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Reportaje:

Jomeini, los últimos días del exilio

¿Y si el sha se marcha hoy o mañana, como dicen, ¿cuándo volveréis a Irán?

Inch 'A llah, que significa «Dios dirá».

Y al contestar esto, Harad, un muchacho barbado y moreno que hace de traductor, deja escapar una sonrisita un poco maliciosa, un mucho esperanzada.

En Nauphle le Chateau, este pequeño pueblecito a 70 kilómetros de Paris, en donde el ayatollah Jomeini ha establecido su cuartel ge­neral 'el vértice místico de la lucha de libera­ción', se viven horas particularmente afanosas y agitadas. Hoy, cuando hacemos el reportaje, se sabe ya que el sha ha perdido, que se marcha. Llegan las últimas noticias: en Irán se forma un Consejo de Regencia con presidencia de Batjiar. Por tanto, en Nauphle le Chateau se constituye un consejo revolucionario provisional, integra­do por personajes de la oposición elegidos por Jomeini. Y es que en Nauphle se conspira, se suspira y se reza. Y hay una atmósfera de emo­cionada fiesta en el entorno.

El pueblo está sepultado por la nieve. Las últimas semanas han sido muy frías, y los hielos han convertido el terreno en una peligrosa pista deslizante. A ambos lados de la estrecha carretera están los dos chalets que la oposición iraní ha alquilado. A la derecha, una casita pequeña en donde vive el ayatollah. Enfrente, un chalet mayor y desvencijado en donde se agrupan los colaboradores y a donde llegan los muchos iraníes venidos de lodo el mundo para ver al ayatollah y compartir el esfuerzo de la última lucha. En medio, en tierra de nadie, sobre la carretera, la policía francesa -dos autobuses llenos- vigila día y noche: hay que asegurar la vida de Jomeini, y la Savak, la policía política del sha, ha sido siempre muy activa.

Cinco veces al día el imán sale de su retiro, cruza la carretera, entra en el chalet de enfrente y dirige los rezos. Son los únicos momentos en los que sus seguidores pueden verle, y así le esperan cada día durante horas, de pie sobre el helado suelo, a la intemperie. Los recién llega­dos que aún no han gozado de la presencia del ayatollah se distinguen por su mayor nerviosis­mo, por su maravillada y sobrecogida expre­sión: patean las nieves con pies congelados y resoplan columnitas de vaporen silencio. Antes, al principio, cuando Jomeini llegó a Nauphle a primeros de octubre, la temperatura era aún tibia y los rezos se hacían en el pelado jardín del chalet comunal. Ahora han montado una gran tienda sobre la tierra para protegerse del frío, es una tienda de lonas azules rayadas en blanco que tiene algo de circense. A la entrada, un entarimado de madera perpetuamente mojado y erizado de cristales de hielo pretende hacer más grata la obligación de descalzarse. Porque es necesario, claro está, quitarse los zapatos antes de entrar a la tienda o al chalet, y así has de descalzarte mil veces al día y en cada ocasión los calcetines se te mojan un poco más y a las pocas horas de tal trajín consigues tener los pies em­papados e insensibles.

"Usted tiene que ponerse un pañuelo, ahora se lo traigo..."

Por ser mujer he de cubrir mi cabeza durante todo el tiempo que vaya a permanecer entre ellos. Sólo me será permitido descubrirme al salir del jardín y llegar a la carretera intermedia, que es aún francesa: en los chalets se vive el mundo islámico. El amable muchacho que me ha advertido de ello vuelve corriendo con un pañuelo marrón en la mano. Intento ponérmelo a la manera occidental. «No, no», me dicen, «tiene que taparse el pelo, echárselo hacia de­lante». Hay que ocultar la frente, que no se vea ni un cabello, que los laterales del rostro queden bien cubiertos, hay que otear el exterior a través de este improvisado túnel de tela. Y en la esqui­na del pañuelo hay una etiqueta que dice: «Miss Helen, made in France.»

