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LECTURA

Bienvenido al mundo real

Un libro de Sandro Rosell en el que el autor explica los proyectos en que ha participado, casi siempre ligados al deporte y el marketing

Fragmento del libro

Recién llegado a Myrurgia yo era el último mono y, claro, me endosaron las zonas y los asuntos que nadie quería. Me tocó Portugal, los países escandinavos y África-Oriente Medio. En realidad, en África-Oriente Medio, sólo teníamos Dubai. Nuestro distribuidor en Dubai facturaba poco, pero era de los más antiguos y un hombre estimado en la empresa. No lo visitábamos porque un billete de avión y varios días de hotel costaban más que las ganancias que él proporcionaba. Pero un día se decidió que me tocaba ir a verlo y, de paso, me encomendaron hacer una prospección de mercado en los países vecinos: Qatar, Bahrein, Omán, Arabia Saudí, Egipto…

Y me fui a los países arabes, justo antes de la primera guerra del Golfo (dos semanas después de mi regreso, Saddam Hussein invadió Kuwait). Y fue mi primera experiencia con lo que se denomina el choque cultural. Lo viví con intensidad. Yo venía de un país laico —pese a que la Iglesia y la religión tengan un peso específico bastante importante— y me encontraba con un país donde la religión y la moral religiosa estaban presentes en cualquier ámbito, en las acciones más cotidianas: en los hoteles nunca había camareras, sólo camareros; en todas las habitaciones había una flecha que indicaba la dirección a La Meca para que la gente supiera hacia dónde orientarse al rezar. En los hoteles, la televisión únicamente retransmitía viejas películas del oeste en blanco y negro. Después me he dado cuenta de que eso también tenía que ver con las diferencias culturales y religiosas: en los westerns, los hombres tienen unos códigos de honor muy estrictos, que todos conocen y respetan, muy influidos por las prácticas religiosas. Siempre se identifican con claridad los buenos y los malos, y siempre ganan los buenos; más aún, siempre ganan por esta razón, porque son buenos. En los westerns que ya eran en color fue introduciéndose poco a poco un cierto relativismo moral, unos personajes con más matices y también fue añadiéndose un cierto cinismo. Debido a eso, tampoco tenían cabida en las cadenas árabes: la ficción se acababa en el blanco y negro. De hecho, me recordaban mucho las semanas santas del franquismo, cuando yo era un niño y en la televisión sólo se veían año tras año las mismas películas religiosas.

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Por las calles, sonaban de repente las sirenas y una multitud de árabes con túnicas blancas salían de los comercios y las casas para rezar en medio de la calzada; extendían con cuidado una alfombrilla en el suelo, se agachaban todos en la misma dirección, y hacían sus plegarias. Uno tenía que detenerse, estuviera donde estuviera, y quedarse silencioso y quieto. Era asombroso. Y no había diferencias de clase o de conducta; desde individuos que eran riquísimos hasta los que eran pobres de solemnidad, todos actuaban de la misma forma. Donde sí existían fuertes discriminaciones era entre los musulmanes que se manifestaban como tales y quienes no lo eran: una vez, mientras esperaba un taxi, vi cómo un hombre cogía otro que estaba delante. Era moreno de piel, indio, e iba vestido como un occidental, con traje y corbata. De pronto, apareció un árabe vestido con chilaba, abrió la puerta del taxi, lo agarró por las solapas, lo sacó del coche con un fuerte empujón y se metió él tan contento. El otro no abrió la boca.

El papel de las mujeres, como todo el mundo sabe, es también muy diferente. Si ibas con la familia a un restaurante, te hacían sentar en la family area, que es un lugar por definición cutre, por mucho que el restaurante tenga, al entrar, un aspecto fantástico, por muy lujoso que sea. En cambio, cuando entran hombres solos, el trato es absolutamente diferente. Recuerdo que una vez fui a cenar con un chico que quería ser distribuidor nuestro y había estudiado en Estados Unidos. Nos acompañó su mujer.

Total, nos correspondió sentarnos en la family area, en una mesa que trastabillaba, rodeados de unas paredes pintadas de un blanco que se había vuelto ceniciento y escuchando los gritos incomprensibles que llegaban desde la cocina. El chico se azoraba por momentos, su mujer estaba concentrada en el plato y yo intentaba hacer como que no me enteraba. En fin, un poema.

Cuando pienso en los países nórdicos, mi principal recuerdo es bastante prosaico. Alimenticio. Recuerdo que desayunaba, almorzaba y cenaba salmón. Cada día. Salmón, salmón y salmón. Lo aburrí. Aun así, lo que realmente me impactó fue pasar por la experiencia de otro choque cultural, ya que pensaba que, después de los árabes, me tenía que sentir en Escandinavia como en casa, sólo que más abrigado. Pero, en esta ocasión, la diferencia estaba determinada por los aspectos sociales y geográficos. Los países nórdicos vivían entonces el momento más dulce del Estado del bienestar, cuando aquí todavía estábamos en los inicios… Y se hacía patente en las tasas que tenían los productos de lujo. Lógicamente, un welfare potente exige un sistema impositivo fuerte.

