la época de los Juegos Olímpicos.

Milagrosamente, logramos llegar a su casa, un piso acogedor y modesto en el que sólo vivía la pareja, ya que los tres hijos están independizados. A Diana no le extrañó que hubiéramos tardado tanto, pues estaba acostumbrada a estos plantones (hace años preparó para el cumpleaños de su marido una fiesta a la que el único que no acudió fue él, porque se puso a ordenar papeles en el despacho y se le fue el santo al cielo).

Jordi Socías y yo tomamos posesión de la vivienda al modo de esos parientes un poco pesados que viven cerca y que pasan de vez en cuando a matar el tiempo, pues enseguida vimos que Pasqual Maragall y Diana Garrigosa practicaban una hospitalidad en la que la frase "estás en tu casa" tenía un significado literal. A nuestros anfitriones les importaban un pito las apariencias o el qué dirán (en este caso, el qué escribirán o qué fotografiarán), pues nos dejaron libertad para movernos por la casa (por toda la casa) a nuestro antojo. Diana se ocupó del café y las tostadas, y luego desapareció porque tenía que trabajar.

-Esta casa -dijo Maragall cuando nos instalamos en la terraza- es la mejor de España, y eso se debe a que tiene una señora que se llama Diana a la que se le ocurren ideas como ésta.

La idea como "ésta" era un gran recipiente de cristal lleno de avellanas, almendras y nueces junto al que encontramos una tabla y una maza de madera para partirlas, a lo que se puso con entusiasmo. Al poco se levantó, fue al interior y volvió con un aparato de radio encendido.

-Adoro esta radio -dijo mostrándonosla- porque la compré en mi época de América y me ha acompañado media vida. Es una Sony, y esto que estáis oyendo es Radio Gladys Palmera, que va cambiando de frecuencia porque es ilegal. Me encanta porque ponen música cubana. Las letras de la música cubana son mejores que Bécquer.

Como un servidor de ustedes es un poco idiota, en vez de disfrutar del bolero que sonaba en esos instantes y de la situación, que era inédita, se dedicaba a hostigar a su anfitrión con preguntas supuestamente interesantes para su reportajito de mierda sobre el Alzheimer. Uno había ido a Barcelona a por el Alzheimer de Maragall y no estaba dispuesto a que se le escapara (de nuevo la maldita etiqueta). Pero por Dios, si el reportaje estaba ante mis ojos. Tantos años de oficio y aún no había aprendido que escribir consiste en ser capaz de ver lo que tienes delante de las narices (véase La carta robada, de Poe). Maragall llevaba con paciencia al reportero de mierda que les habla, hasta que en un momento dado se volvió a Socías y dijo señalándome:

-Este hombre es muy nervioso, no se da cuenta de que para que se dé la circunstancia del conocimiento tiene que haber tranquilidad.

Yo me sonrojé, como pillado en falta. Entonces Maragall me miró con afecto, sonrió y dijo:

-¡Estos madrileños!

En cualquier caso, la alusión a mis nervios tuvo la virtud de poner un poco de orden en mi cabeza. Una vez que comprendí que para que se diera la "circunstancia del conocimiento" tenía que haber, en efecto, tranquilidad, bajé la guardia, comencé a disfrutar de la música cubana y me di cuenta de la importancia que tenían los objetos familiares para este hombre aquejado del Alzheimer. Primero fue el móvil (tuvieron, si se acuerdan, que buscarle uno idéntico al anterior en el mercado de segunda mano). Después fue el Ford Escort que le había acompañado a lo largo de media vida y que le había "robado" su hijo. Ahora era la Sony que compró en su época americana. Por si fuera poco, Maragall estaba sentado en una mecedora -otro objeto familiar, quizá otro fetiche- que se había traído de un viaje a Costa Rica y sobre la que se balanceaba con placer asegurando que quitaba el Alzheimer. No era todo: la casa en la que nos encontrábamos era la misma en la que había nacido 68 años antes. Desde la azotea, adonde nos condujo mientras nos contaba la historia del edificio, pudimos ver, tres o cuatro pisos más abajo, el patio en el que Maragall jugaba al fútbol de pequeño con sus primos y hermanos, así como las puertas que desde ese patio daban acceso a la casa museo del poeta Joan Maragall, su abuelo. Su biografía personal y su historia familiar estaban concentradas en aquel bloque, donde también vivían su hermana pequeña y sus hermanos Jordi y Ernest, este último, actual consejero de Educación del Gobierno de la Generalitat, de quien se dice con frecuencia que es el auténtico Pasqual Maragall. No había más que subir o bajar tres o cuatro pisos, en fin, para ascender o descender por el tronco de su árbol genealógico.