Es difícil entender desde una perspectiva occidental el fenómeno de Irán. Es difícil comprender una revolución que se mueve bajo banderas religiosas y saber en qué consiste exactamente esa república islámica por sufragio universal que Jomeini quiere implantar. Como el propio ayatollah nos diría después, «la religión en Occidente es la religión de san Jesús. Tal como ha sido concebi­da se limita a un terreno personal y no tiene ninguna relación ni intervención con la vida cotidiana. En el Islam, sin embargo, la religión interviene en todas las actividades del hombre, ya sean políticas o sociales. El Islam tiene opi­niones precisas sobre cómo han de ser los go­biernos de un pueblo. No se puede comparar, en este sentido, la religión occidental con la orien­tal. El islamismo interviene en todos los asuntos del hombre y los reglamenta de forma progre­sista».

Es, pues, otro mundo y como tal hay que juz­garlo: «Yo sé que todo esto y que la figura del ayatollah deben resultar muy chocantes para vosotros», dice Jalil, «pero tampoco he encon­trado en Occidente ningún modelo de sociedad envidiable; dejadnos probar el nuestro.»

Jalil tiene veintiséis años, lleva cinco viviendo en San Francisco, California, en donde estudia física, y sin poder esperar más ha dejado interrumpida su carrera para trasladarse junto al ayatollah y después junto a su pueblo. «No podía aguantar tan lejos, no podía.»

Es un hombre alto, de barbas rubias y ropas contraculturales, vaqueros desgastados, am­plios jerseys. Escuchándole hablar, unas iraníes le han preguntado en inglés: «¿Y usted de dónde es?» «De Irán», ha dicho él. Y ellas, aún sin creérselo: «¿Y habla usted ara?» A partir de ahí han comenzado una larga, gorgojeante y gozosa conversación en su lengua, dichosos de reencontrarse bajo la patina de culturas extranjeras.

«El sha ha traicionado la historia, la tradición y la cultura de Irán», dice Jalil; «ha vendido nuestro país a los americanos. Recuerdo que cuando era chico oí al ayatollah hablar contra el sha. Decía entonces: al quitar los velos a la mujer no la estás liberando, la estás mandando a la prostitución, y luego ha sido así. Yo creo en Jomeini, creo en él.»

Está hablando Jalil del año 63. El sha hizo por entonces un simulacro de reforma agraria, dio el voto a la mujer y occidentalizó por decreto las costumbres. Bajo el aliento espiritual de Jomei­ni hubo en Irán fuertes revueltas, muertos, cárcel y torturas. A partir de entonces el ayato­llah hubo de marchar al exilio, primero dos años en Turquía, después trece en Irak. En aquellas revueltas, precisamente, fue detenido y tortura­do el padre de Mohamed.

Mohamed tiene 24 años, lleva cinco en Londres estudiando ingeniería. Hace unos días, sus padres fueron a buscarle a Inglaterra y ahora, todos juntos. han acudido a Nauphle a la llamada del imán. Mohamed es creyente y practicante, y piensa que la religión chiita es magnífica, mejor por supuesto que la secta sumnita, que es la mayoritaria en el Islam: tan solo hay un país predominantemente chiita en el mundo mahometano, y es Irán, con un 90% de adeptos. Lo cierto es que la doctrina chiita mantiene que la razón predomina sobre la tra­dición, lo que puede suponer mayor flexibilidad en el dogma.

