El rescate contra reloj para salvar las pardelas cenicientas que se pierden con las luces nocturnas de Canarias
Cientos de voluntarios salen cada año en estas fechas para recuperar los pollos que van cayendo en distintas partes de las islas cegados por la iluminación artificial

Entre mediados de octubre y mediados de noviembre, las crías de la pardela cenicienta atlántica (Calonectris borealis) abandonan las huras —los nidos en cuevas o barrancos— para lanzarse a solas en su primer vuelo hacia el mar. Una vez en el aire vivirán más de cuatro años alejadas de las costas, hasta que un mes de febrero inicien el regreso a tierra. Los primeros dos años, para inspeccionar el terreno y elegir casa. Después, para aparearse. Para ello, buscarán siempre a la misma pareja. La cría nacerá en julio, y el ciclo volverá a ponerse en marcha una vez más.
“Así llevaba funcionando desde hace millones de años”, matiza Jaime Rosas, presidente de la asociación Naturaleza al Rescate. Pero en la actualidad, esta ave afronta numerosas amenazas, como la destrucción del hábitat donde crían, depredadores como gatos, perros y ratas, interacción pesquera, los plásticos en el mar. Y la contaminación lumínica. “Lo hemos alterado todo”, sentencia.
Las luces resultan especialmente graves. Los pollos de pardela afrontan solos su primer vuelo. Eligen la noche para evitar depredadores y usan la luna para orientarse. “Se tiran al barranco buscando el mar”, relata Pascual Calabuig, director del Centro de Recuperación de Fauna Silvestre de Tafira (CRFS), “pero lo que encuentran son farolas, cables, carreteras… y muchas luces: Se encandilan, se accidentan, se caen al suelo”. Muchas mueren atropelladas. Por ello, a principios de otoño, administraciones y voluntarios se ponen en marcha con un objetivo: rescatar los juveniles que caen al suelo y, sobre todo, lograr un cambio social para que “iluminemos solo lo que hace falta iluminar”, según la educadora ambiental Marta Tapia.
La pardela cenicienta canaria vive en las siete islas (y en Azores y Madeira), pero, fundamentalmente, en los islotes (sobre todo en Alegranza). Está incluida en el Listado de Especies Silvestres en Régimen de Protección Especial y en el Libro Rojo como Vulnerable. Este pájaro es llamativo por varios motivos: por su tamaño —unos 125 centímetros de envergadura y más de medio metro de longitud—; su longevidad —más de 30 años—; su resistencia —vuela entre 30.000 y 50.000 kilómetros al año, impulsándose con el viento—; o por su canto —es silencioso en mar abierto, pero ruidoso en tierra, donde emite unos sonidos nasales similares al llanto de un niño—.
Entre todos sus atributos destaca, con todo, su fidelidad. No solo muestran una tendencia a regresar a la misma zona donde nacieron (filopatría natal), sino que también presentan una rigurosa monogamia. Su canto es estridente, pero romántico, relata Calabuig: resulta clave para identificarse en el reencuentro tras meses de viaje.
Porque se pasan el año volando, “pero en febrero les entra el ansia por volver a la cueva y aparearse”. Partirán desde Namibia, donde han pasado el invierno. Cruzarán primero a Argentina para luego enfilar el rumbo a Canarias. “Las parejas no se reconocen en el mar, solo en el área de cría”, explica el veterinario y biólogo. “Viajan por amor e impulsadas por el viento. Y cuando llegan es alucinante, porque se reconocen en la cueva y la experiencia es brutal. El amor en estado puro”.
Esta fidelidad va más allá: la hembra pone un solo huevo, pero de grandes dimensiones. Y tras la puesta, se coge unas vacaciones de 10 a 15 días, que pasará descansando en una zona de Mauritania donde abunda el pescado. “Y todo ese tiempo, los machos se quedan incubando el huevo. ¡Eso es un ejemplo!”, comenta Calabuig.
Tras la puesta, la hembra se cogen unas vacaciones de diez días en Mauritania. Los machos no solo no abandonan la cueva, sino que se quedan incubando el huevo todo ese tiempo. ¡Eso es un ejemplo!”Pascual Calabuig, biólogo y veterinario
“Este es el canal de Telegram donde se centralizan los avisos que nos da el Cecopin (Centros de Coordinación Operativa Insular)”, explica Eva Cancelo, voluntaria de Naturaleza al Rescate, señalando a la pantalla de su móvil en un aparcamiento en la carretera del norte de Gran Canaria. Son pasadas las ocho de la noche de un día entre semana, y tanto ella como otra decena de personas acaban de empezar su turno, a la espera de una alerta. “No permitimos que ninguna de estas incidencias se quede sin resolver”.
También hay trabajo de oficina. Vicente Díaz Melián, empleado del puerto y veterano activista, muestra en su terminal la señalización de tráfico que luchan por que se apruebe. “Es muy difícil”, lamenta, “hay mucha burocracia, pero, mientras tanto, la usamos nosotros para advertir a los conductores que extremen la precaución”.
A 13 kilómetros de ahí, los jugadores de un equipo de futbol del Barrial (municipio de Gáldar), acaban de avisar a Jaime Rosas de la caída de una pardela en el campo, despistada por la potencia de sus luminarias. Se la encuentra pegada a un muro. “Está aterrada”, comenta. “En el suelo no pueden salir volando porque tienen unas alas muy largas y patas palmeadas. Son perfectas para posarse en el mar, pero en tierra les impiden caminar bien”. Rosas mete la pardela en una caja con ventilación y la llevará esa misma noche al CRFS. Allí la curarán y la volverán a soltar cuanto antes desde algún barranco o acantilado.
Poco después, Rosas recibe otra alerta en Agaete, en el extremo noroeste de la isla. En esa localidad portuaria han sido avistados dos ejemplares en un parterre. “Dice la alcaldesa que está controlando la luz”, se queja Matías Ramón Martín, el vecino que ha dado la alarma. “Es mentira. Cada vez estamos más iluminados”.

Controlar la iluminación es, de hecho, la verdadera lucha del auxiliar veterinaria y educadora ambiental Marta Tapia, también miembro de Naturaleza al Rescate. En los últimos meses, se multiplica junto con Eva Cancelo para dar charlas en empresas y clubes sociales. En ellas, pone de manifiesto “el lado oscuro de la luz”. “Es un agente contaminante, por lo que solo deberíamos usar el mínimo necesario”, alerta. “Hemos de preguntarnos qué necesitamos iluminar, cuánto, cuándo y cómo. Y no iluminar de más”. Los efectos de un alumbrado excesivo no solo los perciben las pardelas: se notan tanto en la salud humana, como en la biodiversidad, en el equilibrio de los ecosistemas nocturnos o en el declive de los insectos. “Una noche sin contaminación lumínica es igual de importante que un agua, un suelo o un aire limpios”.
Poco a poco, el mensaje va calando. En estas fechas, algunas administraciones acceden a rebajar la iluminación en zonas sensibles. Los barcos de la naviera Fred Olsen entran en Agaete con las luces apagadas, y la Autoridad Portuaria y varias empresas de las zonas afectadas han accedido a limitar la iluminación. “Otros años he llegado a sacar 60 pardelas en una noche. Ahora apenas son media o una docena”, admite Rosas. “La ciudadanía ya sabe qué hacer si se encuentra un animal silvestre extraviado”, cierra Calabuig. “Y la pardela ha sido la punta de lanza que nos ha concienciado”.
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