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Justicia poética

El escritor madrileño José Ángel Mañas relata su experiencia en un ciclo de cine brasileño en el Reina Sofía, una exposición de Roberto Matta en el Thyssen, en el Museo del Escritor y alguna calle donde los otrora conquistadores han sido conquistados... Consulta nuestro especial BabeilAmérica

"Pero es que Brasil es así. Donde vosotros tenéis historia, raíces, nosotros tenemos espacio y selva. Todo está hecho a lo grande, todo es exuberante, todo tiene un crecimiento monstruoso. Nuestras ciudades son enormes selvas de asfalto. La música, la literatura, todo adquiere un carácter torrencial. Hasta las religiones se americanizan. La mayoría es católica. Pero también hay mormones, evangelistas, y dentro de los evangelistas están la Congregación Cristiana en el Brasil y la iglesia Dios es Amor, que cuentan cada una con centenares de miles de fieles. Las religiones allá tienen el mismo tirón pasional que los clubes de fútbol de Europa".

Eso lo afirma Isabel, la chica brasileña con la que he quedado a primera hora de la tarde en el Starbucks de la plaza de Neptuno. Rubia, de piel clara y una altura que frisa el uno noventa, su físico se prestaría para hacer de danesa. Ella es de interior, como dice, ni playera ni sambera. Universitaria con inquietudes culturales, hemos coincidido el lunes en la proyección de la película O Bandido da Luz Vermelha, de Rogelio Sganzerla, dentro del ciclo dedicado al Novo cine brasileño programado por el Reina Sofía durante la primera quincena de octubre. Éramos apenas veinte personas.

-Yo es que no conocía a ninguno de los realizadores, y he pensado: tengo que saber qué se hacía en mi país en los 60. Pero confieso que los cortometrajes que han puesto antes han sido duros.

Más que duro, el primero fue insoportable. Un tipo quemando documentos sobre un bidé. En blanco y negro y sin sonido. En el siguiente se escuchaba una tertulia de artistas como Caetano Veloso. Decían cosas como 'la cultura es locura', 'la biblia es el texto más creativo que conozco y es completamente lisérgico', y al mismo tiempo se veían planos de los protagonistas muy serios posando ora de frente, ora de lado, como si los estuvieran fichando en una comisaría. Y de fondo, a todo trapo, la Marsellesa.

El largometraje era otra cosa. Un delirante western, según su realizador, sobre el tercer mundo. Un asesino seductor y absolutamente marginal, con un punto existencialista a medio camino entre El extranjero y la nouvelle vague, solo que en plan paródico. Se pasa la película intentando suicidarse, matando hombres y mujeres y burlando a la policía. Entremedias, voces que narran en off y en tono irónicamente épico su aventura ( "¿Es un genio criminal o una bestia?"), planos de luminosos con mensajes subliminales, la historia de un político corrupto y hasta una invasión de ovnis. Un espectáculo histerizante, totalmente barroco, y un pelín angustioso. "El tercer mundo explotará. ¡Ni los que tenéis zapatos sobreviviréis!", exclama una y otra vez el alucinado protagonista. A Isabel le ha parecido una especie de Cobrador revisado por un Almodóvar carioca experimental. Le ha hecho bastante gracia.

- ¿Crees que podría haberlo filmado cualquier suramericano? -me intereso.

- Pues claro. Brasil es parte de Latinoamérica. Todos los latinos formamos una masa bastante homogénea. Surgimos de prácticamente los mismos materiales culturales, y tenemos una historia similar. Lula y Chávez en muchos sentidos son intercambiables. Los dos han sabido devolverle su orgullo al pueblo.

Cuando le pregunto si se va a acercar a escuchar a los artistas latinos que están esta semana en VivAmérica, me dice que le habría encantado ver a Riptstein (intervino el martes), pero que no tuvo tiempo. Nos separamos y me acerco al museo Thyssen. Allí exponen una de las obras más conocidas del pintor surrealista chileno, Juan Matta. Un tríptico enorme, con los cuadros laterales ligeramente vueltos hacia el espectador y arriba, otras dos telas bocabajo que se juntan con el lienzo central, al que casi se diría que sirven de marquesina. El resultado es como estar ante un cubo abierto. Un espacio donde se multiplican las correspondencias de todo tipo -rítmicas, cromáticas, de motivos- entre los cinco cuadros. El paisaje mental que configura el conjunto resulta emocionante y absolutamente convincente. No hay trampas. La vibración que uno experimenta delante del cuadro no engaña. Estamos ante pintura de la de verdad.