Pero al hablar sobre esto con Jomeini. al pre­guntarle si él, como supremo ayatollah, tiene por tanto posibilidad de cambiar el dogma, ha contestado: «No, en absoluto, porque la doctri­na islámica es la doctrina de la razón y no habrá ningún cambio en ella. Aunque, por supuesto", en algunos casos concernientes a la vida coti­diana se puede llegar a un entendimiento». Es decir, que en pequeños detalles cabe el edj tehad o consejo del sabio. No todo el mundo es digno de dar edj tehad; sólo aquellos santos varones que han alcanzado el reconocimiento del pue­blo pueden aconsejar. só\o\osayatollahs. Y se es ayatollah si se reúnen varias cualidades, si se es sabio, si se es puro, si se es piadoso, si se conocen los problemas del pueblo y de tu tiempo. Y así. Jomeini. haciendo uso de su dignidad, de su derecho al consejo, al edj tehad, ha dirigido ydirige la revuelta del pueblo iraní, encabezando la lucha contra el sha.

Pero son las doce del mediodía y es hora de rezos. La tienda está llena de gente en cuclillas a la espera de su imán, y fuera, sobre las laderas como cristales del jardín, se mantienen en pre­cario equilibrio muchas personas, los más nue­vos. los recién llegados, que esperan con ansie­dad la visión del líder. Hay un pequeño revuelo, luego un silencio denso: viene Jomeini. Calla­do. mirando al suelo, el ayatollah sale de su casa, cruza la carretera con pie pausado. Lleva manto oscuro, babuchas de cuero y calcetines de lana gris, y su turbante es negro, color reservado para los descendientes de Ali. el yerno de Mahonia. su discípulo-. Atraviesa Jomeini las filas de sus seguidores con expresión hermética: Mohamed, tl estudiante de Londres; Jalil, el físico de San Francisco, unen sus voces fervorosas a los gritos rituales de rigor.

El ayalollah es un anciano erguido, de barbas blancas y rostro severo. Sus cejas son abruptas, enredadas y negrísimas, y rodeado del fulgor de la nieve, la palidez septuagenaria de su cara tiene algo de falso y enfermizo, como si su rostro fuera de cera, una careta sin vida, tiznada a la altura de las cejas.

Una vez se ha introducido en la tienda, los mirones del exterior entran en febril actividad. Se agolpan en la puerta quitándose los zapatos, se apresuran a entrar para acompañar los rezos. Sobre las al­fombras del interior hay arrodilladas unas se­senta personas, en filas compactas y perfecta­mente rectas, cara a la Meca, con el ayatollah al frente. Los hombres, delante; las mujeres, detrás, con los niños. Casi todos visten ropas occidentales, menos ellas, que sobre pantalones o chaquetas muy europeas han vestido unas túnicas hasta los pies. Son grandes lienzos es­tampados con flores mínimas e ingenuas que las cubren por completo, dejando apenas una abertura para la cara.

Alguien me da en el hombro, musita algo en farsi: es un hombre: de su mano cuelga un hilo de cuentas. Tras un momento de duda deduzco que quiere pasar delante mío, soy una mujer e inadvertidamente me he puesto entre las filas de los hombres. He de retroceder.

Comienzan los rezos. Un ayudante de Jomei­ni. de pie ante todos, dirige los cantos. Los fieles, arrodillados, se inclinan hacia delante, apoyan la cabeza sobre una piedra pulida que tienen ante ellos o sobre sus rosarios de cuentas. La ceremonia dura media hora escasa: es exacta­mente la mitad del ritual que ordena el Corán. La doctrina indica que si estás en situación de viaje y en un lugar en el que no piensas pasar más de una semana puedes reducir los rezos a la mitad. Y desde hace aproximadamente quince días Jomeini ha acortado sus oraciones. Tal es su convicción de triunfo, tan seguro está de mar­char a Irán antes de una semana.

«Me emociona siempre verle», dice reveren­temente Mohamed. el londinense, mientras observa cómo se aleja Jomeini. Y se quitan unos a otros la palabra de la boca para describir al imán, para hablar de su bondad, de su rectitud, de que no posee nada material ni nunca ha poseído. El ayatollah es un mito, una figura intocable, mucho más que un hombre: «Yo no siento nada preciso respecto a esa mitificación», explica el propio Jomeini; «podría decir sim­plemente que los hombres que son servidores del pueblo y a los que el pueblo reconoce esta servidumbre, suelen contar con el cariño de su gente, si el pueblo considera que este hombre está llevando adelante sus intereses. Yo aconse­jo a la próxima generación que ame a su pueblo, que lo sirva y que considere por encima de todo los beneficios y el bien del pueblo».

