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Discurso de Juan Luis Cebrián en la ceremonia de entrega del Premio Internacional "Don Quijote de La Mancha"

Los hombres del metal son duros como el hiero, flexibles como el acero, testarudos como el plomo, y brillantes... si tienen la fortuna de que los ilumine el sol. Los hombres del metal están hechos de una pieza. Fundidos en el fuego, moldeados al martillo, son sólidos, constantes, y pueden ser severos, pero también risueños. Luis Ignacio da Silva, Lula, pertenece a esa especie de luchadores natos que el ramo metalúrgico aporta en no importa qué batallas por la libertad. Es así en todas partes, siempre ha sido así en tiempos de zozobra, como si yunques, tornos y fresadoras fueran símbolos de rebelión y esperanza.

Nacido en 1945 en Caetés, Pernambuco, este individuo recio que ahora ven ustedes, comenzó a trabajar con solo doce años, y no ha dejado de hacerlo desde entonces. Se levantó contra la dictadura de su país, agitó a las masas en defensa de sus derechos, convocó huelgas y manifestaciones, habitó las cárceles, y fue así madurando un proyecto político que le llevaría a la presidencia de Brasil -después de repetidas derrotas en las urnas- cuando se hizo garbosamente con la victoria electoral en 2003. Su programa esencial pudo no parecer muy imaginativo, pero constituía todo un reto: luchar contra el hambre del pueblo y dotar a sus ciudadanos de un vigoroso sistema de educación.

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Cinco años después de llegar al poder, y tras repetir legislatura, el antiguo sindicalista obrero se ha convertido en uno de los hombres de Estado más notables del mundo, el más relevante, sin duda, de toda Latinoamérica, y una referencia moral inevitable para cuantos creemos que la política tiene todavía algo que ofrecer a las personas. Pero no es éxito de su liderazgo ni sus capacidades de estadista lo que premiamos hoy, sino su contribución a la cultura, y al progreso a través de esta; su demostrado interés por los idiomas del pueblo, el portugués, las lenguas amerindias -que se cuentan casi a centenares en Brasil-; y de manera quizás un tanto sorprendente para algunos paseantes de estas tierras, su impulso del castellano en la sociedad que gobierna.

El 7 de julio de 2005 el Congreso brasileño aprobó una ley (la Ley del Español), que establece la obligatoriedad de ofrecer clases de nuestro idioma en todos los colegios públicos y privados de primaria, permitiendo la discrecionalidad en los centros de secundaria. De esta forma se ampliaron de manera impresionante el campo del hispanismo y la demanda de profesores capaces de actuar con excelencia académica en la enseñanza del español. Este se estudia allí de manera masiva, ha desplazado al inglés en el sistema escolar, y se calcula que los actuales alumnos pueden convertirse en más de doce millones cuando se desarrolle plenamente la ley. El español es hoy en Brasil lengua de los negocios y lengua de cultura, es un vehículo de integración y exclusión social, y el proyecto liderado por Lula, que ya había sido impulsado por su predecesor, contribuye a forjar como ningún otro una identidad común en América Latina, un universo cultural y comercial compartido por cientos de millones de habitantes.

Esta consideración del castellano como lengua de comunicación y de progreso contrasta, desde luego, con algunas batallas episódicas que por aquí se libran. La acción benéfica del Brasil sobre nuestro idioma no responde a pulsiones filantrópicas sino a una consideración de las lenguas como medio de entendimiento y diálogo, destinadas como están a unir a las gentes, no a dividirlas. Y es portadora de un mensaje ambicioso acerca del futuro del subcontinente americano. Brasil limita solo con el mar y la hispanidad, algo por cierto idéntico a lo que sucede a Portugal. El ensueño de nuevo iberismo, de un nuevo iberoamericanismo, está presente en ese esfuerzo hispanófilo de los brasileiros que pone una vez más de relieve el tronco común, no solo lingüístico, del que nacieron nuestros países.

Las preocupaciones del presidente Lula por la lengua no acaban empero en su impulso a la docencia del castellano. Hace apenas unos meses firmó el decreto de unificación ortográfica del portugués, que pondrá fin a una fragmentación secular del idioma luso. Nuestra experiencia demuestra que la unidad del idioma es un patrimonio cultural incalculable, y que es preciso fomentar y defender dicha unidad en un mundo cambiante, enriquecido constantemente por el progreso del mestizaje.

Son estas consideraciones, en definitiva, las que llevaron al jurado de este primer premio Don Quixote a galardonar la labor institucional del presidente brasileño en pro del español. Pero nos hallamos también ante una ocasión propicia para valorar las virtudes quijotescas del premiado, que reúne en su persona características evidentes de la famosa pareja cervantina. Si su encarnadura física y su pragmatismo reconocido podrían evocar en cierta medida a la figura de Sancho, su terca defensa de los desventurados y su andarle a los leones o a los gigantes sin remilgos con cualidades propias del ingenioso hidalgo, del que bien aprendió una de las sentencias más hermosas que nos legara, aquella que dice: "Por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida". Su vida puso en juego Luis Ignacio, Lula, da Silva en su incansable liderazgo político, que le llevó también al cautiverio, "el mayor mal que puede venir a los hombres".

Quijote y Sancho a un tiempo según las circunstancias, soñador y pragmático, Lula emerge como ese caminante de los dos horizontes de Machado de Assis, atrapado entre la saudade y la esperanza, limites no mar da vida. Como él, bien podríamos preguntarle Que buscas, homem?, seguros de que su respuestas sería la misma que la del poerta.

Procuro,

Através da inmensidade,

Ler a doce realidade

Das ilusoes do futuro

Presidente Lula, desde este áspero y entero territorio de la Mancha le damos las gracias por su apoyo a la expansión de la lengua de Cervantes y le animamos a que siga liderando el presente y encarnando el futuro de América Latina.

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