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El caso del gatito imprudente

Erle Stanley Gardner nos ofrece un apasionante y misterioso caso del famoso abogado criminalista Perry Mason

El gatito se movía adelante y atrás siguiendo la bola de papel arrugado que Helen Kendal agitaba por encima del brazo del sillón. El gatito se llamaba Ojos de Ámbar debido al color amarillo de sus ojos.

A Helen le gustaba mirarlos. Sus negras pupilas cambiaban constantemente, estrechándose hasta convertirse en unas finas láminas siniestras o ensanchándose hasta transformarse en unos opacos pozos de ónice. Aquellos ojos de color negro y ámbar tenían un efecto casi hipnó­tico sobre Helen. Tras observarlos durante un rato, sus pensamientos parecían desvanecerse. Se olvidaba de las cosas cercanas, como aquel día, y aquella habitación, y el gatito; incluso podía llegar a olvidarse de Jerry Templar y de la excéntrica actitud dominante de la tía Matilda, y se sorprendía a sí misma pensando de repente en cosas lejanas tanto en el tiempo como en el espacio.

"Estaba muerto, y Helen tenía derecho a disponer de los veinte mil dólares que le había dejado en su testamento"

Esta vez se trataba de una de las cosas lejanas en el tiempo. De hace muchos, muchos años. Cuando Helen Kendal tenía diez años, y había sobre el tejado otro gatito, de pelaje blanco y gris, y un hombre alto con unos ojos grises de mirada amable que había ido a por una escalera alta y se tambaleaba sobre la parte superior de ella, tratando de convencer pacientemente al gatito para que fuera hasta la mano que le tendía.

El tío Franklin. Helen pensaba en él en ese momento de la misma forma que lo hizo entonces. No como había aprendido tiempo después a pensar en él, a partir de lo que opinaba otra gente. No como el marido que había abandonado a la tía Matilda; no como Franklin Shore, el banquero desaparecido de los grandes titulares; no como el hombre que, de forma inexplicable, había tirado por la borda el éxito, la riqueza, el poder y a la familia y los amigos de toda la vida para perderse, sin dinero alguno, entre extraños. Helen pensaba en él ahora sólo como el tío Franklin que había arriesgado su vida por rescatar a un asustado gatito para una niña triste; como el único padre que aquella niña había conocido, un padre cariñoso, comprensivo y amistoso, que era recordado, después de tantos años, con un amor que sabía y seguiría sabiendo, por muchas supuestas pruebas de lo contrario que hubiera, que había sido correspondido.

Ese conocimiento, redescubierto de repente, hizo a Helen Kendal sentirse completamente segura de que Franklin Shore estaba muerto. Debía de estarlo. Debía de haber muerto hace mucho tiempo, poco después de marcharse. La había querido. Debía de haberla querido, ya que, si no, no se habría arriesgado a mandarle aquella postal desde Florida nada más desaparecer, justo cuando la tía Matilda estaba intentando encontrarle por todos los medios y él trataba con mayor ahínco aun de que no lo hiciera. No era posible que hubiera vivido mucho más tiempo después de aquello, ya que, de ser así, Helen habría recibido otro mensaje. Él habría sabido que ella habría estado esperando recibirlo. Y no la habría decepcionado. Estaba muerto. Llevaba muerto casi diez años.

Estaba muerto, y Helen tenía derecho a disponer de los veinte mil dólares que le había dejado en su testamento. Y contar con todo ese dinero en este momento, con Jerry Templar en casa disfrutando de una semana de permiso...

A Helen se le volvió a ir la mente a otra parte. El ejército había dejado su huella en Jerry. Sus ojos azules tenían una mirada más firme; y su boca, un gesto más adusto. Pero el cambio que se apreciaba en él sólo la hacía sentirse a ella más segura de que le amaba, y más segura que nunca, por muy hermético que fuera el silencio que él guardaba sobre el tema, de que él había seguido amándola. No obstante, no iba a casarse con ella. No, si eso podía significar que la tía Matilda la echaría de casa para que tuviera que vivir de su paga del ejército. Sin embargo, si ella tenía dinero, dinero propio, dinero suficiente para que Jerry estuviera totalmente tranquilo de que, si le pasara algo, ella jamás se quedaría sin un techo ni sin pan que comer...