Pero el ayatollah Jomeini vive en Neuphle le Chateau como un dios encarnado en anciano ceñudo y cosecha admiraciones y obediencias por parte de todos. O casi todos.

"Yo no soy creyente. Y en Irán, los que mue­ven de verdad el país, los estudiantes, los inte­lectuales. no son precisamente los creyentes".

Esto lo dice un hombre de media edad, de ojos líquidos, enfundado en un abrigo azul ma­rino e impecablemente encorbatado. Es un in­geniero, trabaja en Irán y no quiere dar su nombre: «Tan sólo soy un portavoz del Frente Nacional.» En las luchas de Irán, por supuesto, hay comunistas, socialistas o socialdemócratas. como los del Frente Nacional.

Sin embargo, es Jomeini y su autoridad reli­giosa lo que mueve al país, él es el único capaz de lanzar a la calle a millones de iraníes, aunque el elegante ingeniero sostenga que sólo son creyentes el 60% de los ciudadanos. Tres cuartas partes del pueblo iraní pasan hambre, viven en la miseria, carecen de posibilidades vitales y culturales. Tres cuartas partes del pueblo iraní comprenden y obedecen al ayatollah, y sólo a él. Y esto lo saben los comunistas, los socialistas, los socialdemócratas del Frente Nacional. Como dice el encorbatado personaje, «nuestro pueblo tiene una fuerte tradición religiosa: establezca­mos primero una república islámica. Después ya irá evolucionando la mentalidad de la gen­te».

Este ingeniero es, evidentemente, un ministrable. Todos los días "y aún más estos últimos días" el ayatollah es visitado por elegantes, cultos y europeizados personajes recién llega­dos de Irán, con noticias, con consignas, con decisiones. Son los ministrables, los futuros dirigentes del país, tejiendo su tela de araña de estrategias. Se distinguen perfectamente de los demás porque se deslizan con especial discreción por el entorno, porque permanecen poco tiempo en los hotelitos y porque son todos igua­les: hombretones que rozan los cuarenta años, de labios espesos y pelo negro peinado al agua, de abrigo azul marino cruzado, corbata de seda y pantalones grises, lisos o rayados. Parecen llevar el uniforme del político.

Así es este mundillo que rodea al imán: los ministrables, la policía, los periodistas, sus se­cretarios, que son serios y sesudos, sus colabo­radores. Que son jóvenes entusiastas que forman la infraestructura del movimiento, que barren la casa, que tiran declaraciones a ciclostil, que pintan con cal. sobre un trapo negro, esa leyen­da que se ve en el lateral de la tienda: «Es mejor morir que aceptar la humillación». Y aún que­dan por mencionar los fieles, los crédulos, los esperanzados que llegan cada día a Neuphle como en peregrinación. Todo este movimiento efervescente, en suma, te hace pensar en un montaje, en un montaje por otra parte lícito y útil, como si en el 78 la oposición iraní hubiera decidido una labor conjunta, y buscando un líder que pudiera arrastrar a la lucha a todo el pueblo, hubiera coincidido en la necesidad de potenciar a ese ayatollah Jomeini hasta entonces desconocido internacionalmente, pero respetado en su país, un hombre anciano y digno que habia sabido mantener sus convicciones en el exilio, y así hubiera lanzado la figura del ayato­llah como bandera de la revolución, como en­seña emocional y publicitaria.

Y el ayatollah, mientras tanto, reza y reza en su pequeña casa cercada por la nieve. Y tal parecería que Dios le escucha, pues sus rezos han sabido infundir valor suficiente al pueblo iraní para derrocar al sha, a ese Reza Pahlevi que subió al poder en el 41 y que desde entonces ha gobernado dictatorialmente su-país por me­dio del terror y la tortura.

