Fuga del amor
César Antonio Molina ofrece en este libro una colección de retazos de vida, de experiencias y reflexiones sobre el mundo, sus ángeles y sus demonios
Los ángeles del Altiplano
De manera involuntaria conocí Bolivia. Desde Santa Cruz de la Sierra creí volar directo hasta Cuzco, pero al llegar al aeropuerto de La Paz, cada siguiente despegue se decidía democráticamente según el número de pasajeros que lo integrara. Por lo tanto, antes de emprender este destino, fui paseando durante días por Cochabamba, Sucre y Potosí, ciudades deslumbrantes que si no nunca hubiera conocido. Solo, en aquel avión frágil que sobrevolaba los Andes, recordaba las palabras que me había dicho Eduardo Blanco Amor: «Es como ir sobre los dientes de una sierra afilada.» Las azafatas me sonreían y bromeaban. El aeropuerto de Cuzco, hundido entre altas montañas, no aliviaba nada. Al descender, un teniente de la policía que al principio se mostrara amable, me preguntó si llevaba dólares y me instó a que mi cambio fuese hecho por él. Me negué sin pensarlo, y su amenaza —por estas latitudes son las únicas promesas que suelen cumplirse— fue de verdad terrible. Me alojé en el Hotel Pizarro, en la Plaza de Armas, pero era allí tan evidente mi presencia que, sin haber utilizado la habitación, deambulé por entre otras pensiones más discretas en las que no se solicitaba documentación. En Sacsahuamán me encontré a Maud, que buscaba por el altiplano documentación sobre la pintura angélica barroca para su tesis. Su compañía me dio seguridad y, durante los días siguientes visitamos juntos la catedral, en la que todavía trabajaban arqueólogos y arquitectos españoles en las últimas obras de restauración debidas a los daños producidos por los numerosos terremotos; las iglesias de San Francisco y Santo Domingo; los conventos de la Merced y Santa Clara; la Casa de los Cuatro Bustos y otros grandes palacios, topándonos a cada momento con los muros, los cimientos y los antiguos dioses incaicos todavía vivos en este ombligo del mundo, como el Inca Garcilaso traducía Cuzco.
El arcaísmo técnico de la pintura cuzqueña de los siglos xvii y xviii, con sus fondos dorados, la ingenuidad en el tratamiento de los asuntos religiosos, su anonimato gremial y su mestizaje, me emocionaban. Sucumbí al misterio de esos ángeles apócrifos, cuyas provocadoras desnudeces aladas se cubrían ahora con amplísimos trajes de brocados. Tras los habituales Rafael, Gabriel o Miguel, surgían otros ángeles militares como Uriel, Zabriel, Letiel y Alamiel, blandiendo arcabuces, junto a otros que representaban las fuerzas de la naturaleza, las fuerzas de los dioses derrocados y la del nuevo y único: Baradiel, Barahiel, Raaziel, Galgaliel, Kokbiel u Ofaniel. A punto de cumplirse mis últimos días decidimos ir a Machu Picchu, la vieja cima, la Piedra de las Piedras, según Martín Adán. Nos despedimos al atardecer para ir cada uno a su hotel, y quedamos a una hora temprana en la estación para subir a ese tren que tiembla, como le gustaría decir al poeta César Moro. Doblando por la esquina del palacio de Manco Capac, salí al amanecer a la Plaza de Armas para coger calle arriba la avenida de Santa Clara. En un cruce, inopinadamente, me cortó el paso un jeep. El teniente se lanzó contra mí y me zarandeó arrojándome contra otro compañero suyo a la vez que le decía: «Es tan tonto que valora más sus dólares que la vida.» Di con mis huesos en una celda en la que había, sobre todo, indígenas mascando coca y un olor nauseabundo. Pero más pronto de lo que esperaba fui sacado de allí y conducido al aeropuerto, rumbo a Lima. Por las calles nos cruzamos con sirenas y una presencia desmesurada de soldados.
