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CÁMARA OCULTA

La Sardà

Tuve ocasión de asistir a los ensayos de una de esas ceremonias que con cierta frecuencia presenta Rosa María Sardà y de comprobar hasta qué punto se trata de una actriz de carácter. Discutía machaconamente cada línea del guión, aceptaba ideas a la vez que proponía con insistencia las suyas propias, hasta que finalmente el conjunto acabó pareciéndole adecuado a su medida. Cuando se celebró el acto, fue sorprendente oírle recitar el texto como si se le acabara de ocurrir a ella misma, todo parecía improvisado, fresco, natural y, en su interpretación, las palabras tantas veces revisadas, venían al pelo y resultaban, desde luego, muy graciosas.

Tiene vis cómica esta actriz catalana, a quien la Academia de cine le concede ahora la medalla de honor. De casta le viene a la galga, en su familia hay o ha habido otros talentos en el mundo del espectáculo, ese que ella por su parte ha derrochado en numerosas películas, con Berlanga y Almodóvar, con Gómez Pereira, Colomo... Y también como actriz trágica, tanto en trabajos teatrales, La casa de Bernarda Alba recientemente, como en la pantalla. Sea en el género que sea, la Sardà da la impresión de que le sale espontáneamente lo que está diciendo, de que no estaba prefijado, de que lo que acontece a los personajes fluye por sus venas, de que pasaba por allí... Y tiene gran sentido del humor. ¿La recuerdan presentando las ceremonias de los Goya en los que al mismo tiempo ella era candidata a los mismos premios?

Es una presencia singular en el cine y el teatro, la Sardà, uno de esos lujos que en nuestro país no solemos reconocer merecidamente. Y es que está tan anclada en nuestras pupilas esta mujer que la damos por hecho, con su manera de hacer que camufla el esfuerzo y la tenacidad de un trabajo riguroso -lo más difícil en el arte de los cómicos es representar lo que parece más natural-, incluso con ese humor que ella practica como si se le exigiera. Pero cuando la Sardà se pone seria, cansada de saludos protocolarios, de venias y ringorrangos, se adivina en ella cierta melancolía, como en el tópico del payaso que se pinta la cara para disimular la tristeza.

Cuando tenía yo la intención de meterme con el exceso de premios que la Academia de cine viene concediendo últimamente con ritmo frenético, tengo que optar por callarme e inclinar varias veces la cabeza. Se trata de la Sardà.

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