La supuesta modernización del sha fue una modernización para los clanes im­periales, para las familias poderosas, mientras el pueblo seguía en la miseria privado de su propia cultura. Ahora, la tradición que el quiso borrar le ha vencido y el sha pisa por última vez los alfombrados salones de pala­cio, se apresura a sacar sus riquezas de Irán ha evadido 150.000 millones de pesetas -, cierra maletas interminables y prepara sus botas de esquí para el traslado.

"En los dos últimos meses", dice el hombre del Frente Nacional, "han muerto en Irán 30.000 personas." En los últimos meses, día tras día, doce millones de iraníes se han lanzado a la calle. Han sido aporreados, ametrallados, han regado las aceras con su sangre, para volver a salir, horas más tarde, a ofrecer simplemente su fe contra el fuego del ejército. "Entre el propio ejército hay gran división", dice el ministrable; "sé de soldados y oficiales que han muerto a manos de sus compañeros".

Jalil, el estudiante de San Francisco, exclama con rostro iluminado: "Es la primera vez que un pueblo se lanza a la calle por motivos puramen­te políticos y no económicos. Una y otra vez, cada día, el pueblo se ha enfrentado con el ejército; es emocionante, es tremendo".

Lo es. Por eso es tan difícil de juzgar, desde aquí, el proceso iraní, folklorizado de rezos, de misticismo, de pañuelos con los que has de tapar tu frente. Jaljani, discípulo de Jomeini, un reli­gioso que viste de gris y negro en ropajes flotan­tes y ciñe blanco turbante, explica que el único fin de todo este movimiento es el de dar el poder al pueblo. El Gobierno se elegirá por votación, y la república islámica tendrá libertad de prensa, de opinión, respetará todo tipo de creencias religiosas y contará con todos los partidos. Lo que se quiere es recuperar la soberanía popular, poner realmente en funcionamiento la Consti­tución de 1909, limpiar Irán de manos extranje­ras, arrebatar el petróleo a los americanos. Lo que se quiere es vivir en paz e independiente­mente, ni la Unión Soviética ni Estados Unidos, una simple república amistosa que se mantenga dignamente. Y cuando esto se consiga, el ayato­llah volverá a Irán y allí seguirá aconsejando espiritualmente al Gobierno y al pueblo, gran ayatollah Ruhollah Jomeini. 78 años, voz del Corán, guía de chiitas.

Se caen. Constantemente está cayendo gente al suelo, la tierra helada parece un metal pulido. Los periodistas se desparraman con estrépito de cámaras por los suelos, crash, crash; los hom­bres de turbante y grandes mantos se desploman con sordo golpe amortiguado por las ropas, plof, plof; los seguidores resbalan en su aturullamiento por conseguir una buena posición para ver al imán, cataplún. Y luego se levantan sonrientes, sacudiéndose manos y pantalones: ¿qué es una caída en la nieve comparada con el momento que se está viviendo?

Uno de los colaboradores de Jomeini acaba de darse una recia costalada justo en la puerta del ayatollah y al ratito, con eficiencia y rapidez secretarial, reaparece con un pequeño pico y rompe el reciente hielo. Es necesario mantener el estrecho sendero que une la casa con la tienda perfectamente limpio, no vaya a ser que en uno de los rezos Jomeini resbale y deje su anciana y sagrada cabeza estampada en el camino. El ayatollah ha de vivir hasta completar su obra.

Tras los rezos del mediodía es la comida, y con hospitalidad musulmana, todo el mundo está invitado a participar en ella. Antes daban queso; ahora, como hace tanto frío, se distribuye una sopa humeante sobrenadada por lagos de aceite y verduras. Y el pan, esas barras intermi­nables de crujiente pan francés, las baguettes. En el hotelito comunal hay una habitación destinada al uso de todos, allí se sientan los militantes, los secretarios, los recién llegados, los periodistas, lodos escrupulosamente descal­zos. Es una habitación cuadrangular. empape­lada en flores, desprovista de muebles y cubierta con alfombras, al modo iraní. Con otros inqui­linos debió ser un dormitorio, pues en la pared aún quedan dos apliques de luz en tul rojo y rizado.