Al llegar a la Embajada de España, me enteré de que Sendero Luminoso había volado aquel tren, matando a casi todos sus ocupantes, fundamentalmente turistas norteamericanos. ¿Qué había sido de Maud? Toda mi impedimenta me fue enviada gentilmente desde mi alojamiento de Cuzco. También una carta, con una postal de un ángel cargando su arcabuz mientras sostenía un rosario. Una nota de fina letra femenina decía: «Esperándote perdí el tren ¿En dónde estabas?».
¿Por qué he de sentir condena y extravío?
En Florencia quedé atracado más tiempo del que mis nervios podían aguantar. Sabía en qué pensión tenía que esperarla, pero no cuándo llegaría a iniciar su curso de lengua italiana. En Santiago me había enterado casualmente y pretendía hacerme el encontradizo. Llevaba varios días y después de recorrer la ciudad de arriba abajo y de dentro a afuera, me consumía en la angustia de la tardanza. Como las horas se me hacían infinitas y sólo el andar era capaz de consumir mis energías, organicé una serie de largos paseos cuya distancia de ida y vuelta era lo suficientemente agotadora para adentrarme en el sueño sin más cavilaciones que las imprescindibles. De entre todas esas rutas descubrí una que me provocaba especial tranquilidad. Salía tras una breve siesta de mi habitación al final de la Via Guelfa, junto a la Fortezza da Basso, callejeando hasta la gran sombra del palacio Strozzi, atravesaba el puente de la Santísima Trinidad, entre la iglesia del Espíritu Santo y el palacio Pitti, y me perdía ascendiendo por lugares a veces intransitables desde la Fortezza di Belvedere hasta la plaza de Miguel Ángel. Gran parte de este tramo estaba solitario y mientras ascendía, cada vez más, veía el hormigueo de turistas en torno al Duomo. Desde aquí toda la ciudad parecía una gran maqueta a punto de ser derrumbada por insectos. Sin embargo, el Arno corría lentamente hacia Pisa bajo los arcos de los puentes y las colinas de Fiésole me apaciguaban. Siempre quedaba a mis espaldas la iglesia de San Miniato. Sus empinadas escaleras eran la última prueba de mis desasosiegos juveniles. Entraba bajo la geometría marmórea en San Miniato al Monte y la luz de las velas, el colorido de sus mosaicos, el pan de oro, los mármoles de colores bañados por la luz límpida de los rayos de sol que penetraban tamizados por entre el ábside del presbiterio, me inducían a permanecer allí callado y en paz conmigo mismo. La capilla del Cardenal de Portugal estaba llena de andamios. Se restauraban los medallones de Lucca della Robbia que representaban al Espíritu Santo y las Virtudes Cardinales. Varias personas se turnaban en esta lenta y concienzuda labor. Pero esa última tarde sólo estaba aquella joven que siempre me saludaba con una sonrisa. Quién sabe si no era ella la destinataria de mis peregrinaciones.
Me la quedé mirando con ganas de requerirle una palabra, pero ella giró la cabeza y continuó retocando un espolón con su pincel. Apoca distancia, dándole la espalda, me senté frente a la tumba del cardenal de Portugal. La muerte me era algo totalmente ajeno, desconocido. Pasaron quizás varios minutos en los que el cansancio y el ensimismamiento hicieron mella en mí. Algo se desplomó, pero de forma tan imperceptible como si fuera un velo o una paloma muerta. No percibí nada hasta que alguien me avisó y entonces vi aquel cuerpo extendido en el suelo, boca arriba. El rostro de la muchacha semejaba la propia serenidad y el blancor de su mandilón apenas pespunteado por algunas manchas de pintura, parecía el manto incólume de alguna virgen del culto.
