Cómo un parque eólico dividió a un pueblo en Brasil
La comunidad de Cumbe, en el noreste del país, vive frente a una central eólica que se construyó sin que consultaran a sus habitantes. Es uno de los casos de racismo ambiental que denuncian las comunidades negras
Una única carretera asfaltada y estrecha, rodeada de decenas de piscifactorías de camarones, complejos turísticos y dunas con gigantescos molinos de viento blancos al fondo, conduce al Quilombo de Cumbe, donde viven 180 familias. El nombre de la comunidad situada a 150 kilómetros de Fortaleza, capital del Estado de Ceará, en el nordeste de Brasil, hace referencia a los lugares donde los esclavos africanos organizaban la resistencia durante el período colonial. Siglos después, estas personas siguen resistiendo. Lo hicieron cuando las granjas de camarones se instalaron allí en los años noventa. Y cuando llegó uno de los mayores parques eólicos de Ceará, en la década siguiente. La promesa de generar energía limpia se cumplió, pero la instalación golpeó a la comunidad tradicional, que también quedó excluida de la economía verde. Este último caso ilustra un concepto que el movimiento negro brasileño llevó a la última cumbre del clima: el racismo medioambiental.
“El racismo es la ideología más longeva, ha construido gran parte de la humanidad y es anterior al liberalismo, al marxismo... Incluso hoy la sociedad se organiza de forma racista”, explica la arquitecta y urbanista Dulce Maria Pereira, profesora de la Universidad Federal de Ouro Preto y expresidenta de la Fundación Cultural Palmares (1996-2000). El racismo ambiental, dice, es una de las formas en que la discriminación se materializa en los territorios. “Siempre implica el ejercicio del poder a través de la expulsión de diversos grupos humanos de sus espacios, desplazando a las personas o sometiéndolas al interés de grupos que obviamente no son los negros, los indígenas, los pescadores o los ribereños”, explica. El resultado de esto, según el historiador Douglas Belchior, cofundador de Uneafro y de la Coalición Negra por Derechos, que asistió a la COP26, es “la falta de seguridad medioambiental en los territorios urbanos y rurales de mayoría negra, impactados por la expropiación, la contaminación del agua y del aire, los fenómenos meteorológicos extremos, el vertido de residuos, la falta de saneamiento básico, las inundaciones, los corrimientos de tierra, las enfermedades”. No se puede debatir sobre la justicia climática sin cuestionar la dimensión racial, sostiene.
Corría el año 2007 cuando la marisquera Cleomar Ribeiro da Rocha, presidenta de la Asociación Quilombola de Cumbe, oyó hablar por primera vez de los riesgos de que hubiera un apagón y de la necesidad de generar más energía. En aquella época, se estaba empezando a estructurar un parque eólico en el territorio ancestral donde ella nació, creció, se casó y crio a sus cinco hijos. Se hablaba de progreso y de los puestos de trabajo que generaría la instalación de una central de energía renovable, sin prácticamente ningún impacto en los nativos. Pero la comunidad ya había aprendido con las piscifactorías de camarones. Las empresas privatizaron las zonas cercanas a los manglares, ocuparon los terrenos destinados a la agricultura y ampliaron el camino que habría que recorrer para recoger el marisco.
“Nuestra infancia transcurrió en los brazos del río. Las mujeres iban a pescar camarones salvajes y arrastrar cangrejos y llevaban a sus hijas. Hoy en día ya no tenemos acceso a muchas de estas áreas, todo se ha privatizado. Nos sentimos como si nos estuvieran expulsando de nuestro lugar”, dice Cleomar. Por lo tanto, era difícil creer en la bonanza general del viento de los parques eólicos, y se unió a otras personas de la comunidad para cuestionar la empresa. Apenas se les hizo caso. “Veíamos cómo sucedían las cosas sin entender nada. Cuando llegaron, la comunidad quedó patas arriba”, cuenta, sentada en una canoa a orillas del manglar donde pesca ostras y sururus, un tipo de mejillón.
“La energía es limpia, su instalación no”
El proyecto, inicialmente dirigido por la empresa Bons Ventos y ahora gestionado por CPFL Renováveis, se instaló en una comunidad dividida. La promesa de puestos de trabajo hizo que algunos de los residentes cambiaran la pesca artesanal por la empresa. Las sencillas casas de los pescadores empezaron a alquilarse a precios exorbitantes. La única carretera que lleva a Cumbe fue asfaltada para permitir el paso de vehículos pesados y de las enormes hélices de los aerogeneradores de energía. El asfalto es una de las pocas mejoras que la comunidad reconoce, ya que antes estaba aislada y no podía ir al centro urbano de Aracati los días de lluvia. Rápidamente llegaron los más de mil hombres que trabajarían en la instalación del parque. “Empezaron a aparecer una serie de problemas que nunca habíamos tenido”, dice Cleomar.