Hay mucha gente, mucho movimiento, se está constantemente entrando o saliendo de la habitación. En una esquina están los hombres; en otra, las mujeres. Las mujeres son todas jóvenes, muy jóvenes y hermosas, de nariz recta, labios gruesos, dientes agresivos y óvalo perfec­to. Visten pantalones y ropas occidentales y se cubren la cabeza con pañuelos de tonos oscuros. Están enfrascadas en su trabajo, todas escriben afanosamente arrodilladas y apoyadas en el suelo. Quizá hacen resúmenes de prensa o co­pian comunicados. Llenan con bellos caracteres árabes interminables hojas en blanco, mientras los niños corretean a su alrededor y los hombres conversan en el rincón de enfrente.

"Pero en el Corán la mujer está supeditada al hombre", les digo; "según la doctrina, la mujer es un ser impuro." Y ellas contestan que no, que en el Corán todos son iguales. "Y además", añade una muchacha con ingenuo orgullo, «ahora las mujeres en Irán son muy activas, van a las manifestaciones con los niños." Le digo que el hecho de que sean ellas y no los hombres quienes lleven a los niños ya supone una dife­rencia, pero la muchacha habla poco inglés y no me entiende.

Entonces interviene Jila. Jila es una mujer de veinticuatro años, muy guapa, madre de dos niños pequeños que trotan descalzos sobre las alfombras (el crío con el pelo al aire, la nena con un pañuelo minúsculo cubriendo la cabeza), es psicóloga y hace nueve años que vive en Ale­mania. "En estos años he tenido contacto con diversas clases sociales de la sociedad alemana, con trabajadores, profesionales liberales, co­merciantes medios, y he podido darme cuenta de que la liberación de la mujer occidental no es tal. En Occidente todo se rige por el dinero, por lo económico, y la liberación de la mujer ha de pasar también por ahí. Sin embargo, las mujeres alemanas que he conocido estaban sometidas a una doble esclavitud: por un lado, trabajaban en condiciones de explotación en un sistema capitalista, y, por otro, tenían que encargarse tras su trabajo de las faenas domésticas, de los niños, de todo..." Jila habla con fluidez y apa­sionamiento. A nuestro alrededor se han agru­pado las demás mujeres: quizá no entienden lo que ella dice, pero cabecean en señal de asenti­miento y de vez en cuando me dedican una sonrisa luminosa.

"En nuestra sociedad "añade Jila, no po­nemos el énfasis en lo económico, sino en el perfeccionamiento del hombre. Prueba de ello es que entre nosotros cuanto mayor es una per­sona más respetada es y mayor valor tiene, por­que es más sabio, mientras que en Occidente los ancianos son relegados y no sirven para nada porque ya no producen. Claro está que nosotras, las mujeres iraníes, hemos luchado y tenemos que seguir luchando por nuestra liberación. Pero no admito que las occidentales estén más avanzadas que nosotras. En Occidente, por ejemplo, la mujer no está nada politizada. Y sin embargo, nosotras cumplimos un papel político de primera línea y nuestro juicio es respetado y tenido en cuenta.

Y mientras habla recuerdo las últimas fotografías del Irán actual, la imagen de esas mujeres de ropas flotantes y frente cubierta que pelean en las es­quinas calzadas con zapatos de tenis para poder correr mejor, es este un irán sorprendente y en ebullición sin duda.

