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Reportaje:

Vida, ficción y memoria de un poeta

Luis García Montero bucea en la infancia de Ángel González

El poeta Ángel González en una imagen reciente
El poeta Ángel González en una imagen recienteSANTOS CIRILO

Ángel González era el colmo del ateísmo. Y eso que un día llegó a ver a Dios. Pero aun así, con más motivo si cabe, se empeñó en no creer. Era un prisma triangular, transparente, muy parecido a lo que había descrito Santa Teresa de Jesús, le dijo años más tarde su amigo y poeta también, Carlos Bousoño. Una manifestación clara, reveladora, que a cualquiera le habría bastado para colocar un chiringuito, forrarse y vivir del cuento. Pero a Ángel González, no. A Ángel González aquello no le pareció para tanto, como recoge Luis García Montero en la memoria novelada que le ha escrito a su amigo.

Ni para que se hubiesen librado guerras en su nombre, ni para que, a mayor gloria suya, se hundiese por los siglos de los siglos a un país como España en la oligofrenia. Así que con todo, viéndolo claramente, sintiendo la llamada del más allá, decidió no creer, excepto en los casos en que, cuando le preguntaban por el Ángel Exterminador, sabía perfectamente quién era. "Hay muchos en Oviedo, pero el jefe de todos ellos fue el coronel Aranda, seguido muy de cerca por el comandante Caballero", contestaba.

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Y se murió una fría madrugada de enero, hace año y medio, sin bajarse del burro. Por aquella extraña luz que ni decía, ni maldecía, no iba el chico, hijo de una maestra republicana, a echar por tierra los ideales y la creencia en que las cosas pueden hacerse con esfuerzo, con perseverancia, con decencia. Fueron otras cosas las que le convencieron de que aquello no era así. La guerra y la victoria. La tragedia que acabó con la idea del país normal que pudo traer la República y finalmente se truncó.

Esos años de infancia, adolescencia, drama y desengaño son los que García Montero relata en Mañana no será lo que Dios quiera (Alfaguara), el libro que empezaron a hacer juntos y acabó él solo, aunque sintiéndose acompañado por ese muerto presente que es para él Ángel González. Es un libro de homenaje sentido, que mezcla géneros y recuerdos, que revela todo aquel dolor y aquella dicha. La que a él le daba tanto pudor confesar en vida.

García Montero grabó horas y horas de conversación con el poeta, cuando se retiraban a Rota (Cádiz) en verano. "Le gustaba contar su infancia. En los últimos años fue cuando más le volvía el recuerdo de la guerra. Sus amigos le decíamos: ¿por qué no lo escribes? Y él respondía que era demasiado doloroso, demasiado duro y que corría el riesgo de convertirse en algo patético".

Por eso García Montero le tomó el relevo. "Si te parece, lo intento yo", le dijo. Ángel aceptó. En principio, lo asumió como una biografía. "Pero pronto me di cuenta de que debía alejarme del tono profesoral, de las notas a pie de página, de la frialdad del ensayo. Eso le quitaba vibración humana, le quitaba emoción", comenta el autor. "Es curioso, porque finalmente me ha hecho sentir el veneno de la prosa. Me lo ha regalado, me ha abierto un nuevo camino, ha ampliado mi mundo literario más allá de la poesía y el ensayo".

No es que Ángel no quisiera indagar en sus vivencias más tristes. Lo hizo durante toda su vida, constantemente, en la poesía. "Más en sus dos últimos libros. El otoño y otras luces y su obra póstuma, Nada grave", recuerda García Montero. Pero en este libro, memoria y ficción se anidan y se entrecruzan de manera poderosa. "Los resortes de la memoria son muy parecidos, son juegos que se elaboran igual".

Y así van apareciendo en el Oviedo de su infancia, sus realidades, sus verdades y sus fantasmas. "Sentía el regreso feroz de aquellos días", comenta su amigo. El padre y el abuelo Muñiz, de quienes no tenía recuerdo físico -uno murió cuando él no tenía ni dos años y otro antes de nacer-; sus hermanos, Manuel, asesinado; Pedro, en el exilio. Su madre, su hermana Maruja, Soledad, la criada; sus amigos, los Taibo o Manuel Lombardero; amores primeros; maestros y curas; villanos, pequeños héroes y desgraciados sin fortuna. Un mundo en una colmena. Un ideal en el fango.

Ángel aprendió muy pronto el sentido de la derrota. "En la guerra aprendió a perder para no sentirse vencido. Su prudencia era la del superviviente", asegura García Montero. Eso le enseñó a ser realista en sus posibilidades. "Distinguía entre futuro, eso a lo que todos tenemos derecho a soñar sin que llegue a ser la utopía de un mundo ideal y el porvenir, que es aquello que nos aguarda a la vuelta de la esquina". Sufrió, se vio humillado por el trato que recibió una familia de perdedores y siempre supo dignificar la derrota. "Al final fue feliz, al ver la España que le hubiera gustado que disfrutaran sus padres y sus abuelos".

Una España en la que finalmente llegó a ser Ángel González. Porque desde siempre tuvo un serio problema con su identidad, como demuestra uno de sus poemas más célebres: "Para que yo me llame Ángel Gonzalez, / para que mi ser pese sobre el suelo, / fue necesario un ancho espacio / y un largo tiempo...". ¿Quién era? ¿El hijo de aquel profesor de caligrafía, hijo de labradores, que se murió pronto al empeñarse en operar su cojera? ¿El nieto de aquel hombre que estableció un método para aprender matemáticas en la caprichosa España de la Restauración? ¿Era Churchill, el chavalillo que se sabía de memoria los ocho grados de ángeles: serafines, querubines, principados, potestades, dominaciones, virtudes, tronos y arcángeles? ¿El enfermo de tuberculosis que despertó su pasión literaria postrado en cama y fascinado por Juan Ramón Jiménez? ¿El crítico de música y experto en circo que escribía crónicas deslumbrantes en La voz de Asturias y que firmaba, según le diera, como Cano o Belvedere? Todos compusieron esa obra genial, caminante, vagabundo de la noche, sobrado de discreción, amigo profundo, poeta descomunal que se llamó finalmente Ángel González.

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