La novia de Lorca y otros amores
Con el tiempo, el blanco y negro de las fotografías sólo deja entrever la sombra de una luz. La atrayente magnitud en una mirada algo esquiva. Pero esas imágenes sí dan fe de un verdadero misterio que hoy puede aclararse. Aquellos ojos que Federico García Lorca no quería contemplar ("... pero que sin mirarlos dan la muerte / con el puñal azul de su recuerdo", según dejó escrito en Madrigal triste de ojos azules) no responden a un mero tema poético, como muchos críticos han creído. Tienen nombre y dueña.
María Luisa Natera Ladrón de Guevara se llamaba. Y llevaba en la cara dos gotas juguetonas de agua marina en las que el poeta se zambulló apasionadamente. Fue, según sus hijos han reconocido ahora a Ian Gibson, un amor imposible de juventud. El hispanista lo desvela en su nuevo libro, Lorca y el mundo gay (Planeta), para el que, paradójicamente,
ha encontrado uno de los secretos mejor guardados en su biografía: la primera novia de Federico García Lorca.
Gibson siempre sospechó que aquellos escritos primerizos no podían ser simplemente ensoñaciones. Coartadas de asuntos a explorar teóricamente o fogonazos imaginarios. "Siempre intuí que venían de experiencias traumáticas. De una pérdida que él sufrió como un drama", comenta el mayor biógrafo del poeta.
A menudo se ha ensalzado la preferencia y la fascinación de Lorca por el carácter femenino. En sus obras teatrales, donde realiza un auténtico tratado psicológico de la mujer, y en su poesía. Hasta el momento, su mayor musa poética conocida era otra muchacha con la que coincidía el mismo nombre pero diferente apellido: María Luisa Egea.
En ella se encuentran varios rastros de su época de juventud. Pero la aparición de esta otra muchacha, una niña de 15 años cuando se cruza en el camino de Lorca, que contaba 18, abre nuevas interpretaciones a las primeras etapas de su obra. Las que aparecieron en 1994 publicadas por Cátedra en un corpus deslumbrante y que forman una increíble juvenalia.
Se conocieron en un balneario. El investigador asegura que muy probablemente en Lanjarón, cerca de Granada, donde doña Vicenta, la madre de Federico, iba a menudo.
Solía acompañarla su hijo. María Luisa Natera estaba allí con su abuela. Pronto algo les unió: un piano de cola. "Mi madre tocaba muy bien. A los clásicos. Nos dijo que interpretaba piezas con Lorca a cuatro manos", comenta su hija María del Carmen Hitos Natera.
En los poemas citados aparece claramente un encuentro similar. "El piano de cola de sonido sangraba / con un vago Nocturno que un muchacho tocaba. / Ella vino a mi lado con su oro y su gasa. / ¿Es Chopin?... Sí, Chopin... / Y no dije nada. /... Después de separarnos / la tristeza me ahogaba".
La música unía dos sensibilidades entregadas al temprano romanticismo de Chopin y a la pasión por Beethoven. Lorca dudó durante mucho tiempo entre ser músico o escritor. Justo en esos años empezaba a inclinarse por la literatura, aunque nunca abandonaría su otra vocación. Pero pronto comprobaron que otras cosas les separaban. Luisa Natera venía de una familia rica de Córdoba. Nació en Almodóvar del Río en 1902, según ha constatado en su partida de nacimiento el propio Gibson. Hubiese sido difícil que los suyos permitieran una relación con quien no ocultaba ya su intención de ser poeta.
No es casualidad que en Córdoba, por aquella época, corriera un chascarrillo clarificador respecto a aquella familia: "Si quieres hacer carrera, cásate con un Natera". Pero la impresión que dejó en Lorca la muchacha fue intensa. "Le escribió varias cartas que ella guardó incluso después de casarse con mi padre", comenta su hija María del Carmen en su casa madrileña del Barrio del Pilar. Al final, Luisa contrajo matrimonio con Enrique Hitos Rodríguez. Era un hombre con alma de artista también. "Se empeñó y lo consiguió. Mi padre pintaba, aunque vivíamos de su farmacia. Ese retrato de mi madre es de él", indica señalando la pared.
En el cuadro, los profundos y arrebatadores ojos azules que embrujaron a Lorca también hipnotizan a quien ahora los contempla. Unos ojos de generoso reparto genético que ha heredado su hija, y también sus nietas, a juzgar por las fotografías que tiene por la casa. Son la marca de los Natera. Pero hubo otras cosas que sin duda impactaron tanto en el poeta que la perdió como en el pintor que se acabó casando con ella. "Mi madre tenía una sensibilidad, una inteligencia y un sentido del humor impresionantes. Era muy ingeniosa, divertida y bromista".
Probablemente aquella mujer fue consciente del rastro que dejó en Lorca: "Tenía una biblioteca muy completa, con todas sus obras conocidas". El poeta permaneció junto a ella, de alguna manera. También la joven guardó durante años sus cartas. Aunque éstas desaparecieron. "Las quemó mi padre. No creo que fuera por celos. Más bien lo hizo por miedo. Era republicano y temía que en un registro de la Falange descubrieran en su casa las cartas de un represaliado".
Una pena. Sólo la palabra de la familia basta para comprobar la historia. Pero es una palabra que encaja a la perfección en la obra del autor. De ahí la seguridad de Gibson para desvelarla. Aunque falten pruebas. "Existía también una fotografía de ellos dos en el balneario con más gente. Pero por más que la busco, no la encuentro", asegura María del Carmen.
Fueron sus hijos quienes entraron en contacto con el hispanista. A raíz de la serie que emitió Televisión Española dirigida por Juan Antonio Bardem sobre la muerte del poeta. "En ella se hablaba de María Luisa Egea, y ellos me escribieron para contarme la historia de su madre", recuerda ahora.
