Cuentos
Scott Fitzgerald, 'Cuentos' (dos volúmenes) Los mejores relatos de uno de los grandes escritores norteamericanos de todos los tiempos
Primer capítulo: Cabeza y Hombros
Cabeza y Hombros fue el primer cuento de Fitzgerald que apareció en el Saturday Evening Post (21 de febrero de 1920), pero no fue el primero que consiguió vender: cinco cuentos para The Smart Set lo habían precedido. Más tarde le escribiría a su agente Harold Ober: «Yo tenía veintidós años [en realidad tenía veintitrés] cuando llegué a Nueva York y me enteré de que le había vendido Cabeza y Hombros al Post. Me hubiera gustado volver a sentir una emoción semejante, pero me figuro que una cosa así sólo se da una vez en la vida». Los cuatrocientos dólares que le pagaron suponían la décima parte de lo que el Post pagaría por un cuento de Fitzgerald en 1929.
Titulado en un principio Nest feathers, el cuento fue uno de los que Fitzgerald escribió en el otoño de 1919 después de que Scribner aceptara su primera novela, A este lado del paraíso. El relato de Fitzgerald anticipaba de manera curiosa su propia vida: si el matrimonio obliga a Horace a abandonar sus estudios y dedicarse al mundo del espectáculo, su matrimonio con Zelda Sayre, en abril de 1920, pronto obligaría al autor de Cabeza y Hombros a dedicarse a escribir y vender literatura de evasión.
Fitzgerald incluyó Cabeza y Hombros en Flappers y filósofos, su primer libro de cuentos, publicado en 1920.
I
En 1915 Horace Tarbox tenía trece años. Por aquellas fechas hizo el examen de ingreso en la Universidad de Princeton y consiguió las más altas calificaciones en materias como César, Cicerón, Virgilio, Jenofonte, Homero, Álgebra, Geometría Plana, Geometría del Espacio y Química.
Dos años después, mientras George M. Cohan escribía Over There, Horace era, con diferencia, el primer estudiante de segundo curso y pergeñaba un estudio sobre El silogismo: forma obsoleta de la Escolástica; la batalla de Château-Thierry la pasó sentado a su escritorio, reflexionando sobre si debía esperar a cumplir los diecisiete para escribir su libro de ensayos sobre la influencia del pragmatismo en los nuevos realistas.
Entonces un vendedor de periódicos le dijo que la guerra había terminado, y Horace se alegró: aquello significaba que la editorial Peat Brothers publicaría una nueva edición del Tratado sobre la reforma del entendimiento de Spinoza. Las guerras tenían sus ventajas, pues les daban a los jóvenes seguridad en sí mismos o algo por el estilo, pero Horace intuía que jamás le perdonaría al rector haber autorizado que una banda de música se pasara toda la noche del falso armisticio tocando bajo su ventana: por culpa de la música olvidó incluir tres frases esenciales en su estudio sobre el idealismo alemán.
Al curso siguiente fue a Yale, a terminar Filosofía y Letras.
Acababa de cumplir diecisiete años, era alto, delgado y miope, con los ojos grises y un aire de no tener absolutamente nada que ver con la palabrería que brotaba de sus labios.
—Siempre me da la impresión de estar hablando con otro —se quejó el profesor Dillinger ante un colega comprensivo—. Es como si hablara con un representante o un apoderado suyo. Siempre espero que me diga: «Muy bien, hablaré conmigo y ya veremos».
Y entonces, como si Horace Tarbox fuera don Filete el carnicero o don Sombrero el sombrerero, con la misma indiferencia, la vida lo alcanzó, lo cogió, lo manoseó, lo estiró y desenrolló como a una pieza de encaje irlandés en las rebajas del sábado por la tarde.
Siguiendo la moda literaria, debería decir que todo sucedió porque, cuando en los lejanos días de la colonización los intrépidos pioneros llegaron a Connecticut, a un trozo de tierra pelada, se preguntaron: «¿Y qué podemos construir aquí?», y el más intrépido de todos contestó: «¡Construyamos una ciudad donde los empresarios teatrales puedan montar comedias musicales!». Cómo se fundó entonces, en aquella tierra, la Universidad de Yale, para montar comedias musicales, es una historia que todo el mundo conoce. El caso es que, cierto mes de diciembre, se estrenó Home James en la sala Schubert, y todos los estudiantes pidieron a gritos que volviera a salir al escenario Marcia Meadow, que cantaba en el primer acto una canción sobre los putrefactos patrioteros, y en el último bailaba una danza cimbreante y estremecedora celebrada por todos.