El número de bares se multiplicó, así como el acoso a las mujeres de la comunidad, que también empezó a atraer la prostitución. “Hay una generación a la que llamamos los hijos del viento, porque las mujeres no saben quiénes son sus padres”, dice João do Cumbe, un historiador que creció en la comunidad. El ambiente tranquilo desapareció. El paso de vehículos pesados por la carretera hacía temblar las casas de barro de los quilombolas (descendientes de los esclavos rebeldes) e incluso provocó grietas en las paredes de la tradicional iglesia de Nuestro Señor de Bonfim. Cleomar y João dicen que tuvieron que luchar para impedir que se instalara una turbina eólica dentro del cementerio de la comunidad, que honra a los muertos y tiene una cruz donde los lugareños suelen rezar. “Fue un infierno lo que vivimos. Por eso repetimos que la energía es limpia, la instalación no”, resume João do Cumbe.
“La economía verde no puede seguir este modelo, fruto de la esclavitud de la tierra y de los pueblos originarios y africanos, cambiando solo el nombre, con un lavado verde, cambiando de color”, defiende el historiador Belchior. Si el objetivo es, por ejemplo, preservar los ríos y las selvas, no se puede seguir así: “La titulación y el reconocimiento de los territorios quilombolas es fundamental para garantizar los derechos constitucionales de la población negra, al igual que la demarcación de las tierras indígenas en todo el territorio brasileño. Son los pueblos y comunidades tradicionales los que siguen defendiendo y preservando la selva”.
En 2009, la comunidad de Cumbe aprovechó el festivo del 7 de septiembre para cerrar la carretera y hacer una serie de reivindicaciones. Para llegar al parque eólico hay que pasar por dentro de la comunidad, y los quilombolas bloquearon el acceso durante 19 días. Querían garantías de mitigación de los impactos durante dos décadas y pedían beneficiarse de algún tipo de exención por esa energía. También querían garantizar la conservación de la iglesia y el acceso a la playa donde solían pescar, que siempre se hacía a través de las dunas, ahora valladas. Consiguieron avanzar poco en las negociaciones y, a día de hoy, no tienen subvención eléctrica, pero la carretera está abierta. “Los que nos quejamos empezamos a ser vigilados y vistos como una amenaza. Su estrategia sigue siendo la misma que la de los colonizadores del pasado: dividirnos para conquistar nuestro territorio”, critica Cleomar.
Con el paso de los años, tras la instalación completa del parque eólico, los puestos de trabajo para los habitantes de la zona eran cada vez más escasos: trabajaban básicamente como peones, cavando zanjas para instalar los aerogeneradores, según los vecinos. Y los impactos se fueron acumulando. En las dunas hay una carretera llena de pedruscos por la que pasan los vehículos encargados del mantenimiento de los equipos. Las aves, en su ruta migratoria, mueren al chocar con las hélices. Por la noche, las luces rojas de los aerogeneradores parpadean, lo que puede desorientar a las tortugas que desovan en la zona. La intervención humana también ha acelerado el proceso de movimiento de las dunas, y el muro de arena cada vez está más cerca de la comunidad.
Los intentos de resolver un problema acabaron generando otros. “El gran fetiche son los autobuses eléctricos, de nitrógeno, de agua, pero los alcaldes son incapaces de discutir el sistema de transporte actual en las grandes capitales”, compara el geógrafo Diosmar Filho, que también llama la atención sobre el impacto de las nuevas fuentes de energía instaladas en el nordeste del país. La región es responsable de más del 86% de la energía eólica producida en el país, así como de la mayor parte de la energía solar. En julio de este año, la producción de energía eólica superó la marca de 11.000 megavatios/hora, suficiente para abastecer a toda la región. “Los ayuntamientos y Estados ofrecen incentivos fiscales a las empresas para que vengan, tengan acceso a terrenos públicos y se instalen”, destaca Diosmar. “Su modelo es tan excluyente y violento como el de las presas hidroeléctricas, que inundan las comunidades quilombolas e indígenas”, añade.
Excluidos por la energía del futuro
Este sentimiento lo comparte casi toda la comunidad de Cumbe. “Si la energía limpia nos ha hecho esto, imagínate la energía sucia”, dice Cleomar. “Cuando el mar no traía peces, las lagunas que se forman en las dunas y el manglar nos proporcionaban el sustento. Las dunas solo cobraron importancia para los de fuera cuando llegó la energía eólica”, dice. Durante algún tiempo, incluso se interrumpió el derecho a pasar por el parque para llegar a la playa, en parte por el riesgo de transitar por la zona. Los cables y alambres están identificados en la duna con hojas de cocotero y algunas señales. La Defensoría Pública tuvo que intervenir con un Acuerdo de Ajuste de Conducta para garantizar que los vecinos pudieran acceder a la playa. Para entonces, los quilombolas ya se habían dado cuenta: seguirían siendo excluidos, incluso por la energía del futuro.
