El fado como tinto de verano
Mariza muestra su rostro más liviano a la caza del aplauso menos consistente
Las bicicletas son para el verano. El fado, casi que no. Atravesamos días de ardores, euforia y pasión desatada, pero la más genuina tradición musical portuguesa explora en sentimientos casi antagónicos: la pérdida, la nostalgia, la tragedia, el destino ineludible. Los fados enturbian la noche y empañan las miradas, pero ahora, con la embriaguez pasajera del estío, solemos pensar que la vida puede ser una bonita historia de amor. Ya llegará el otoño, las tormentas y la constatación variada de las catástrofes. Sentimentales, vitales, anímicas. Uno solo se acuerda de Amália cuando truena.
Los programadores de los Veranos de la Villa, poco propensos a vernos sufrir, han preferido que el fado desembarcase a orillas del Manzanares en su formulación más liviana. Y así llegamos a Mariza; la Mariza de estos tiempos fugaces, no la que conocimos a principios de la década pasada. Entonces parecía la voz más alentadora del occidente ibérico. Hoy no sabemos qué pensar, pero solo por fidelidad al optimismo veraniego.
Mariza Brandão pide palmas desaforadas, invita a patear el piso, corta las canciones para reclamar la participación del público, alaba la causa futbolera, presume de guapa. De la esencia de la Lisboa vieja hemos pasado al fadito estival, shakirizado. A ratos pareció inevitable que escucháramos el Waka-Waka, como si aquella artista que nos fascinó con Fado em mim hubiera orillado el Rioja para consagrarse al tinto de verano. A ratos puede apetecer, no lo dudamos, pero a partir de cierto punto es garantía de resaca.
La mujer de silueta espigada y escueta cabellera tintada en rubio conoce bien los sortilegios de la tristeza. Tiene 36 años, pero desde los cinco ya espiaba a las cantantes entre las bambalinas de la casa de fados familiar, en el barrio de Mouraria, y aprendía las primeras piezas aunque no supiera leer: su padre le anotaba las letras con dibujitos. Los tiempos han cambiado, pero no parece que el júbilo dylaniano sea aplicable en esta ocasión. Algunos no se han sobrepuesto al último Rock in Rio lisboeta, cuando Mariza, enfundada en chupa de cuero, enfurruñó el gesto para abordar una lectura de Come as you are, de Nirvana. Sí, puede que no fuese la más brillante de sus ideas.
Hay en su actitud un ánimo de popularización que a veces la aproxima a Dulces Pontes, el más manido de los modelos posibles. A Mariza le juega una mala pasada su carácter demasiado expansivo y se sitúa en una encrucijada que debería resolver si no quiere ponerse a girar en redondo, sin dirección ni sentido. Los momentos verdaderamente emotivos, los del bellísimo fado Primavera o Voces do mar, a partir de un poema de Florbela Espanca, se alternan con otras ocurrencias mucho más desdichadas, como adentrarse en el bolero o inundar Meu fado meu —el tema que en su día interpretara junto a Miguel Poveda— con unos teclados en modo cuarteto de cuerda más propios de una velada en el casino.
Así, entre contradicciones, se suceden los acontecimientos ante 1.800 personas. Invita Mariza a un fadista de hechuras clásicas, Ricardo Ribeiro, o presume en Chuva del precioso entrelazado de las tres guitarras, pero también recurre a un percusionista tan amigo de los focos que termina marcándose un solo en Barco negro. Los juegos vertiginosos de luminotecnia encajarían en cualquier macroconcierto en el Estádio da Luz del Benfica, pero no parecen el mejor envoltorio para la poesía del dolor.
Babelia
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