Marcia tenía diecinueve años. No tenía alas, pero el público coincidía unánimemente en que no las necesitaba. Era rubia, sin tintes, y no usaba maquillaje cuando salía a la calle a plena luz del día. No era, por lo demás, mejor que el resto de las mujeres.
Fue Charlie Moon quien le prometió cinco mil Pall Malls si le hacía una visita a Horace Tarbox, prodigio extraordinario. Charlie estudiaba en Sheffield el último curso de la carrera, y era primo hermano de Horace. Se tenían aprecio y se tenían lástima.
Horace estaba especialmente ocupado aquella noche. La incapacidad del francés Laurier para valorar el significado de los nuevos realistas lo sacaba de quicio. Así que su única reacción al oír un golpe débil pero claro en la puerta de su estudio fue reflexionar sobre si un golpe tiene existencia real sin un oído que lo oiga. Se creía a un paso de caer en el pragmatismo. Pero, en aquel instante, aunque no lo supiera, estaba a un paso de caer con asombrosa celeridad en algo absolutamente diferente.
Se oyó el golpe y, tres segundos después, el golpe se repitió.
—Pase —refunfuñó Horace automáticamente.
Oyó cómo la puerta se abría y se cerraba, pero, sumergido en el libro y en el sillón, cerca de la estufa, no levantó la vista.
—Déjela sobre la cama de la otra habitación
—dijo, abstraído.
—¿Qué tengo que dejar sobre la cama?
La voz de Marcia Meadow destacaba en sus canciones, pero, al hablar, sonaba como las cuerdas graves de un arpa.
—La ropa limpia.
—No puedo.
Horace se removió, incómodo, en su sillón.
—¿Por qué no puede?
—Porque no la he traído.
—Muy bien —respondió de mal humor—; pues vaya y tráigala.
Frente a la estufa, cerca de Horace, había otro sillón. Tenía la costumbre de sentarse allí por las tardes: por el gusto de cambiar y hacer un poco de ejercicio. A un sillón lo llamaba Berkeley, y al otro, Hume. De pronto oyó una especie de frufrú que producía una diáfana figura al hundirse en Hume. Levantó la vista.
—Muy bien —dijo Marcia con la sonrisa empalagosa que utilizaba en el segundo acto («¡Ay, así que al duque le gusta cómo bailo!»)—, muy bien, Omar Khayyam, aquí me tienes, a tu lado, cantando en el desierto.
Horace se quedó mirándola con la boca abierta, deslumbrado. Por un intante tuvo la sospecha de que sólo era un fantasma de su imaginación. Las mujeres no suelen entrar en las habitaciones de los hombres para sentarse en el Hume de los hombres. Las mujeres traen la ropa limpia, aceptan que les cedas el asiento en el autobús y se casan contigo cuando llegas a la edad de las cadenas.
Esta mujer se había materializado, no cabía duda, había nacido de Hume. ¡Incluso el vaporoso vestido de gasa dorada era una emanación de los brazos de piel de Hume! Si la miraba el tiempo suficiente, vería a Hume a través de ella y volvería a estar solo en la habitación. Se restregó los ojos. Tenía que volver al gimnasio y reanudar sus ejercicios en el trapecio.
—¡Deja de mirarme así, por Dios! —protestó la emanación, con simpatía—. Siento como si desde tu pedestal quisieras borrarme del mapa y no fuera a quedar de mí sino una sombra en tus ojos.
Horace tosió. Toser era uno de sus dos tics. Cuando hablaba, olvidabas que tenía cuerpo. Era como oír el disco de un cantante que hubiera muerto hace muchos años.
—¿Qué quieres? —preguntó.
—Quiero mis cartas —gimoteó Marcia melodramáticamente—, las cartas que usted le compró a mi abuelo en 1881.
Horace se quedó pensativo.
—No tengo tus cartas —dijo sin alterarse—. Sólo tengo diecisiete años. Mi padre nació el 3 de marzo de 1879. Es evidente que me has confundido con otro.
—¿Sólo tienes diecisiete años? —repitió Marcia con incredulidad.
—Sólo diecisiete.
—Yo conocía a una chica —dijo Marcia, como si estuviera recordando— que aparentaba veintiséis años y tenía dieciséis. Tenía la manía de decir que sólo tenía dieciséis y jamás decía que tenía dieciséis años sin añadir el sólo. La llamábamos Sólo Jessie. Y no cambió: sólo empeoró. Decir sólo es una mala costumbre, Omar. Suena a excusa.
—No me llamo Omar.
—Ya lo sé —asintió Marcia—. Te llamas Horace. Te llamo Omar por la marca de cigarrillos: me recuerdas una colilla.
—Y no tengo tus cartas. Dudo mucho haber conocido a tu abuelo. Y considero inverosímil que tú vivieras en 1881.