No servía para nada pensar en ello. La tía Matilda no iba a cambiar de parecer. No era de esa clase de personas. Una vez tomaba una decisión, ni siquiera ella misma podía cambiarla. Y había decidido creer para siempre que Franklin Shore estaba vivo, de igual manera que había decidido para siempre y de forma inamovible no dar los pasos legales necesarios para declararle legalmente muerto y permitir así que se cumpliera su testamento. Tía Matilda no necesitaba su parte de la herencia. En su calidad de esposa de Franklin Shore, ya controlaba la propiedad que éste había dejado tras de sí casi de igual forma que podría controlarla como viuda y albacea suya. Controlaba a Helen, que no tenía un céntimo y dependía totalmente de ella, mucho más de lo que lo haría si se le hiciera efectivo ese legado de veinte mil dólares.

Tía Matilda disfrutaba controlando a la gente. Jamás renunciaría por voluntad propia al poder económico que tenía sobre Helen, y menos aun mientras Jerry Templar estuviera por allí. A tía Matilda nunca le había gustado éste, ni tampoco había visto con buenos ojos que a Helen le gustara, y el cambio que el ejército había operado en él sólo parecía haber hecho más explícito el desagrado que sentía por él. No había la más remota posibilidad de que soltara aquel legado antes de que se terminara el permiso de Jerry. A no ser que el tío Gerald...

Helen empezó de nuevo a divagar. Pensó en el tío Gerald, que tres días antes le había dicho que iba a obligar a la tía Matilda a actuar. El testamento de su hermano le dejaba la misma suma de dinero que a Helen. Con sesenta y dos años no muy bien llevados, y ejerciendo la abogacía todavía para ganarse la vida, le venía muy bien hacer uso de su dinero y creía que ya había esperado demasiado tiempo para ello.

-Puedo hacer que Matilda ejecute el testamento y pienso hacerlo -dijo-. Todos sabemos que Franklin está muerto. Lleva legalmente muerto tres años. Quiero mi herencia y quiero que tú tengas la tuya.

Helen recordó que su mirada se había vuelto más tierna y amable mientras la contemplaba, y su voz también se había tornado más cariñosa y dulce.

-Cada vez que te veo, te pareces más a tu madre, Helen. Ya de pequeña tenías sus ojos, con su mismo resplandor violáceo, y su cabello, con ese tono rojizo que se aprecia bajo el rubio dorado. Y al crecer has desarrollado su hermoso cuerpo, alto y esbelto, y sus bellas manos de dedos largos, e incluso su suave y bonita voz. Me gustaba tu padre, pero creo que no llegué a perdonarle del todo que se la llevara de nuestro lado. -Había hecho una pausa y, al continuar, había un matiz distinto en su voz-. Dentro de poco te van a hacer falta tus veinte mil dólares, Helen.

-Me hacen falta ahora -había respondido ella.

-¿Jerry Templar? -La expresión de su rostro debió de ser respuesta suficiente, porque él no había esperado a que abriera la boca. Había asentido despacio-. De acuerdo. Intentaré conseguirte ese dinero.

Por sus palabras parecía como si pensara hacer algo más que sólo intentarlo. Y eso había sido tres días atrás. Tal vez...

Ojos de Ámbar había aguantado todo lo que había podido. Se lanzó de un salto hacia la pelota de papel que lo estaba volviendo loco y se aferró a ella con dientes y garras; después, al empezar a caer, se tiró por instinto a la muñeca de Helen, colgándose de ella con sus afiladas uñas para intentar salvarse de una caída al suelo enmoquetado.

Sobresaltada de forma violenta, ella pegó un grito.

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