-Al otro lado de ese muro -dijo señalando una tapia que había a la izquierda- había un colchonero que nos amenazaba con la vara de sacudir la lana cuando colábamos el balón en su patio.

Entonces cobró sentido otra de las frases que había pronunciado el día anterior, al contarnos la historia de una amiga enferma de Alzheimer a la que había visitado aquella misma mañana en una residencia: "Si a una persona con problemas de memoria y de identidad la sacas de su entorno y la metes en un almacén de enfermos, la estás acabando de matar".

Cuando regresamos al piso, Maragall volvió a ocupar la mecedora anti-Alzheimer y dijo que esa noche había tenido un sueño divertido del que no se acordaba.

-Cuando me despierto -añadió- intento capturar los sueños, pero no consigo retenerlos. Tendría que anotarlos.

Por un momento nos quedamos callados, a la espera de que el sueño divertido aflorara a la superficie y nos lo pudiera relatar. Pero no afloró, así que, tras unos segundos de tensión onírica, Maragall se dirigió a Socías y le preguntó si quería una Coca-Cola o media.

-Pues media -dijo Socias.

-Si dice "pues"-añadió Maragall volviéndose hacia mí-, es que la quiere entera. ¡Estos catalanes!

Antes de que el fotógrafo terminara su Coca, Maragall consultó la agenda y dijo que había que salir pitando, pues tenía algo que hacer en su despacho. Pero decidió de nuevo que fuéramos andando (aunque no se encontraba cerca) porque seguía pletórico.

-La calle es un festival -exclamó con entusiasmo al pisar la acera.

Si las dependencias de su casa le servían para ir de un sitio a otro de su historia familiar, las calles de Barcelona le servían para moverse por el interior de sí mismo, como si hubiera entre su cuerpo y el cuerpo de la ciudad una extraña identificación. Conocía cada esquina, cada fachada, casi cada registro de la luz o del agua, cada boca de riego, cada edificio, cada portal, cada esquina... Nos explicaba la ciudad y la relación entre sus partes como el que explica el funcionamiento de un artefacto complejísimo a cuya construcción ha contribuido.

-Fíjate -dijo señalándome el cartel de la calle de Lincoln-, sólo tienes que ver los nombres de las calles para darte cuenta de lo grande que es esta ciudad.

A la velocidad del rayo atravesábamos plazas, cruzábamos avenidas, fotografiábamos graffitis, traspasábamos mercados y tomábamos notas de aquel viaje al corazón de Barcelona, quizá al corazón de Maragall. De repente, en una esquina, se detuvo, miró a su alrededor y sentenció de forma misteriosa:

-Esta ciudad tiene algo de japonés, de chino, fíjate en la aglomeración de comercios, en la densidad...

De vez en cuando se volvía indicándome que no dejara de controlar los coches aparcados, por si apareciera su viejo Ford Escort. ¿Lo decía desde el lado de acá o desde el lado de allá? Imposible saberlo porque acompañaba la frase con una mirada maliciosa, con una sonrisa ladina, como si le divirtiera confundir a este idiota cuyos nervios estuvieron a punto de impedir que se diera "la circunstancia del conocimiento". Por fortuna, a estas alturas, tampoco nos importaba saber desde qué lado hablaba (si había dos lados), pues ya no nos interesaba el Alzheimer de Maragall, sino Maragall, un personaje cuya compañía creaba adicción, cuya seguridad desbordaba, cuya vitalidad provocaba envidia.

Durante el resto del día, Socías y yo le acompañaríamos, más que como reporteros, como cómplices, pues también poseía la habilidad de ganarte para su causa, para sus causas, tuvieran el tamaño que tuvieran. Quizá porque fuimos capaces de adaptarnos a su ritmo vital (frenético) no huyó a la trastienda de su cabeza ni una sola vez a lo largo del día. Sólo volvimos a verle ese gesto de tristeza, quizá de desconcierto, por la noche, en su casa de Rupiá, adonde nos había invitado para que conociéramos al resto de su familia. Sucedió que un nieto le leyó delante de nosotros un cuento que acababa de escribir. A Maragall le gustó y felicitó al niño. Pero a los cinco minutos, como el cuento continuara encima de la mesa, pidió a su nieto que se lo leyera.

-Pero si te lo acabo de leer -dijo el pequeño.

Entonces Maragall se retiró desconcertado a la trastienda y cambió de conversación. Recordé que esa misma tarde yo le había preguntado qué se sentía al pertenecer a una saga familiar tan particular como la suya.

-Al final, te olvidas -dijo.

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