Marcia lo miró maravillada.
—¿Yo? ¿En 1881? ¡Claro que sí! Ya bailaba en los escenarios cuando el Sexteto Florodora todavía estaba con las monjas. Fui la enfermera de la señora de Sol Smith, Juliette. Yo, Omar, cantaba en una cantina en la guerra de 1812.
Entonces la inteligencia de Horace hizo una pirueta afortunada, y Horace sonrió.
—¿Te ha mandado Charlie Moon?
Marcia lo miró, imperturbable.
—¿Quién es Charlie Moon?
—Es bajo , tiene una buena nariz , y las orejas grandes.
Marcia pareció crecer unos centímetros y bostezó.
—No tengo la costumbre de fijarme en la nariz de mis amigos.
—Así que ha sido Charlie, ¿eh?
Marcia se mordió los labios y volvió a bostezar.
—Vamos a cambiar de tema, Omar. Estoy a punto de dormirme.
—Sí —respondió Horace, muy serio—. A Hume se le ha tildado muchas veces de soporífero.
—¿Quién es ése? ¿Un amigo? ¿Se está muriendo?
Entonces Horace Tarbox se levantó ágilmente y empezó a pasear por la habitación con las manos en los bolsillos. Éste era su segundo tic.
—No me importa —dijo como si hablara consigo mismo—, en absoluto. No me preocupa que estés aquí, no. Eres preciosa, pero no me gusta que te haya mandado Charlie Moon. ¿Es que soy un caso de laboratorio con el que, no sólo los químicos, sino también los conserjes pueden hacer sus experimentos? ¿Es que mi desarrollo intelectual es divertido? ¿Me parezco a las caricaturas del típico jovencito de Boston que publican las revistas de humor? ¿Tiene derecho ese asno, ese niñato, Moon, que siempre está contando historias sobre la semana que pasó en París, tiene algún derecho a ?
—No —lo interrumpió Marcia categóricamente—. Eres encantador. Ven y dame un beso.
Horace se detuvo en seco.
—¿Por qué quieres que te dé un beso? —preguntó muy interesado—. ¿Vas por ahí repartiendo besos?
—Claro que sí —admitió Marcia, sin inmutarse—. Eso es la vida: ir por ahí repartiendo besos.
—Bien —replicó Horace categóricamente—. He de decirte que tus ideas son espantosamente limitadas y confusas. En primer lugar, la vida no es sólo eso, y, en segundo lugar, no quiero besarte. Podría convertirse en una costumbre, y soy incapaz de dejar mis costumbres. Este año he tomado la costumbre de quedarme en la cama hasta las siete y media.
Marcia asintió, comprensiva.
—¿Nunca sales a divertirte? —preguntó.
—¿Qué quieres decir con «divertirte»?
—Mírame —dijo Marcia terminantemente—. Me caes simpático, Omar, pero me gustaría que siguieras el hilo de la conversación. Lo que dices me suena como si hicieras gárgaras con las palabras y perdieras una apuesta cada vez que escupes unas pocas. Te he preguntado si nunca sales a divertirte.
—Quizá más adelante —respondió—. ¿Sabes? Soy un proyecto, un experimento. No te digo que algunas veces no me canse: me canso de ser un experimento. Pero ¡No te lo puedo explicar! Y quizá no me divierta lo que os divierte a Charlie Moon y a ti.
—Explícate, por favor.
Horace la miraba fijamente. Empezó a hablar, pero, cambiando de idea, reemprendió su paseo por la habitación. Después de intentar averiguar infructuosamente si Horace la estaba mirando o no, Marcia le sonrió.
—Explícate, por favor.
Horace la miraba.
—Si te lo explico, ¿me prometes que le dirás a Charlie Moon que no me has encontrado?
—Hmmm.
—Muy bien, de acuerdo. Ésta es mi historia: yo era un niño que preguntaba mucho: «¿por qué?», «¿por qué?». Quería saber cómo funcionaban las cosas. Mi padre era un joven profesor de Economía en Princeton. Me educó con un método: contestaba siempre, lo mejor que sabía, a cada una de mis preguntas. Mi reacción le sugirió la idea de hacer un experimento sobre precocidad. Por contribuir a la carnicería tuve problemas en el oído: siete operaciones entre los nueve y los doce años. Esto, por supuesto, me separó de los otros chicos y me hizo mayor. Y mientras mi generación se afanaba en los cuentos del tío Remus, yo disfrutaba sanamente de Catulo en latín. Aprobé el ingreso en la Facultad. Prefería relacionarme con los profesores, y cada vez me sentía más orgulloso, extraordinariamente orgulloso de tener una gran inteligencia, pues, a pesar de mis dotes excepcionales, era absolutamente normal. Cuando cumplí los dieciséis ya estaba cansado de ser un fenómeno; llegué a la conclusión de que alguien había cometido un terrible error. Pero, a aquellas alturas, pensé que lo mejor era terminar Filosofía. Lo que más me interesa en la vida es el estudio de la filosofía moderna. Soy un realista de la escuela de Anton Laurier, con reminiscencias bergsonianas, y cumpliré dieciocho años dentro de dos meses. Eso es todo.