De algún lugar en el interior de la casa surge la voz parpadeante de una radio. El locutor habla en farsi, quizá sea una emisora iraní. Al­guien entra y dice que los soviéticos han regado de tropas las fronteras con Irán, dispuestos a intervenir en el país si los americanos intentan algo por su parte. La imagen de un Vietnam desgarrado por voluntariosos salvadores ajenos se cierne un momento en el ambiente, pero están todos demasiado felices como para no ser optimistas. "Quizá esto sea lo que decida el último levantamiento popular", dice uno.

Y se espera. Mientras tanto hablo con Nader. Nader tiene cuarenta años, el rostro rasurado, gafas de miope y una gabardina color miel. Vive desde hace mucho en París y en su apariencia hay algo conocidamente religioso, parece un hombre del Opus o un cura jesuíta. Nader dice que sí, que la mujer es un ciudadano de segundo orden en el Islam (la descendencia importante es la de Ali y no la de la hija de Mahoma; Nader mismo es descendiente de Mahoma por línea femenina), pero que en Occidente tenemos ideas muy equivocadas respecto a todo esto. En la mujer descansa la responsabilidad cultural de la familia. Por eso, y desde siempre, muchas mujeres iraníes han sido profesoras. La hembra manda en la casa, en la educación de los hijos, la abuela puede regir a toda una extensa familia y sus consejos son órdenes.

¿El aborto? Bueno, es más factible en el Islam que en el cristianismo, puesto que para el cris­tianismo el feto tiene alma y para el musulmán no. ¿La anticoncepción? El Corán no dice nada al respecto, pero Nader cree que la anticoncep­ción en Occidente sólo sirve para favorecer la promiscuidad sexual, la frivolización de las relaciones, y que eso no le interesa nada. «Pero la anticoncepción libera a la mujer de su papel solo materno», le digo. Y Nader explica que también eso es diferente en Irán, que allí las familias llegan a tener cincuenta miembros, que es la mujer, sí. quien da a luz, pero el cuidado de los niños es comunal, de tal forma que la madre no ha de verse esclavizada en la casa, puede salir, dar clases, hacer lo que le venga en gana.

¿Las relaciones sexuales? En el Islam lo que se busca es la perfección del hombre. Por tanto, las relaciones sexuales, tan importantes, han de ser tomadas seriamente, no con frivolidad. No hay tabúes: en el colegio, junto a los fundamentos del Corán, los niños aprenden lo que es el sexo. Pero tampoco hay relaciones gratuitas: las pa­rejas han de ser estables.

¿Y si el matrimonio sale mal, y si no se con­genia? "Entonces", dice Nader, "está el divor­cio. que es muy fácil; sólo requiere el consenti­miento de ambos cónyuges." ¿Y no está mal vista una mujer separada? "No", responde: "yo conozco a una anciana que estuvo casada siete veces, algunos de sus maridos murieron, de otros se separó porque no podían tener hijos. En fin, es algo normal". Y, sin embargo, cuando después planteo al ayatollah Jomeini una pre­gunta sobre el papel de la mujer, el imán con­testa: "La sumisión de la mujer de que habla el Corán no quiere decir servidumbre. Pero hay terrenos en los que el hombre concibe mejor los problemas que la mujer. Y es mejor que la mujer no se oponga a este tipo de supremacía, pues oponerse estaría en contra de su prestigio, de su dignidad y de su reputación como mujer. La mujer es libre y tiene el derecho de participar en todos los asuntos, pero el Islam ha prohibido las cosas que atacan su dignidad y su castidad.

Y se espera. Los iraníes esperan la caída defi­nitiva del sha. tan inminente: los colaboradores de Jomeini esperan la vuelta a casa, los ministrables esperan su nombramiento en el consejo revolucionario que regulará el referéndum y nosotros esperamos que Jomeini nos conceda una brevísima entrevista.

