El mejor restaurante de Italia
La Osteria Francescana, en el centro de Módena, queda sexta en la lista de los mejores restaurantes mundiales de la revista 'Restaurant Magazine'
El mejor restaurante de Italia vive suspendido entre tradición y vanguardia, casi mimetizado en la planta baja de un histórico edificio de Módena. La pequeña ciudad de provincias se extiende a unos 40 kilómetros de Bolonia, plácida como las desconocidas joyas de Italia central, donde el tiempo parece haberse parado entre palazzi color ocre y amarillo cálido, callejuelas peatonales, soportales, bicis, y edificios como el ayuntamiento y la catedral medieval, que se enfrentan en la plaza principal. La sede original del número 22 de la calle Stella fue un paradero para peregrinos y huéspedes del aledaño convento franciscano. La Osteria luce su historia en el nombre, La Francescana.
Desde que abrió a mediados de los noventa, el restaurante se ha ampliado y ha debido apoderarse de locales contiguos: el horno para pan y grissini, el comedor para cocineros y camareros, la bodega de los vinos, la oficina. La Francescana es hoy una especie de campus con varios anexos, parece casi que el éxito, los premios, los reconocimientos internacionales (más que de la conservadora escuela autóctona) hubieran cogido desprevenido a su fundador, dueño, cocinero y alma creativa, Massimo Bottura. Nacido en Módena en 1962, último de cinco hermanos, madre ama de casa y padre empresario, Bottura es el único cocinero italiano en el top ten de los cincuenta mejores restaurantes del mundo según los 800 jurados de la revista británica Restaurant Magazine. Su restaurante ha quedado sexto en la lista de 2010, trepando siete posiciones con respecto al año pasado.
"Allí está la cocina italiana actual", destacan quienes le han concedido el premio. De hecho, entre bambalinas, La Francescana tiene mucho de laboratorio, de taller, de experimentación curiosa y sin treguas. Superado su umbral, tradición e innovación se convierten, como nunca, en dos caras de la misma moneda.
"La cocina es pequeña" dice Bottura a modo de excusa, mientras se pone rápido su chaqueta blanca, saluda con palmaditas y bromas a sus jóvenes colaboradores, agarra un tenedor y se abalanza sobre la olla de las tagliattelle al ragú. "Mmm, deliciosas", exclama con los ojos cerrados y la mano que hace aspavientos en el aire. El local rebosa de música pop a todo volumen, fogones y paquetes de carne que esperan para ser cocinados. El sumiller Giuseppe Palmieri llega con los cascos del iPod y empieza a estudiar la carta de vinos y cervezas. "Claro que está más que consentido acompañar algunos platos con cervezas, siempre que sean buenas y artesanales", afirma. Bottura le hace eco: "Entre fogones, el único pecado mortal es la arrogancia. Todo se puede probar. Por eso me rodeo por un tropel de jóvenes cocineros". Son cinco: Yoji Tokuyoshi y Takahiko Kondo, de 32 y 31 años, japoneses; Michele Castelli de 25 años y Davide Di Fabio y Riccardo Forapani, ambos de 24. "Para encontrar mi forma de expresión utilizando los sabores, así como un músico o un pintor usan notas y colores, necesito escuchar a estos jóvenes, contaminarme con su entusiasmo, ingenuidad descarada y preparación académica".
Bottura es un volcán, se mueve, cata, recomienda, sonríe y no deja de hilvanar argumentos. Arte, filosofía, cocina, viajes y fútbol (es del Inter y por las apuestas ganadas a su amigo Ferran Adrià garantiza tener cenas reservadas en elBulli antes de que cierre temporalmente en otoño). Mezcla todo sin pausas, con alegría, moviendo las manos como aspas. Repite una frase: "Para hacer cocina de vanguardia hay que conocerlo todo y olvidarlo todo". Lo ha pensado mucho. La tradición ha llegado a ser considerada tal porque, en el momento en que nació, fijó un sistema de recetas impecables perfectas. "No puedo olvidar de dónde vengo. Esta es la tierra del buen comer: los tortellini, la pasta rellena, el queso parmesano, la mortadela, los caldos, el vinagre balsámico". Todo esto es su historia. Es su madre, Luisa, de más de 80 años, que cocinaba todos los días para 15 personas y es su padre, que tuvo que encargar al carpintero del pueblo una mesa especial para que ni un amigo, ni un tío, se quedaran de pie a la hora de comer.
"Pero hay que evolucionar. Hay que seguir buscando". Y él lo hizo. Viajó mucho, hizo becas y permanencias de estudio con George Coigny, Alain Ducasse, Ferran Adrià. "Las recetas de la tradición no son como obras de arte intocables que guardar bajo cristal en un museo del gusto. Hay que usar la tradición y actualizarla", cierra.
Sus menús (el básico cuesta 130 euros) son un compendio de este pensamiento. Crecen en el cruce entre mil años de historia gastronómica italiana e ideas nuevas y texturas ligeras. La cocina recargada y grasienta de los campesinos de la zona más rica de Italia queda renovada, purificada, sublimada como en un proceso de abstracción. Lo humilde se transforma en plato de Rey. La mortadela ("el embutido de quienes no podían comprar jamón") abre su menú, reinventada como mousse ligera y sabrosa. Una patada al horno lo cierra. Láminas de trufa le dan un toque valioso.
Es un proceso de ascensión casi mística lo que le pasa a la comida en la cocina de La Francescana. La carne, los embutidos, las salsas, los caldos; se liberan de su parte grasienta, pesada, para encontrar la quintaesencia del gusto, su verdadera alma. En realidad es una mística al revés. Porque si los monjes budistas meditan para abstraerse del mundo, los platos no abandonan su dimensión terrenal. Al revés, la profundizan. Al fin y al cabo, lo que buscan es emocionar el paladar. Y dan en la diana.
Babelia
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