Del silencio al hambre
En la fiesta de esta noche, en el enorme comedor del Ayuntamiento de Estocolmo, había 1.350 comensales. Ávidos. Pasaron del silencio respetuoso con que aguardaron, en la sede donde se entregaron los premios, la llegada del rey y de los premiados a un bullicio estrepitoso, organizado en torno unas 500 velas y animado por centenares de camareros y por un ejército de cocineros que lleva trabajando el pato, el rodaballo y el bavarois al chocolate desde el jueves último. Aquí están todas las familias de todos los Nobel, acaso 120 personas; hay un número similar de peruanos y de españoles, por cierto; y está toda la sociedad sueca, presidida por los reyes y casi toda su familia. La cena, que se espera aquí como el gran acontecimiento del año, tiene dos puntos culminantes, cuando habla el rey, que no dice más allá de siete palabras en honor de Alfred Nobel, y cuando habla el Premio Nobel de Literatura. Este año Mario Vargas Llosa ha explicado lo que quería hacer: "Como soy un fabulador, a esas mil y pico de personas que me van a escuchar les contaré un cuento. Lo malo del asunto es que el protagonista de la fábula soy yo".
Antes del cuento, la realidad. El banquete fue el preludio del baile. Esa, la del baile, es una tradición tan querida por los suecos como la monarquía o los premios. Pero para bailar hay que comer y beber. El menú incluía gelatina de pato, rodaballo con trufa, había aquavit, que es como el ingrediente simpático que los suecos le ponen a la vida, y también hubo champán, vino blanco y el café que los nórdicos insisten en llamar en café. Por cierto, hubo papas en abundancia, acaso porque uno de los protagonistas de la noche, Mario Vargas Llosa viene de Perú, el país del que viene la papa (patata dicen los peninsulares).
Había en la atmósfera de esta fiesta un cierto candor sueco, combinado con una ansiedad cultural que ha convertido este país en un curioso territorio de cruces literarios y musicales. Escuchamos a Prokófiev cuando le entregaron el Nobel a Vargas Llosa, y hemos escuchado a Juan Sebastián Bach, a Cole Porter y a Frank Sinatra.
Sesenta y seis mesas dispuso la Fundación Nobel para este banquete. Aquilatados al milímetro, en cada mesa había representantes de los más diversos sectores del mundo cultural, diplomático y político, de Suecia y del mundo. Los ganadores desfilaron por la gigantesca pasarela como si pagaran un tributo de solemnidad a la perfecta organización tradicional que convierte este acontecimiento en su bautismo de gloria. Muchos saben que mañana tendrán las medallas y el dinero, pero también la tranquilidad de haber superado la semana más estimulante y agotadora de su vida. Por cierto, el techo del lugar del banquete era un cielo azul, perfecto, artificial por supuesto.
Babelia
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