Es difícil ver al imán. Está viejo y ocupa­do. y en estos días finales, sobre todo, su tiempo se reparte entre los rezos y las decisiones políticas. Cada madrugada, a las dos y media, se levanta para orar, y su jornada termina a las once de la noche. Como es un mito, sus secretarios personales son el único vínculo de Jomeini con el exterior. Para hacer una entrevista has de escribir un cuestionario: «No más de cinco preguntas», dijeron. Hice nueve. El cuestionario es traducido por escrito al farsi y luego es estudiado por los secretarios. A las pocas horas de haberlo entregado viene Iarad, el traductor, y me pide que lo acorte y que quite las preguntas personales, "a las que nunca contesta". Quedan seis preguntas, pero aun así es imposible verle el primer día. Hay que volver al siguiente, rogar e implorar a los atareados iraníes, que se deshacen en disculpas y en ama­bles sonrisas. Al fin nos avisan al caer la tarde: el ayatollah espera.

Todos corremos, sus secretarios se afanan, el traductor muestra su agitación. Antes de entrar, tras descalzarme, me piden que oculte más mi cara con el pañuelo, "que no se vea nada del pelo". Entramos en el pequeño cuarto, también alfombrado, también vacío de muebles. En un rincón, junto a una piel de borrego sin curtir, está sentado el imán con las piernas cruzadas, las manos en el regazo, una sortija de plata con una piedra oscura en el meñique derecho. Jo­meini mira fijamente a un punto indeterminado del suelo, frente a él. La escasa luz del interior llena su arrugada cara de sombras, y sus cejas siguen pareciendo un añadido extraño al cuer­po. No levanta los ojos del suelo, no nos mira ni mira a sus colaboradores. Habla con voz pausa­da y extrañamente joven, como de hombre de cuarenta años. Y entonces comienza la panto­mima: en cuclillas, con la cabeza inclinada para que no sobresalga a la del ayatollah, he de decir mis preguntas en francés. Uno de sus secreta­rios. arrodillado junto a mí. lee posteriormente la traducción hecha al farsi. El ayatollah contes­ta con su voz sin tonos que parece agua y Harad. el traductor, toma nota de sus palabras acodado en el suelo. Vuelvo a decir otra pregunta en francés, vuelve a leerla el secreta rio en farsi y así sucesivamente.

Todo resulta bastante absurdo: ni sé lo que Jomeini está diciendo, ni importa lo más mínimo lo que yo diga, si hago la pregunta o cuento un chiste, puesto que el secretario no sabe francés y en cualquier caso se limita a leer las preguntas traducidas. Pero hay que cubrir las apariencias. Y el ayatollah, mientras tanto, ha­bla y habla, sin mover un músculo, sin parpa­dear, serio y lejano, inhumano en su apariencia. Al terminar -¿diez minutos quizá, con todo?- desaparece sin decir palabra tras levantarse con inusitada agilidad: su mutis, por lo rápido, re­sulta casi mágico, como si rescatara en su huida el secreto de sí mismo.

Atardece. Hoy hay más policía que ayer, quizá por la crítica situación que se atraviesa. En Neuphle le Chateau se espera que la radio, de un momento a otro, anuncie que el sha ha abandonado Irán. Pero aunque Reza Pahlevi se vaya, se seguirá luchando si Bajtiar sigue em­peñado en presidir un consejo de regencia. Así lo ha dicho Jomeini:

"Continuará nuestra lucha hasta que el sis­tema monárquico desaparezca por completo, hasta que haya un Gobierno elegido por el pue­blo, hasta que se establezca una república islámica".

Hace frío, y muchos de los que han venido para acompañar al gran imán dormirán sóbre­las alfombras de la casita comunal, aguardando' el triunfo. Y mientras, rezarán con Jomeini sus plegarias, acortadas según la ley coránica por la idea de no permanecer más de una semana en este sitio. Irán les espera, al mismo tiempo próximo y lejano. Como dice Harad, Inch'A- llah.

El ayatolá Jomeinie en Neauphle le Château (Francia), días antes de que regresara a Irán tras la caída del sha.
El ayatolá Jomeinie en Neauphle le Château (Francia), días antes de que regresara a Irán tras la caída del sha.CHEMA CONESA

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