El poeta del compromiso
Muere Mario Benedetti después de una larga vida de lucha contra la adversidad y en defensa de la alegría
Murió Mario Benedetti. El poeta resistente, que vivió el exilio y la enfermedad (un asma pertinaz, obsesiva) le fueron rompiendo, pero él se mantuvo siempre "en defensa de la alegría". Finalmente, una agonía causada por un fallo intestinal, que hizo deprimentes sus últimos días, le rompieron del todo, y murió ayer a los 88 años, en su tierra, Montevideo. Nació en Paso de los Toros, pero esta urbe que parece un microcosmos literario fue el lugar al que volvió siempre, de todos los exilios. Era al final (y esta expresión la acuñó él) un desexiliado. Pero su alma sufrió las heridas de todos los exilios.
Su muerte se produjo semanas después de su última hospitalización por fallos multiorgánicos que al final le cegaron el humor y la vida; pero había empezado a morir mucho antes; hace tres años falleció su mujer, Luz, con la que vivió toda la vida, en la libertad y en el destierro; él creyó siempre que la enfermedad de Luz, que se olvidaba de apagar las luces de la casa, en Madrid, era una simple distracción, e incluso le compró artilugios con los que dominar las consecuencias de su sordera. El poeta del compromiso, del amor y de la alegría, sintió luego que, en efecto, esas ausencias eran debidas a un alzheimer que inundó la casa de desolación y de huida.
Se fue con ella, de nuevo, a Montevideo, y allí la cuidó hasta que finalmente le dejó del todo. Y le dejó malherido. Benedetti tuvo algunos momentos de alegría después, como cuando Hortensia Campanella, su biógrafa última, le entregó el manuscrito en el que se condensa la vida entera del escritor que nos ha dejado. Él ironizó ante tanto papel, y delante de Ariel, su fiel ayudante, dijo: "¿Tanto he hecho?"
Pero su alma estaba herida; seguía escribiendo, poemas, haikus, animado por su editor de poemas, Chus Visor; tenía la casa llena de literatura; en un tiempo él fue política, enteramente, sus poemas estaban al servicio de la rabia que le produjeron las dictaduras del sur, la suya, la uruguaya, que le persiguió a muerte, y la argentina, que fue cómplice de aquella y también quiso matarle. Mató a un amigo suyo, el líder político Zelmar Michelini, y esta muerte fue un símbolo de las muertes que hubo antes y después en la vida acosada de hombres como él. Luz fue su bastón. Y Palma y Cuba y Lima sus lugares de exilio; a los tres les guardó siempre gratitud; fue un gran defensor de la Cuba de Fidel, por eso mismo, pero jamás utilizó esa afinidad para discutir, en los últimos tiempos sobre todo, lo que en esa revolución que él quiso se fue torciendo.
Era un hombre cordial, enteramente, pero era un tímido absoluto. Los que le conocieron en España le recuerda, por ejemplo, en la Feria del Libro de Madrid, puntilloso, anotando con palotes los libros que firmaba; y le recuerdan rechazando el pescado con espinas y en general las tonterías; era un conversador tranquilo; llegaba a los sitios con su maletita marrón gastada, y dentro llevaba siempre poemas o cartas, en esos momentos en que cumplía compromisos parecía a la vez el escolar que fue y también el oficinista.
Su apariencia era la de un juez de paz, pero nunca hubo paz dentro de su alma, ni siquiera cuando se le vio feliz, con sus manos a la espalda, con su mirada desvaída por las lentillas, con su bigote largo e invariable a lo largo de una vida en la tantos se enamoraron al tiempo que recitaban sus poemas o escuchaban las canciones que hicieron con sus versos su paisano Daniel Viglietti y el catalán Joan Manuel Serrat. Con Viglietti tiene una anécdota que se parece a algunas de las que le convertían también en un escolar huidizo al que le asustaba la fama, al tiempo que le agradaba que algunos, ante sus recitales multitudinarios, le dijeran que parecía una estrella de rock.
Hubiera sido incapaz de cantar, pero un día se encontró con Viglietti en París, en un aeropuerto, y Daniel le dijo a Mario: "Estoy haciendo música para sus poemas". "Y yo estoy haciendo poemas". Entonces el poeta se quedó pensando, y añadió, riendo como reía, como para no molestar: "Tenemos que hacer algo con esta casualidad". De esa casualidad nacieron conciertos, libros; eran como dos en la carretera; cuando vimos a Viglietti en Montevideo, en el entierro de Idea Vilariño, a mediados de abril, la gran amiga generacional de Mario, el cantante nos dijo: "Y lo de Mario. Estamos tan mal, y vamos aún a lo peor".
Se apaga la voz de su compañero, pero quedan la voz de las canciones.
Montevideo fue su último sitio, y fue casi el primero. Su largo recorrido por la vida conoció una interrupción terrible, cuando los médicos le detectaron tumores que aconsejaron operación, en el Hospital XII de Octubre de Madrid. Allí le atendió, entre otros, el doctor José Toledo, que le conocía, y todo el mundo se desvivió por él como si no fuera tan solo un enfermo sino un padre, o un hermano, el hombre que había iluminado con sus versos (de amor, de política, de tierra, de aire) la vida de cualquiera. Un día, poseído por el dramatismo al que a veces lo llevó su pesimismo, el que también está en sus poemas, y en sus narraciones, Mario decidió abandonarse. Como hubiera dicho Idea, que le precedió en la muerte, empezó a decir para qué. Detrás de esa decisión de no seguir hay algunos versos, como estos: "Me he ido quedando sin mis escogidos/ los me dieron vida/aliento/paso/ de soledad con su llamita tenue/ y el olfato para reconocer/ cuánta poesía era de madera/ y crecía en nosotros sin saberlo/ Me he quedado sin proust y sin vallejo/ sin quiroga ni onetti ni pessoa/ ni pavese ni walsh ni paco urondo/ sin eliseo diego sin alberti/ sin felisberto hernández sin neruda/ se fueron despacito en fila india".
En ese clima de desolación en el que lo pusieron la enfermedad y su porvenir Mario descuidó su aspecto, dejó de afeitarse, y alguien le dijo, una madrugada: "Así no pùedes estar. Tú eres guapo, un hombre así parece enfermo. Ya no lo estás". Le bastó. Al día siguiente se rasuró del todo, se puso de limpio, y cuando este amigo le visitó otra vez y se hizo el distraído sobre su nuevo aspecto, el viejo poeta revivido le llamó la atención y le dijo:
-¿No te has fijado que hoy sí me afeitó?
Era un hombre insobornable, el más comprometido de su tiempo. Su muerte deja en silencio mustio su época, su ejemplo y la raíz de sus versos. Pero los muchos que le cantan no lo dejarán, como él decía del verdadero amor, en lo oscuro.
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