- Piense que la sensibilidad suramericana ya de por sí es surrealista -me dice una señora mayor con aspecto de profesora que debe de verme necesitado de tutela estética -. Por eso arraigó tan bien allá. En el fondo, ¿no es el realismo mágico una cierta forma de surrealismo?

Yo prefiero no contestar, y vuelvo a abstraerme en el cuadro un buen rato antes de salir de nuevo a la calle. La pintura de Matta todavía colea en mi memoria mientras paso entre las casetas de la feria del libro antiguo, en Recoletos, y ando luego, por Génova, Santa Engracia, en dirección a Quevedo. La temperatura ronda los 30º. El veranillo de San Miguel aún acompaña en este arranque de octubre y casi todos seguimos en manga corta. El Centro Moderno de Arte queda en la calle Galileo. Allí me ha citado Iván, un poeta venezolano afincado en Lavapies. Juntos entramos en el lugar, que está dividido entre la librería, dedicada a autores latinoamericanos, y las vitrinas del Pequeño Museo del Escritor, donde se muestran objetos personales de ciertos autores.

- Mira esa pipa de Cortázar, o esos sombreros de Bioy Casares. Y ahí están el revólver y las gafas de de Onetti. Más de un fetichista mataría por tenerlas. Y encima es una de las mejores librerías latinas de la ciudad. Aquí está Bolaño -dice, fijándose en la balda de la B, donde el escritor hispano más famoso de los últimos tiempos separa a Bioy Casares de Borges -. Y abajo hay una exposición sobre ilustraciones clásicas del Martín Fierro. ¿Vamos?

Lo sigo y, efectivamente, en el sótano hay una serie de litografías del celebérrimo poema de José Hernández, de cuya muerte se cumple el 125 aniversario. Las poderosas imágenes de Belloq, de Norberto, Lamela, Vanzo y otros recrean el universo pampero de los gauchos. Algunas son expresionistas, otras clásicas o comiqueras, las más modernas casi abstractas. En ellas aparece Martín Fierro a caballo, con la guitarra o con la escopeta o sencillamente amarrado codo con codo. Los que más me impresionan son los masivos barbudos de Ricardo Carpani. Antes de salir, Iván se detiene ante una ilustración de la famosa 'payada' con el moreno.

- Es mi fragmento preferido, cuando preguntado por la esencia del tiempo el gaucho dice eso de "el tiempo sólo es tardanza/ de lo que está por venir;/ no tuvo nunca principio/ni jamás acabará,/porque el tiempo es una rueda/ y rueda es eternidad...".

Además de venezolano "rojo, rojito, y de verdad", como dice él mismo, Iván es un poeta que se sabe de memoria centenares de versos propios y ajenos que declama en todo tipo de eventos.

- Es que Madrid es la París literaria del siglo XXI. La época en que los escritores sudamericanos se sentían obligados a pasar por Francia ha pasado. Ahora el latinoamericano prefiere esto. Si te fijas, ya no son solo los roqueros argentinos, los Ariel Roth, Calamaro y compañía, sino que vienen muchos escritores, novelistas y poetas.

Él mismo anima una tertulia en un café céntrico. Sus contertulios son todos latinos globalizados. Pese a su insistencia, mientras lo acompaño en taxi, solo entro a saludar un momento y al cabo los dejo discutiendo a voces sobre el valor del cada vez más omnipresente Bolaño.

Me meto por fin en el Metro y a la salida en Colonia Jardín veo que una antigua frutería castiza se ha convertido en frutería de Jhon Edwin, que es también el dueño del locutorio vecino, y el principal local de copas se ha transformado en un disco pub latino. Hay una especie de justicia poética en ello. Los colonizadores, colonizados.

La ultísima parada la hago en el bar de mi barrio. Allí está el dueño, Fernando, que, viendo que hay algunas parejitas alrededor, decide cambiar la música de Sabina por unas bachatas que enseguida animan al personal.

- Es lo que más gusta -dice, mientras me sirve una copa y le echa un vistazo a las caderas de la chica más joven, que baila no muy lejos -. También les pongo merengue y salsa, pero las bachatas es lo más pegadizo. Este, por ejemplo, nunca falla -añade, mientras Antony Santos empieza a cantar su 'ay, amor, cómo lloro'.

Yo asiento, dándole un sorbo a mi güisqui y ojeando el programa de la Casa de América de mañana (hoy). Hay momentos en los cuales la globalización no parece tan mala.

José Ángel Mañas.
José Ángel Mañas.LUIS MAGÁN

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