Durante años, María Luisa Natera nunca les habló de aquel poeta simpático y con encanto, sensible y frágil que se enamoró de ella. Hasta que cuando corrían los años setenta y su hija empezaba a acudir a las fiestas del Partido Comunista, el nombre del artista salió en su presencia. "Me compré libros de Alberti, de Blas de Otero y de Lorca. Fue entonces cuando mi madre empezó a hablarnos de él. Nos dijo que fue su pretendiente".
Federico siempre fue un niño y un joven especial. Consciente de ser diferente del resto. En aquellos tiempos, cuando conoció a su amor de juventud, venía de una época turbia en el instituto de Granada, al que fue a parar después de una infancia feliz en su pueblo. "Se sentaba en el último banco. Le llamaban Federica", cuenta el hispanista. Su identidad sexual estaba comenzando a abrirse paso de manera ambigua, extraña en un mundo donde no se toleraban ciertas cosas. "Debía de ser horrible sentirse homosexual en la España de aquellos años. Pero mucho peor era serlo en Granada", añade Gibson.
El Lorca joven es un artista que empieza a proyectar los grandes temas que no abandonará nunca. "Es de un anticlericalismo y un antimilitarismo salvajes. Tenía también mucho miedo de parecer afeminado". Eso, unido a otros complejos: unos andares torpes debido a que tenía una pierna más larga que otra, cierta trabazón física que salvaba con un impresionante don de gentes. Empezó pronto a ser lo que fue: "Un anticlerical cristiano, rebelde, pendiente de las injusticias sociales que vio de niño en Fuentevaqueros y homosexual. No se le puede entender sin esto", insiste Gibson.
Es una faceta que siempre ha resultado incómoda para muchos. Empezando por parte de su familia y acabando por un sector conservador de la crítica. Pero esas reticencias son hoy completamente incomprensibles. Como incomprensible fue la aparición en el Abc de la época de Luis María Anson de sus Sonetos del amor oscuro. Aquello indignó a poetas como el Nobel Vicente Aleixandre, amigo y compañero de generación de Lorca. "No podía comprender cómo un periódico con el consentimiento de la familia, para empezar, cambiaba el título y los llamaba Sonetos de amor. Así aparecieron en la citada portada de 1984. Menos aún que en ninguno de los análisis que los acompañaban se hiciera la más mínima alusión a su inspiración homosexual". Es más, Aleixandre llegó a decirle a su amigo el poeta andaluz José Luis Cano: "Se ve que la palabra homosexual todavía es tabú en España, en ciertos medios, como si el confesarlo fuese un descrédito para el poeta. Todo eso viene de muy antiguo, de cuando la Inquisición quemaba vivos a los culpables del delito nefando".
Aquel amor oscuro también tenía, en gran parte, cara y nombre: Rafael Rodríguez Rapún, secretario de La Barraca y de Lorca. El poeta se había enamorado perdidamente de él, según le confesó a su amigo Cipriano Rivas Cherif. Aunque no es una obra que deba analizarse sólo en ese sentido. Se lo razonaba el mismo Aleixandre a Gibson en 1982: "Era el amor de la difícil pasión, de la pasión maltrecha, de la pasión oscura y dolorosa, pero no quería decir específicamente amor homosexual". No tuvo futuro esa pasión adolescente con María Luisa Natera, como tampoco lo tuvieron posteriores historias siempre truncadas. "Es horrible no poder vivir una vida como se desea. Él nunca lo consiguió. Nunca tuvo derecho a esa felicidad". Cuando algún periodista le preguntaba, no sin cierta mala intención, por qué no se había casado, Lorca siempre respondía: "Me debo a mi madre".
Pero aparte de doña Vicenta, Lorca amó con locura a otras personas. El caso de Rapún fue el más trágico porque su pasión quedó truncada por la muerte de ambos. Con una coincidencia potente en su vínculo. El mismo día que se cumplió un año de que al poeta le asesinaran salvajemente en Granada junto a dos toreros y a un maestro de escuela, el joven Rapún moría en el frente. Dirigía un batallón en Bárcena de Pie de Concha (Cantabria), y uno de sus subordinados, Paulino García Toraño, le contó a Gibson que más bien saltó de la trinchera y se dirigió hacia su triste destino de forma suicida.
Tampoco Lorca fue correspondido por otros. No le quiso el escultor Emilo Aldrén. "Ocultó su relación con Lorca, más cuando él se convirtió, con el tiempo, en uno de los artistas del régimen", asegura Gibson. El autor recuerda también cómo Maruja Mallo una vez le confesó que fue Federico quien le robó a Aladrén que era, según ella, un auténtico efebo.
Otra pasión conocida fue la que le unió con ese ser asexuado, medio andrógino y maniaco obsesivo que era Salvador Dalí. Por cierto, el único amigo del poeta que habla de sus experiencias carnales. O de los intentos y el empeño de Federico en que mantuvieran relaciones. Algo que Dalí, según él mismo confiesa en sus memorias, rechazó. Aunque se sintiera muy halagado por el hecho de que el mayor poeta de España quisiera poseerlo.
Todos ellos, en su felicidad y su fracaso, proporcionaron al torrente creativo del poeta sensaciones y emociones suficientes como para componer con una angustia rebelde y asfixiante sonetos oscuros y emocionantes como éstos:
"Huye de mí, caliente voz de hielo,
no me quieras perder en la maleza
donde sin fruto gimen carne y cielo.
Deja el duro marfil de mi cabeza,
apiádate de mí, ¡rompe mi duelo!
¡Que soy amor, que soy naturaleza!"
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