Las prestaciones sociales las tiene que pagar alguien y la forma de que las paguen los ricos es, obviamente, gravar con tasas muy elevadas aquellos productos que no son de primera necesidad o que pueden considerarse, incluso, como caprichos, el caso de los perfumes. Esto provocaba que nuestros principales clientes fueran las compañías de transporte de pasajeros, como la compañía de ferries que hacía el trayecto entre Suecia y Noruega. La gente tomaba estos barcos no porque tuviera que ir a un lugar concreto, sino para comprar y beber, puesto que tenían tiendas tax free.

En los países escandinavos también experimenté, en consecuencia, un relativo choque cultural, aunque fuera en este caso más social que cultural en sentido estricto.

Vender humo

El contacto con el mundo de los perfumes me ha servido para darme cuenta del profundo cambio que se produjo también en pocos años en nuestras pautas de consumo, en nuestras estrategias de marketing, venta y publicidad, y en nuestra forma de relacionarnos con nosotros mismos. El perfume simboliza a la perfección nuestra sociedad del espectáculo y la seducción, una sociedad que vive para consumir y que se consume en este anhelo, en equilibrio entre lo que es y lo que le gustaría ser. El perfume pertenece al reino de lo privado, de lo íntimo y personal. Se ve como algo que nos puede cuidar: se ampara tanto en nuestro deseo de gustar como en nuestro temor a no conseguirlo. No es una necesidad y puede llegar a ser un lujo, una señal de distinción, un señuelo para nuestro ego sometido a la incertidumbre. Promete siempre algo que está más allá de susposibilidades: que nos sintamos mejor con nosotros mismos.

En el mundo de la perfumería se trata de crear la marca, la tendencia. De ello se ocupan un conjunto de empleados de élite a los que se conoce como las «narices». Las «narices» reciben salarios de vértigo y forman una comunidad de profesionales muy reconocida y selecta. Se reúnen, celebran congresos y viajan a menudo a cualquier parte del mundo buscando nuevos olores.

Las empresas de perfumería invierten fuertes sumas en sus «narices» —sus sacerdotes— y en sus ceremonias: los lanzamientos. Elproducto en sí tiene un coste que representa sólo un diez por ciento del coste total del perfume. El resto viene dado por la fuerte inversión que se hace en el lanzamiento. Se trata de vender no ya el olor, sino la sensación que lo acompaña, como puede ser el riesgo, la aventura, el éxito con el sexo contrario, lo exótico, lo diferente, todo aquello que tiene que ver con la trasgresión. Se trata de asociar una idea atractiva —dinamismo, juventud, seriedad, lo que sea— con un olor. Y esto es lo que se persigue con los lanzamientos.

Los lanzamientos en perfumería son cada vez más importantes. Antes las empresas organizaban un promedio de dos lanzamientos al año y ahora se acercan a un promedio de veintidós.

Hasta hace relativamente poco, el tiempo de preparación de un lanzamiento era de dos años por término medio: seis meses para definir el concepto, doce meses para elaborar, seleccionar y probar la esencia, elaborar el diseño del frasco, encargar la fabricación y probarlo, y seis meses más para elaborar el plan de comunicación y aprobar los audiovisuales publicitarios.

Durante mis años en Myrurgia tuve la oportunidad de asistir a una de estas ceremonias de la posmodernidad: el lanzamiento de Only by Julio Iglesias. El escenario escogido fue el hotel Pierre, en el Central Park de Nueva York, probablemente el hotel más fashion de Nueva York en aquellos momentos. La presentación tenía que ser un éxito y lo fue. Al día siguiente, todas las reseñas utilizaban repetidamente el término glamour, lo que significaba que lo habíamos hecho bien. Tras la presentación, organizamos una cena, y Julio, que había estado hasta entonces haciendo aquel ademán suyo un tanto desmadejado, displicente, como cansino y de vuelta de todo, se animó de pronto y se acercó a una rubia impresionante para decirle: «Tú, hoy, preciosa, vas a cenar con Julito».

Dicho y hecho, salió del hotel con la chica del brazo. A la cena asistimos Esteban Monegal, el propietario; Jordi Roura, que era el director internacional; Albert Agustí, como jefe del Departamento de Exportación; y los tres vendedores internacionales: David Galofré, Andreu Rodríguez y yo. Éramos unos diez, contando a Julio, la chica despampanante y dos amigos suyos. Yo estaba sobrecogido por el precio de la cena, cincuenta mil pesetas por barba. Era la comida más cara de mi vida hasta aquel momento, y no podía dejar de pensar que, al fin y al cabo, se trataba prácticamente de la mitad de mi sueldo. «Buff, tengo que trabajar quince días para ganar toda esta pasta y aquí, encima, miran el plato como si fuera normalito». Una cena tan cara imponía, desde luego, un vino carísimo. Y los jefes, como quien no bebe otra cosa, escogieron un reserva espectacular.