—¡Vaya! —exclamó Marcia—. ¡Qué barbaridad! Eres un experto manejando las partes de la oración.
—¿Satisfecha?
—No, no me has dado un beso.
—No forma parte del programa —objetó Horace—. Entiende que no pretendo estar por encima de las cuestiones físicas. Tienen su sitio, pero
—Por favor, no seas tan condenadamente razonable.
—No puedo evitarlo.
—Odio a esas personas que hablan como una máquina.
—Puedo asegurarte que yo —comenzó Horace.
—¡Cállate ya!
—Mi propia racionalidad
—No he dicho nada sobre tu nacionalidad. Eres el perfecto norteamericano, ¿no?
—Sí.
—Bueno, ya somos dos. Me gustaría verte hacer algo que no figure en tu programa intelectual. Quiero ver si un realista, o como se llame, con reminiscencias brasileñas —eso que tú dices que eres— puede ser un poco humano.
Horace volvió a negar con la cabeza.
—No quiero darte un beso.
—Mi vida es un desastre —murmuró Marcia trágicamente—. Soy una mujer destrozada. Iré por la vida sin saber lo que es un beso con reminiscencias brasileñas —suspiró—. ¿Y piensas ir a mi función, Omar?
—¿Qué función?
—Soy actriz picante en Home James.
—¿Opereta?
—Exactamente. Uno de los personajes es un brasileño, el dueño de una plantación de arroz. Quizá te interese.
—Yo vi una vez The Bohemian Girl —reflexionó Horace en voz alta—. Me gustó hasta cierto punto.
—Entonces ¿vendrás?
—Bueno, tengo Tengo que
—Sí, ya sé, te vas a Brasil a pasar el fin de semana.
—No, no. Me encantaría ir.
Marcia aplaudió.
—¡Será estupendo! Te mandaré la entrada por correo. ¿El jueves por la noche?
—Pues
—¡Estupendo! El jueves por la noche —se levantó, se acercó a Horace y le puso las manos en los hombros—. Me gustas, Omar. Perdona que haya intentado tomarte el pelo. Pensaba que serías una especie de témpano, pero eres un chico simpático.
Horace la miró burlonamente.
—Soy varios miles de generaciones mayor que tú.
—Te conservas muy bien.
Se estrecharon las manos solemnemente.
—Me llamo Marcia Meadow —dijo ella con énfasis—. Que no se te olvide: Marcia Meadow. Y no le diré a Charlie Moon que te he visto.
Un instante después, cuando bajaba de tres en tres el último tramo de escalera, oyó una voz que la llamaba desde arriba:
—¡Eh!
Marcia se detuvo y levantó la vista: distinguió una vaga forma que se asomaba a la baranda.
—¡Eh! —volvió a llamar el prodigio—. ¿Me oyes?
—Recibido, Omar.
—Espero no haberte dado la impresión de que considero besarse algo intrínsecamente irracional.
—¿Impresión? ¡Si ni siquiera me has dado un beso! No te preocupes. Adiós.
Dos puertas se abrieron curiosas al oír una voz femenina. Una tos insegura se oyó en el piso de arriba. Recogiéndose la falda, Marcia saltó como una loca el último tramo de escaleras y desapareció en el oscuro aire de Connecticut.
En el piso de arriba, Horace se paseaba preocupado por la habitación. De vez en cuando le echaba una mirada a Berkeley, que seguía allí, esperando, con su suave respetabilidad color rojo oscuro y un libro abierto, sugerente, sobre los cojines. Y entonces se dio cuenta de que el paseo por la habitación lo acercaba cada vez más a Hume. Había algo en Hume que era extraña e inefablemente distinto. La figura diáfana aún parecía flotar en el aire, cerca, y si Horace se hubiera sentado, hubiera tenido la impresión de estar sentándose en el regazo de una mujer. Y, aunque Horace era incapaz de señalar cuál era la diferencia, alguna diferencia existía: casi intangible para una inteligencia especulativa, y, sin embargo, real. Hume irradiaba algo que en sus doscientos años de influencia no había irradiado nunca.
Hume irradiaba esencia de rosas.
Próxima entrega: "Nueve maletas" de Béla Zsolt.
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