“No había muchas referencias en esa época. La energía limpia era una reivindicación nuestra, de la que se apropió el capitalismo. Esta historia de economía verde aquí se desmoronó”, dice João do Cumbe, de 48 años, mientras nos guía por la comunidad y el parque eólico, señalando los carteles que indican que la zona de las dunas es “propiedad privada”. Desde lo alto de una tirolina situada en un complejo turístico de la región, apenas se ven las casas de los nativos. El paisaje está tomado por decenas de granjas de camarones. Al fondo, sobre las dunas de arena blanca, los aerogeneradores recortan el cielo azul. João do Cumbe nos guía por el camino de tierra de la duna, por el que circulamos en un coche popular mientras recuerda los tiempos en que se podía circular libremente por las lagunas naturales que se formaban de enero a marzo. “Era como [el parque nacional de] los Lençóis Maranhenses”, compara. “Las comunidades tradicionales son las que protegen el medio ambiente. Somos los guardianes de este patrimonio. Existo gracias a la duna, al manglar, a la laguna. Ahí es donde opera el racismo ambiental: tratan el tema como si no tuviéramos derecho a la duna, el manglar y la laguna”.
Las intervenciones externas amplifican el miedo a perder un territorio que se ha ido reduciendo sustancialmente a lo largo de los años. Reconocida como quilombo por la Fundación Palmares, la comunidad de Cumbe sigue luchando por regularizar sus tierras, paso fundamental para obtener el reconocimiento del Instituto Nacional de Colonización y Reforma Agraria (Incra), responsable de la titulación de los territorios quilombolas. “A esto lo llamamos vallado expulsivo”, explica João do Cumbe. “Si ya es difícil conseguir regular el suelo normalmente, imagínate en un lugar rodeado de granjas de camarones, una central eólica y complejos turísticos”. Cumbe está cerca de la playa de Canoa Quebrada, un centro turístico local.
Ni siquiera el descubrimiento de yacimientos arqueológicos tras un estudio solicitado por el Instituto del Patrimonio Histórico y Artístico Nacional (Iphan), que indicaba la presencia humana en la región hace al menos 7.000 años, detuvo la instalación del parque eólico, entre 2007 y 2009. Los más de 40.000 objetos se desenterraron en pocos meses, aunque normalmente hubiera llevado años, y se enviaron a un museo de Río Grande del Norte, donde permanecieron durante años. Solo ahora se enviarán a un museo de la comunidad, una de las compensaciones que lograron de la agenda de reclamaciones con el bloqueo de la carretera en 2009.
Qué dice la empresa responsable
EL PAÍS preguntó a CPFL Renováveis qué está haciendo para minimizar el impacto de los aerogeneradores en Cumbe. “El proyecto tiene todas las licencias y autorizaciones pertinentes concedidas por las autoridades competentes. Se observaron todos los aspectos del proyecto, el organismo medioambiental competente estableció sus respectivas medidas de control medioambiental, que la empresa cumple en su totalidad”, respondió la empresa en un comunicado.
EL PAÍS también cuestionó cuántos puestos de trabajo genera actualmente el parque eólico para la comunidad y si existe algún plan para beneficiarla directamente por la producción de energía, como demandan sus habitantes, entre otros puntos. “En los últimos años se han puesto en marcha numerosos proyectos sociales a través de acciones directas, como la construcción del Museo Arqueológico y Comunitario, para permitir la devolución de los restos arqueológicos de la región”, explicó la empresa. También destaca los proyectos de formación profesional “destinados a reforzar la mano de obra local y, en consecuencia, a aumentar la participación local en el mercado laboral”. Para ello, continúa, se ofrecieron cursos a la población local, como cocina y costura, que generaron “frutos positivos, también apoyados por CPFL mediante el suministro de telas y materias primas para la producción, con el objetivo de confeccionar mascarillas y bolsas ecológicas para incentivar la economía local”.
“Ya no reconozco el lugar donde nací”
“Todavía no sé si esta energía eólica es algo bueno o malo. Para mí, nunca ha sido bueno. No condeno la energía eólica ni nada por el estilo. Pero deben de ganar millones con la energía que producen, ¿y qué le dan a la comunidad de Cumbe? Nada. Están ganando dinero a nuestra costa y cambiándolo todo aquí”, dice el pescador jubilado Antônio Ferreira de Oliveira, de 70 años. Desde el portal de su casa, un edificio de ladrillo junto al manglar, ve decenas de turbinas eólicas, con sus hélices girando incansablemente.
Antônio se retiró en cuanto se instaló el parque. Creció en Cumbe, soñando con el tiempo de invierno, cuando comía miel y palitos dulces de los ingenios de azúcar de la región. Vio cómo desaparecían las plantaciones de caña de azúcar y cómo las granjas de camarones ocupaban zonas agrícolas y cambiaban el rumbo de la comunidad. Incluso la cantidad de pescado ha disminuido. Los productos químicos que las granjas vierten a menudo en los acuíferos han contaminado la capa freática, salinizado el agua y desestabilizado el medio ambiente. “Hoy me entristece ver tantos árboles muertos, el manglar muriéndose. Todavía hay cangrejos, porque el cangrejo vino para cargarse el mundo a la espalda. Voy a pescar y a veces no pesco ningún pez, pero sigue habiendo cangrejos”, dice. “Hoy miro a Cumbe y digo que lo conozco, pero no reconozco el lugar donde nací.
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