La policía me requirió varias veces pues, aparentemente, era el único testigo, pero no pude darles la menor información. No sabía quién era, no había hablado con ella y sólo podía recordar insistentemente su sonrisa. San Miniato quedó temporalmente vedado en mis recorridos. Y no hubiera regresado tan pronto si no hubiese sido por la llamada del prior: «Su confesión es vital. ¿Cree que fue un suicidio o un desgraciado accidente?». ¿Suicidarse un ser que recordaba cuasiangélico? Me parecía una barbaridad, y así se lo hice saber a mi confesor, aunque no tenía más datos que los meramente intuitivos. «Verá usted», añadió el religioso, «esta joven era un ser muy querido para nuestra comunidad. De niña jugaba entre estas capillas que luego ayudó pacientemente a restaurar. Nos gustaría darle sepultura en el cementerio de las Puertas Santas, pero ya conoce la prohibición que pesa sobre los que atentan contra su propia vida. Si tuviera un poco de tiempo disponible me gustaría contarle algo que va a sorprenderle». Me senté cómodamente en el sillón de cuero, observé por la ventana el velamen de cipreses y me dejé llevar.
«Conocimos a Ana cuando tenía ocho años. Su madre era soltera y vivía no lejos de aquí, en este mismo barrio. Ana estudió restauración aquí mismo, en Florencia, y pronto se incorporó a nuestras obras. Era muy metódica, apenas salía de la ciudad, hasta que hace unos meses conoció a un turista norteamericano, al menos treinta años mayor que ella, un hombre rico y elegante con quien se casó en Chicago, ciudad a la que se trasladó a vivir. Su madre falleció poco antes del feliz acontecimiento. Todo parecía ir muy bien hasta que hace unas semanas retornó inesperadamente a su antiguo domicilio y nos pidió incorporarse a nuestras obras, que duran ya varios años. Un día quiso verme, y me contó su historia que hasta ahora guardé en confesión. Fue raptada de niña y entregada a su madre adoptiva, quien la cuidó con esmero recibiendo anónimamente una importante pensión para su mantenimiento. Su verdadera madre había muerto de tristeza poco después de su desaparición. Un día el socio de su padre se presentó para verla y le explicó que su progenitor no había querido pagar el rescate por ella, que él había pagado parte para evitar su muerte, pero no su regreso. Ambos tramaron como venganza repetir aquel acontecimiento, sólo que ahora quien sería raptada era su futura mujer. Harían viajar a su padre a Italia en viaje de placer y allí se encontraría casualmente con Ana, cuyo parecido físico con la madre lo deslumbraría. ¿Acudió el padre-marido con el rescate? El hombre fue con el dinero, como la primera vez, sólo que también en esta ocasión fue despojado del botín por su socio. El engaño se aclaró, y entre sollozos, padre e hija, marido y mujer, recordaron abrazados las penalidades. El padre de Ana no logró superar la venganza y el hecho de querer tanto o más a su nueva esposa que a su hija reencontrada. YAna decidió recuperar su antigua biografía.»
Al escuchar esta historia entendí la petición que se me hacía. Pedí hablar de nuevo con la policía en presencia del prior, y allí revelé que un instante antes de oír el topetazo del cuerpo contra el piso, percibí un temblor de andamios y la precipitación de algunos de ellos sobre el suelo. El policía respiró aliviado. Ana fue enterrada en el cementerio de las Puertas Santas. La última petición que me hizo el prior fue la de buscar un epitafio que estuviera en inglés. Yo tenía en mi maleta apenas unos libros: Neruda, los poemas italianos de Jorge Guillén, y una antología de Pasolini y Ungaretti, recién comprados, además del Hyperion de Keats con el que practicaba mi torpe inglés. Buscando en él descubrí estos versos: «¡Ah! ¿Por qué he de sentir/condena y extravío, cuando el aire sin dueño/se rinde a los intentos de mis pasos?/¿Por qué he de despreciar el verde césped/como odioso a mi planta?» En mi más reciente viaje a Florencia, el prior ya no vivía. Visité la tumba abarrotada de flores silvestres. Tan sólo yo era su memoria, y ya no era tan joven.
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