Mientras tanto, Julio Iglesias ejercía su gran poder de seducción. Halagador y risueño, no perdía ocasión, sin embargo, para meterse un poco con todos. Miró a su acompañante y le preguntó, travieso: «Oye, ¿tú tienes novio?», y ella le respondió: «Sí, tengo un noviete». Y él siguió apretando: «Pero esta noche no vas a estar con tu novio... Seguro que lo comprenderá cuando le digas que has estado conmigo, con Julito. Eso a tu novio no le puede molestar. Nada de lo que hagas conmigo le puede molestar». Y yo pensaba: «Pobre noviete, está frito con la novia junto a este crack». Pero su atención no sólo se centraba en ella.

Una vez sí y otra también nos tocaba recibir a nosotros, nos miraba y sin inmutarse decía —siempre con un encanto especial—: «A ver, así que vosotros, cabrones, me vais a vender mi perfume por todo el mundo, cómo sois. Pero estáis morenitos, cabronazos. Mucho esquí, golfos. No sé si voy a quedar contento con vosotros. Porque, si hay que dejar de hacer deporte para vender el perfume de Julito, se deja. ¿Eh, cabronazos? A ver, ¿quién es el jefe? Eh, tú, Jorgito, que no me entere yo de que éstos hacen demasiadas vacaciones». Hablaba así, siempre, en un tono provocativo y, a veces, ligeramente despectivo, pero jugando al mismo tiempo a transmitir buen rollo. «Bueno, cabronazos, hay que vender mucho para que Julito tenga buenos royalties. Muchos royalties.»

Lo dicho para los perfumes se hace extensivo a otros ámbitos. En general, consumir en nuestra sociedad ha dejado de ser una forma de cubrir necesidades para convertirse en una forma de vida. Y las empresas dejaron de vender productos para empezar a vender estilos de vida, mecanismos para escapar de la rutina. Cuando yo daba mis primeros pasos en el mundo laboral, las grandes empresas empezaron a darse cuenta de que no eran productos lo que debían lanzar al mercado, sino marcas. Ésta no es, desde luego, una transformación equiparable a la que describía antes, pero sí un giro copernicano en el modo de dirigirse al cliente y consumidor. Cada marca debía asociarse con una forma de vida. Se trataba de crear en el consumidor conexiones para que pensara que, tras un determinado logotipo, se escondía todo un mundo de sensaciones atractivas o novedosas. La publicidad empezó a poner más énfasis en la capacidad de los productos para identificar un estilo de vida que en el confort, la utilidad o la calidad de los productos en sí. Ya no se trataba de vender un producto, sino la felicidad o la ilusión que experimentarían los usuarios al poseerlo. Recuerdo que una marca de coches pasó de realizar una campaña publicitaria con el eslogan «Mecánica y confort» a otra que era «El placer de vivirlos». Pensemos también, a otro nivel, en los anuncios de detergentes. Se trataba de un tipo de anuncios perfectamente identificables (con independencia de la marca anunciante) y completamente diferentes de los restantes. Siempre aparecía gente corriente, amas de casa preocupadas por el blanco de las camisas de sus maridos o por la pulcritud de los uniformes de sus hijos. Pero lo más relevante de estos anuncios, lo que llevó a que tuvieran tanto éxito no fue eso, sino el hecho de que consiguieron que muchas amas de casa vieran reconocidos sus esfuerzos domésticos, que los problemas que tenían con la colada eran una cuestión que afectaba a toda la familia.

Antes, mucha gente pensaba que los lujos no eran para ellos, que les estaban prohibidos. Hoy en día la fascinación por el consumo y las marcas, el «queremos más», se ha liberado de las fronteras de clase. En cierta medida, se ha producido una «democra tización del lujo». Incluso ha dado origen a un nuevo negocio, que es la imitación y la falsificación de las grandes marcas, que a menudo se seudolegaliza mediante la introducción de algún elemento que permita descubrir que se trata de una imitación. En la actualidad nos encontramos con dos tipos de falsificación, por ejemplo, de un Vuitton. Por un lado, el bolso que expone en el escaparate de la tienda de barrio con un estampado a primera vista casi igual, pero en el que, por ejemplo, se ha cambiado el orden de las letras; y, por otro, los bolsos que se venden en la calle y que pretenden ser directamente un Vuitton. Es la cultura de la simulación, del simulacro, el paso de la esencia a la apariencia. Sólo importa lo que parece.

Portada del libro 'Bienvenido al mundoreal', de Sandro Rosell.
Portada del libro 'Bienvenido al mundoreal', de Sandro Rosell.

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