Intenso error de cálculo
La vigencia, un tanto anacrónica, de las leyes del star-system suele llevar a la industria -tanto local como foránea- a mirar hacia las famas coyunturales de la pequeña pantalla, siempre en busca de nueva materia prima a la que elevar a los altares de la consagración cinematográfica. Alguien ha pensado que Hugo Silva podía ser nuestro actor intenso último modelo y "El hombre de arena" exhibe todos los ángulos de ese error de cálculo. Lo más grave es que ese no es el único problema del que, probablemente, sea el debut más pretencioso, viejo, aparatoso y errático de la temporada.
Silva encarna a Mateo, un espíritu libre que, por los caprichos de la perversa ley de vagos y maleantes del franquismo, va a dar con sus huesos en el Hospital Psiquiátrico de Extremadura a finales de los 60. Dentro de ese claustrofóbico microcosmos, cambiará la vida de los residentes con su magia y su carisma, se enamorará de una desvalida reclusa (María Valverde) victimizada por los abusos de un funcionario perverso y se enfrentará a toda forma de autoridad. Hay una escena que resume la esencia de la película, su irritante y falsa poesía: en un momento de afirmación de su libertad interior, Mateo se sube al tejado del Hospital y toca la gaita mirando en dirección a un océano inalcanzable, territorio mítico de su libro de cabecera, el Moby Dick de Herman Melville. Si esta escena perteneciese a una película americana, profesionales de la parodia como los hermanos Zucker o Wayans ya se estarían frotando las manos.
EL HOMBRE DE ARENA
Dirección: José Manuel González-Berbel. Intérpretes: Higo Silva, María Valverde, Alberto Jiménez, Irene Visedo. Género: Drama. España, 2007. Duración: 101 minutos.
El hombre de arena, película que nace con caspa sobre los hombros y acusado síndrome de Matusalén, describe la vida en un psiquiátrico con la misma sutileza de trazo que empleaba Montesol en sus historietas underground de Don Vito: a fondo de plano siempre hay algún secundario sobreactuando, histerizado o con los calzoncillos colocados muy por encima de la cintura. En ese contexto, donde tanto la fragilidad de María Valverde como el fulgor de Hugo Silva se revelan antes barniz que resultado de la construcción de personajes, no resulta extraño que los personajes secundarios estén descritos con un solo trazo (Joao, el campechano portugués) o, en el mejor de los casos, con dos (El Francés, aparente mala bestia con el corazón de oro). José Manuel González-Berbel quizás revela competencia en el manejo de sus recursos técnicos, pero ha dado al cine español el tipo de opera prima que menos necesita en estos momentos.
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