Víctor de la Serna: el periodista que fue una redacción
Fallecido a los 77 años, con sus diferentes alias era capaz, en una misma edición de un periódico, de publicar un crónica de baloncesto, una crítica gastronómica y una opinión de internacional. Y ganarse un respeto con cada una de las tres
Capaz de escribir de mil cosas con claridad y sentido, al morir Víctor de la Serna Arenillas (Madrid, 14 de abril de 1947-18 de octubre de 2024), alguno habrá pensado que, más que morir un periodista, parece haberse muerto toda una redacción. En un oficio con unas relaciones difíciles con la prosperidad como es el periodismo, el pseudónimo ha sido, con gran frecuencia, una simple cobertura para cobrar dos veces. Este, sin embargo, nunca fue el caso de Víctor de la Serna, quien optó por usar diversos alias con el único objeto de no ocupar él todo el periódico. En una misma edición, en efecto, podía publicar un crónica de baloncesto con la firma de Vicente Salaner, una crítica gastronómica bajo el nom de plume de Fernando Point y una opinión de internacional con su propio nombre. Y ganarse un respeto con cada una de las tres.
En ese nombre suyo resonaban muchos otros: desde los tiempos de la matriarca Concha Espina, su estirpe parece la de una pyme familiar especializada en la producción de diplomáticos y periodistas, con algunos electrones libres, como la pintora María Blanchard o el cronista Pedro de Répide. “No hay De la Serna malo”, dejó dicho el premio Cervantes Jiménez Lozano, y Víctor iba a crecer en casas donde eran habituales las vajillas oficiales en la mesa y las estatuillas de los Cavia en la biblioteca. Su tío Alfonso fue embajador en Ginebra y Rabat; su tío Jesús fue subdirector de este diario y su propio padre iba a mezclar en su carrera las cancillerías y las redacciones. También los restaurantes: el Víctor de la Serna epicúreo no se explica sin ese paisaje familiar en que su madre, Nines Arenillas, y su padre —con el heterónimo de Punto y coma— escribieron algunas de las primeras páginas del periodismo gastronómico en España.
Víctor no tuvo que descubrir el Burdeos a los treinta años, y esa mundanidad y educación privilegiadas —el Liceo, Nueva York, Suiza— afirmaron en él una desenvoltura y una seguridad en sí mismo que podían llegar a intimidar a los caracteres más apocados, es decir, todos los demás. Pero si no era versallesco en la crítica, tampoco era cicatero en sus frecuentes y explosivos arrebatos de generosidad. El resultado es que, en una época en la que se habla del “declive del carácter”, cuantos conocimos a Víctor de la Serna podemos decir que hemos tratado con uno inolvidable. Tan exagerado como para poder estar en una comida digna de las Bodas de Camacho a mediodía y que todos supiéramos que había más probabilidades de que el sol se detuviera que de que él no entregara el artículo.
Nadie debe colegir de esto que Víctor de la Serna encarnaba un periodismo antiguo: siempre fue, en la mejor acepción posible, un moderno, y no solo por aplicarse con entusiasmo a tuitear. Su oreo internacional le había dado la sociabilidad y los idiomas, y también le daría un título —el primero en España, alardeaba— de periodista por Columbia. Estados Unidos le iba a iniciar en pasiones que ya no le dejarían nunca, del blues —era un experto de campanillas— a la comida callejera y, para lo que nos interesa, un periodismo exigente y directo, como el que se practicaba en la edad de oro del prestigio del oficio en la América de los setenta.
Los inicios de De la Serna en el periodismo son indicio de esa mirada liberal sobre el mundo: corresponsal en Estados Unidos y redactor jefe de un bastión aperturista como fue Informaciones. También iba a trabajar en Diario 16 y en EL PAÍS, hasta que Pedro J. Ramírez lo reclutó para la fundación de El Mundo: de De la Serna le atraían el bagaje a la vez continental y anglosajón, su idea de la profesión y, digámoslo todo, una pasión común por el baloncesto. Allí en El Mundo iba a trabajar tres décadas y media y, dentro del espanto de morir, es de una pasmosa congruencia que la Parca se lo llevara a las puertas de lo que —familia aparte— más amó: el periódico.
En 2007, ese señor ya talludo todavía guardaba capacidad para deslumbrarse y hablar a sus lectores de un restaurantito desconocido pero prometedor: se llamaba Diverxo y él fue quien dio la voz de alarma. El magisterio de De la Serna en materia de gusto le va a sobrevivir porque ha sido clave ya en varias generaciones, con cátedras como el añorado Elmundovino y la capacidad para bajar al barro con sus vinos de Manchuela, Finca Sandoval. Es posible que sus memorias gastronómicas sean el libro de cocina más importante que no se ha escrito en nuestro país, pero Víctor era incompatible con el género de las memorias: de él puede decirse algo tan hermoso como que ha muerto a los setenta y siete años sin haber dejado un solo día de ser joven.
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